Encendió el ordenador y contempló la pantalla mientras se realizaba el proceso de arranque. Estaba a punto de meter el disco en la disquetera cuando dio un respingo al ver la cifra de la memoria disponible. Algo no estaba bien. Apretó varias teclas. Una vez más apareció en pantalla la memoria disponible en el disco duro y esta vez se mantuvo. Sidney leyó los números sin prisa: había disponibles 1.356.600 megabytes, o sea un 1.3 gigas. Miró atentamente los tres últimos números. Recordó la última vez que se había sentado delante del ordenador. Los tres últimos números de la memoria disponible habían formado la fecha del cumpleaños de Jason: siete, cero, seis, un hecho que había provocado su llanto. Se había venido abajo otra vez. Ahora estaba preparada, pero había menos memoria disponible. ¿Cómo podía ser? No había tocado el ordenador desde… ¡Maldita sea!
Se le hizo un nudo en la boca del estómago. Se levantó de un salto, recogió la pistola y el disquete. Le entraron ganas de disparar contra la pantalla del ordenador. Sawyer había acertado sólo en una cosa. Alguien había entrado en la casa mientras ella estaba en Nueva Orleans. Pero no había venido a llevarse algo. En cambio, había dejado algo instalado en el ordenador. Algo de lo que ahora huía como algo que lleva el diablo.
Tardó diez minutos en llegar al McDonald's y descolgar el teléfono público. La voz de su secretaria sonó tensa.
– Hola, señora Archer.
¿Señora Archer? Su secretaria llevaba con ella casi seis años y a partir del segundo día nunca más la había llamado señora Archer. Sidney lo dejó correr por el momento.
– Sarah, ¿está Jeff?
Jeff Fisher era el genio de la informática en Tylery Stone.
– No estoy segura. ¿Quiere que le pase con su ayudante, señora Archer?
Sidney no aguantó más.
– Sarah, ¿a qué demonios viene esto de señora Archer?
Sarah no respondió inmediatamente, pero después comenzó a susurrar a toda prisa.
– Sid, todo el mundo ha leído el artículo del periódico. Lo han transmitido por fax a todas las oficinas. La gente de Tritón amenaza con retirarnos la cuenta. El señor Wharton está furioso. Y no es ningún secreto que los jefazos te echan la culpa.
– Estoy tan a oscuras como todos los demás.
– Bueno, ya sabes, ese artículo te hace aparecer…
– ¿Quieres ponerme con Henry? Aclararé todo este asunto.
La respuesta de Sarah fue como un puñetazo para su jefa.
– El comité de dirección ha mantenido una reunión esta mañana. Celebraron una teleconferencia con todas las demás oficinas. El rumor dice que han preparado una carta para enviarte.
– ¿Una carta? ¿Qué clase de carta? -El asombro de Sidney iba en aumento. Oía al fondo el rumor de la gente que pasaba junto a la mesa de la secretaria. Desaparecieron los ruidos y sonó otra vez la voz de Sarah todavía más baja.
– No… no sé cómo decírtelo, pero he oído que es una carta de despido.
– ¿Despido? -Sidney puso una mano en la pared para sostenerse-. ¿Ni siquiera me han acusado de nada y ellos ya me han juzgado, condenado y ahora me sentencian? ¿Todo por un artículo publicado por un único periódico?
– Creo que aquí todo el mundo está preocupado por la supervivencia de la firma. La mayoría de la gente señala con el dedo. Y además -añadió Sarah deprisa-, está lo de tu marido. Descubrir que Jason está vivo. La gente se siente traicionada, de verdad.
Sidney soltó el aire de los pulmones y aflojó los hombros. Sintió cómo el cansancio la aplastaba.
– Por Dios, Sarah, ¿cómo crees que me siento yo? -La secretaria no respondió. Sidney tocó el disquete metido en el bolsillo. El bulto de la pistola debajo de la chaqueta le molestaba. Tendría que acostumbrarse-. Sarah, ojalá pudiera explicártelo, pero no puedo. Lo único que te puedo decir es que no he hecho nada malo y no sé qué diablos le ha pasado a mi vida. No dispongo de mucho tiempo. ¿Podrías averiguar si está Jeff? Por favor, Sarah.
