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Jason se levantó deprisa y caminó hacia los lavabos que acababan de reabrir después de limpiarlos.

Entró en el último reservado, cerró la puerta con el cerrojo y colgó el abrigo en la percha de la puerta; abrió la cartera, sacó una bolsa plegable de gran tamaño y un espejo pequeño. Lo sujetó en la mampara con un imán, adherido en la parte de atrás. A continuación cogió unas gafas oscuras de montura gruesa para reemplazar las suyas de montura de alambre, y un bigote negro. Una peluca de pelo corto negro hacía juego con el bigote. Se quitó la corbata y la americana, las metió en la bolsa y se puso una sudadera de los Washington Huskies. Luego se quitó los pantalones grises y dejó a la vista un pantalón de chándal a juego con la sudadera. El abrigo era reversible y en lugar de color arena se convirtió en azul oscuro. Jason comprobó una vez más su aspecto en el espejo. La cartera, el maletín metálico y el espejo desaparecieron en la bolsa. Dejó el sombrero colgado en la percha. Quitó el cerrojo, salió del reservado y se acercó a uno de los lavabos.

Después de lavarse las manos, Jason contempló su rostro en el espejo. En el reflejo vio al hombre alto y rubio entrar en el reservado que él acababa de abandonar. Jason se tomó unos instantes para secarse bien las manos y atusarse la nueva cabellera. Para entonces el hombre ya había salido del reservado con el sombrero de Jason en la cabeza. Sin el disfraz, Jason y el hombre hubieran pasado por mellizos. Tropezaron al salir de los lavabos. Jason murmuró una disculpa; el hombre ni siquiera le miró. Se alejó a paso rápido con el billete de avión de Jason en el bolsillo de la camisa, mientras Jason guardaba el sobre blanco en un bolsillo del abrigo.

Jason estaba a punto de regresar a su asiento cuando miró hacia la batería de teléfonos públicos. Vaciló un instante y al final fue hasta uno de los teléfonos y marcó un número.

– ¿Sid?

– ¿Jason? -preguntó ella mientras intentaba acabar de vestirse, dar el desayuno a la revoltosa Amy y meter unos carpetas en su maletín-. ¿Qué pasa? ¿Hay demora en el vuelo?

– No, no, saldrá dentro de unos minutos. -Hizo una pausa al ver su nuevo aspecto reflejado en el metal pulido del teléfono. Le daba vergüenza hablar con su esposa disfrazado.

– ¿Pasa algo malo? -le preguntó ella, muy ocupada en ponerle el abrigo a la pequeña.

– No, no. Sólo se me ha ocurrido llamar para saber cómo van las cosas.

El gruñido exasperado de Sidney se oyó con toda claridad.

– Yo te diré cómo van las cosas: se me hace tarde, como siempre tu hija se niega a colaborar, y acabo de darme cuenta de que me he dejado el billete de avión y algunos documentos que necesito en el despacho, con lo cual en lugar de tener media hora de sobra sólo me quedan unos diez segundos.

– Yo… lo siento, Sid. Yo… -Jason sujetó con fuerza la bolsa. Hoy era el último día, y lo repitió: el último día. Si le pasaba alguna cosa, si por algún motivo, a pesar de las precauciones, no conseguía regresar, ella nunca sabría la verdad.

Sidney estaba furiosa. Amy acababa de derramar el bol de cereales sobre su abrigo y buena parte de la leche había ido a parar al maletín con los documentos, mientras ella intentaba sujetar el teléfono debajo de la barbilla.

– Tengo que dejarte, Jason.

– No, Sid, espera. Necesito decirte algo…

Sidney se puso de pie. Su tono no daba lugar a ninguna alternativa mientras contemplaba el desastre provocado por su hija de dos años, que ahora la miraba desafiante alzando la barbilla que se parecía mucho a la suya.

– Jason, lo que sea tendrá que esperar. Yo también tengo que coger un avión. Adiós.

Colgó el teléfono, cogió a la niña, se la puso bien sujeta debajo del brazo y se dirigió a la puerta.

