– Sí. -Volvió a guardar silencio hasta que por fin miró al agente-. Pero mi hijita me necesita. No sé dónde está Jason, y si yo también desapareciera… -Su voz se apagó.
Sawyer pareció confuso durante un momento, y entonces comprendió lo que ella había dicho. Estiró el brazo y cogió una de las manos de la joven.
– Sidney, no creo que usted tenga nada que ver con todo esto. Puede estar segura de que no la arrestaré para apartarla del lado de su hija. Quizá no me haya contado toda la historia, pero caray, es humana como cualquiera. Ni siquiera concibo la presión que está soportando. Por favor, créame y confíe en mí. -Le soltó la mano y se echó hacia atrás en la silla.
Sidney se enjugó las lágrimas, y recobrada la compostura, esbozó una sonrisa. Inspiró con fuerza antes de sincerarse.
– Era mi marido el que llamó el día que vino usted. -Miró a Sawyer como si todavía esperara que él sacara las esposas, pero el agente sólo se echó un poco hacia delante, con el entrecejo fruncido.
– ¿Qué dijo? Intente recordarlo con la mayor precisión que le sea posible.
– Dijo que las cosas estaban mal, pero que me lo explicaría cuando volviéramos a vernos. Estaba tan entusiasmada con el hecho de que estuviera con vida, que no le hice muchas preguntas. También me llamó desde el aeropuerto antes de coger el avión el día del accidente. -Sawyer la miró atento-. Pero no tuve tiempo de hablar con él.
Sidney resistió el ataque de culpa cuando recordó el episodio. Después le habló a Sawyer de las noches que pasaba Jason en la oficina y de la conversación mantenida con Jason durante la madrugada antes de su partida.
– ¿Él le sugirió el viaje a Nueva Orleans?
– Me dijo que esperara en el hotel y que si no se ponía en contacto conmigo en el hotel, debía ir a Jackson Square. Allí me haría llegar un mensaje.
– El limpiabotas, ¿no?
Sidney asintió, y Sawyer exhaló un suspiro.
– Entonces, ¿fue a Jason al que llamó desde la cabina pública?
– En realidad, el mensaje decía que llamara a mi oficina, pero Jason atendió la llamada. Me pidió que no dijera nada, que la policía me vigilaba. Me dijo que regresara a casa y que él me llamaría cuando no hubiera peligro.
– Pero todavía no la ha llamado, ¿verdad?
– No tengo ninguna noticia. -Sidney meneó la cabeza.
– ¿Sabe una cosa, Sidney? Su lealtad es admirable. Ha cumplido con las sagradas promesas del matrimonio hasta límites imposibles, porque no creo que incluso Dios en persona pudiera imaginar esa clase de «adversidades».
– ¿Pero? -Sidney le miró, intrigada.
– Pero llega un momento en que hay que mirar más allá de la devoción, de los sentimientos hacia una persona, y considerar los hechos concretos. No soy muy elocuente, pero si su marido hizo algo malo, y no digo que lo haya hecho, usted no tiene por qué caer con él. Como usted misma ha dicho, tiene una niña pequeña que la necesita. Yo también tengo cuatro hijos; no seré el mejor padre del mundo, pero sé lo que siente.
– ¿Qué me propone? -preguntó Sidney en voz baja.
– Cooperación, nada más que eso. Usted me informa y yo la informo. Aquí tiene una muestra, digamos que es un adelanto de buena fe. Lo que se publicó en el periódico es casi todo lo que sabemos. Usted vio el vídeo. Su marido se reunió con alguien y se realizó el intercambio. Tritón está convencido de que era información confidencial sobre las negociaciones con CyberCom. También tienen pruebas que vinculan a Jason con la estafa bancaria.
– Sé que las pruebas parecen abrumadoras, pero no acabo de creérmelas. De verdad, no puedo.
– Algunas veces las señales más claras apuntan en la dirección opuesta. Es mi trabajo conseguir que señalen correctamente. Admito que no considero a su marido del todo inocente, pero también creo que no es el único.
– Cree que estaba trabajando con RTG, ¿verdad?