– Espera un momento, Sid.
Resultó que Jeff se había tomado unos días libres. Sarah le dio el número de su casa. Sidney rogó para que no se hubiera marchado de la ciudad. Dio con él alrededor de la una. Su plan original había sido verle en la oficina. Sin embargo, ahora eso era imposible. Se puso de acuerdo con él para ir a verle a su casa de Alexandria. Al parecer, como llevaba dos días fuera de la oficina, no se había enterado de los rumores. Se mostró encantado de poder ayudarla cuando Sidney le explicó que tenía un problema con el ordenador. Tenía que ocuparse de algunos asuntos, pero estaría a su disposición a partir de las ocho. Tendría que esperar hasta entonces.
Dos horas más tarde, el timbre de la puerta sobresaltó a Sidney, que se paseaba impaciente por la sala. Espió a través de la mirilla y abrió la puerta un tanto sorprendida. Sawyer no esperó a que le invitaran a entrar. Atravesó el recibidor y se sentó en una de las sillas delante de la chimenea.
– ¿Dónde está su compañero?
– He estado en Tritón -dijo Sawyer sin hacer caso a la pregunta-. No me dijo que les había hecho una visita esta mañana.
Ella se plantó delante del agente, con los brazos cruzados. Se había duchado y ahora vestía una falda negra plisada y un suéter blanco con escote en uve. Llevaba el pelo húmedo peinado hacia atrás. Iba descalza, las piernas enfundadas en las medias. Los zapatos estaban junto al sofá.
– No me lo preguntó.
– ¿Qué opina del vídeo de su marido?
– No le he hecho mucho caso.
– Sí, ¿y qué más?
Sidney se sentó en el sofá, con las piernas recogidas debajo de la falda antes de responder.
– ¿Qué es lo que quiere? -replicó con voz tensa.
– La verdad no estaría mal para empezar. A partir de ella podríamos buscar algunas soluciones.
– ¿Como encerrar a mi marido en la cárcel para el resto de su vida? -preguntó Sidney con un tono acusatorio-. Esa es la solución que quiere, ¿no?
Sawyer jugueteó distraído con la placa que llevaba sujeta al cinto. Su expresión severa desapareció. Cuando volvió a mirarla, sus ojos reflejaban cansancio, y su corpachón se inclinaba hacia un lado.
– Escuche, Sidney, como le dije, yo estuve aquella noche en el lugar del accidente. Yo también tuve en mi mano el zapatito. -Al agente comenzó a fallarle la voz. Las lágrimas brillaron en los ojos de Sidney, pero no desvió la mirada aunque su cuerpo comenzó a temblar. Sawyer volvió a hablar en voz baja pero clara-. He visto las fotos de una familia muy feliz por toda la casa. Un marido guapo, una niñita preciosa y… -hizo una pausa-…, una madre y esposa muy bella.
Las mejillas de Sidney enrojecieron al escuchar las palabras, y Sawyer, avergonzado, se apresuró a seguir.
– Para mí no tiene sentido que su marido, incluso si le robó a su empresa, pueda estar implicado en el atentado contra el avión. -Una lágrima resbaló por la mejilla de Sidney y aterrizó sobre el sofá-. No quiero mentirle. No le diré que creo que su marido es del todo inocente. Por el bien de usted ruego a Dios que lo sea y que todo este embrollo tenga una explicación. Pero mi trabajo es encontrar al que derribó el avión y mató a toda aquella gente. -Cogió aliento-. Incluido el propietario del zapatito. -Hizo otra pausa-. Y juro que cumpliré con mi trabajo.
– Continúe -le alentó Sidney, que con una mano retorcía nerviosa el borde de la falda.
– Su marido es la mejor pista que tengo hasta ahora. La única manera de seguir esa pista es a través de usted.
– ¿Quiere que le ayude a capturar a mi marido?
– Quiero que me diga cualquier cosa útil que me ayude a llegar al fondo de todo esto. ¿No desea usted lo mismo?
Ella tardó casi un minuto entero en responder y, cuando lo hizo, la voz sonó entrecortada por los sollozos.