Jason también colgó el teléfono y se volvió. Dejó escapar un suspiro y por enésima vez rezó para que todo saliera de acuerdo con lo planeado. No se fijó en un hombre que miró distraído en su dirección antes de volverse. Un poco antes, el mismo hombre se había cruzado con Jason cuando él se dirigía a los lavabos, lo bastante cerca como para leer la tarjeta de identificación sujeta a la bolsa de viaje. Era un descuido pequeño pero significativo por parte de Jason, porque la tarjeta consignaba su nombre y dirección reales.

Unos minutos más tarde, Jason estaba en la cola de embarque. Sacó el sobre blanco que le había dado el hombre en los lavabos y extrajo el billete que contenía. Se preguntó cómo sería Seattle. Miró a través de la sala a tiempo para ver a su sosia embarcar en el vuelo a Los Ángeles. Entonces Jason vio a otro pasajero del mismo vuelo. Alto, delgado, calvo y una barba abundante en el rostro cuadrado. Las facciones muy expresivas le resultaban conocidas, pero el hombre desapareció por la puerta de embarque antes de que Jason tuviera la ocasión de recordarlo. El joven se encogió de hombros, entregó la tarjeta de embarque y caminó por la pasarela hasta el avión.

Apenas media hora más tarde, mientras el avión en el que viajaba Arthur Lieberman se estrellaba contra el suelo y las espesas columnas de humo ascendían hacia el cielo, a centenares de kilómetros más al norte, Jason Archer bebía un trago de café y abría su ordenador portátil. Con una sonrisa, miró a través de la ventanilla del avión que volaba hacia Chicago. La primera parte del viaje había transcurrido sin problemas, y el capitán acababa de anunciar que el tiempo sería bueno a lo largo de toda la ruta.

Capítulo 5

Sidney Archer tocó la bocina impaciente y el coche que tenía delante aceleró para cruzar el semáforo en verde. Echó un vistazo al reloj del tablero. Tarde como siempre. En un movimiento reflejo miró el espejo retrovisor del Ford Explorer. Amy, con el osito Winnie bien sujeto en una de sus pequeñas manos, dormía profundamente en la silla portabebés. Amy tenía el pelo rubio, la barbilla fuerte y la nariz afilada de la madre. Los picaros ojos azules y mucha de su gracia atlética le venían del padre, aunque Sidney Archer había sido en la universidad uno de los pivots del equipo de baloncesto femenino.

Entró en el aparcamiento cubierto y aparcó el coche delante de un edificio de ladrillos de una sola planta. Se apeó, abrió la puerta trasera del Ford y sacó a Amy de la silla sin olvidarse del osito y la bolsa de la niña. Sidney le subió la capucha del abrigo y protegió del viento frío el rostro de su hija con su abrigo. El cartel encima de las puertas de cristal decía: PARVULARIO DEL CONDADO JEFFERSON.

En el interior, Sidney le quitó el abrigo a Amy, aprovechó la ocasión para limpiar los restos de los cereales, y comprobó el contenido de la bolsa antes de entregársela a Karen, una de las puericultoras. El mono blanco de Karen estaba manchado de cera roja en el pecho, y tenía una mancha de lo que parecía mermelada en la manga derecha.

– Hola, Amy. Tenemos unos juguetes nuevos que te encantará probar. -Karen se arrodilló delante de la niña. Amy la miró con su osito en una mano y el pulgar de la otra en la boca.

– Puré de calabacín y zanahoria, zumo y un plátano -dijo Sidney con la bolsa en alto-. Si se porta muy bien le puedes dar unas patatas fritas y una galleta de chocolate. Déjala dormir la siesta un poco más, Karen, ha pasado mala noche.

Karen le ofreció un dedo a Amy para que se sujetara.

– De acuerdo, señora Archer. Amy siempre se porta bien, ¿no es así?

Sidney se agachó para darle un beso a la niña.

– En eso tienes razón. Excepto cuando no quiere comer, dormir o hacer lo que le dicen.

Karen era madre de un niño de la misma edad de Amy. Las dos madres intercambiaron una sonrisa experta.