– Es posible -reconoció Sawyer-. Estamos siguiendo esa pista junto con todas las demás. Tiene la apariencia de ser la más clara, pero nunca se sabe. -Hizo una pausa-. ¿Alguna cosa más?
Sidney vaciló por un momento mientras recordaba la conversación con Ed Page inmediatamente antes de que lo asesinaran. Entonces casi dio un respingo cuando miró la chaqueta colocada sobre la silla. Pensó en el disquete y en la cita con Jeff Fisher. Tragó saliva con el rostro arrebolado. -No que yo recuerde. No.
Sawyer la miró atentamente durante un buen rato antes de levantarse.
– Y ya que estamos intercambiando información, creo que quizá le interese saber que su camarada Paul Brophy la siguió a Nueva Orleans.
Sidney se quedó de una pieza.
– Registró su habitación mientras usted fue a desayunar. Siéntase libre de utilizar esta información como crea conveniente. Dio un par de pasos hacia la puerta antes de levantarse-. Y para que no haya ningún error, está usted vigilada las veinticuatro horas del día.
– No pienso hacer ningún otro viaje, si se refiere a eso.
La respuesta de Sawyer la pilló por sorpresa.
– No guarde la pistola, Sidney. Téngala bien a mano, y no se olvide de cargarla. De hecho… -Sawyer se desabrochó la chaqueta, desenganchó la cartuchera del cinto, retiró la pistola y le dio la cartuchera-. Sé por experiencia que las armas en los bolsos no sirven para gran cosa. Tenga cuidado.
Salió y Sidney se quedó en el portal con los pensamientos centrados en el brutal destino del último hombre que le había dado el mismo consejo.
Capítulo 41
Lee Sawyer miró las placas de mármol blancas y negras que revestían el suelo y las paredes con dibujos triangulares asimétricos. Pensó que pretendían transmitir una sofisticada expresión artística, pero a él le producían un formidable dolor de cabeza. A través de las puertas de abedul y cristal sostenidas por columnas corintias de imitación, se filtraba el ruido de los platos y la cubertería procedente del comedor principal.
Se quitó el abrigo y el sombrero y se los dio a una joven muy bonita vestida con una minifalda negra y una camisa ajustada que realzaba un busto que no necesitaba más realce. A cambio recibió una contraseña acompañada por una sonrisa muy cálida. Una de las uñas de la joven se había deslizado de una forma deliciosa sobre la palma de su mano cuando le entregaba la contraseña, arañando la piel la medida justa para producirle un cosquilleo en las partes más discretas. Ganaría una fortuna en propinas, pensó.
Apareció el maitre, que miró al agente del FBI.
– El señor Fran Hardy me espera.
El hombre volvió a mirar el aspecto desastrado de Sawyer.
El agente no pasó por alto el repaso, y se tomó un momento para subirse los pantalones, un gesto muy habitual y repetido muchas veces a lo largo del día por las personas corpulentas como él.
– ¿Qué tal son las hamburguesas aquí, compañero? -le preguntó. Sacó una tableta de goma de mascar, le quitó el papel y se la metió en la boca.
– ¿Hamburguesas? -El hombre parecía a punto de tener un soponcio-. Aquí servimos cocina francesa, señor. La mejor de la ciudad. -Su acento rebosaba indignación.
– ¿Francesa? Estupendo, entonces las patatas fritas serán cojonudas.
El maitre optó por cerrar la boca y guió a Sawyer a través del inmenso comedor, donde los candelabros de cristal iluminaban a una clientela que casi igualaba el resplandor de las luces.
Frank Hardy, elegante como siempre, se levantó en uno de los reservados para recibir a su amigo. Una camarera apareció en el acto.
– ¿Qué bebes, Lee?
Sawyer acomodó su corpachón en el reservado.
– Bourbon y saliva -gruñó sin alzar la mirada.
– ¿Perdón? -dijo la camarera.
Hardy se echó a reír al ver el asombro de la camarera.
– A su manera un tanto burda mi amigo le ha pedido un bourbon solo. A mí tráigame otro martini.
La camarera se marchó con una expresión resignada.
Sawyer se sopló la nariz y después echó una ojeada al salón.