– Jeff, no tengo mucho tiempo. Ha ocurrido algo terrible.
– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
– Cuanto menos sepas, mejor. -Sidney hizo una pausa para poner orden en sus pensamientos-. Jeff, te daré un número donde me puedes encontrar ahora mismo. Quiero que vayas a un teléfono público y me llames.
– Caray, son… son más de las dos de la mañana.
– Jeff, por favor, haz lo que te pido.
Después de protestar un poco, Fisher asintió.
– Dame unos cincos minutos. ¿Cuál es el número?
No habían pasado los seis minutos cuando sonó el teléfono. Sidney atendió en el acto.
– ¿Estás en una cabina? ¿Me lo juras?
– Sí. Y me estoy pelando de frío. Ahora dime qué quieres.
– Jerry, tengo la contraseña. Estaba en el correo electrónico de Jason. Yo tenía razón; la envió a una dirección equivocada.
– Fantástico. Ahora podemos leer el archivo.
– No, no podemos.
– ¿Por qué?
– Porque perdí el disquete.
– ¿Qué? ¿Cómo es posible?
– Eso no importa. Está perdido y no puedo recuperarlo. -El desconsuelo de Sidney se reflejaba en su voz. Pensó por un momento. Iba a decirle a Fisher que dejara la ciudad por algún tiempo. Si lo ocurrido en el garaje era un aviso, él podía estar en peligro. Se quedó helada al escuchar las palabras de Fisher.
– Chica, estás de suerte.
– ¿De qué hablas?
– No sólo soy un maniático de la seguridad sino que también tengo miedo. He perdido demasiados archivos en el curso de los años por no haber hecho una copia de seguridad en su momento, Sid.
– ¿Me estás diciendo lo que creo que me dices, Jeff?
– Mientras tú estabas en la cocina y yo intentaba descifrar el archivo -hizo una pausa de efecto-, me tomé la libertad de hacer dos copias. Una en el disco duro y otra en un disquete.
La emoción dejó a Sidney sin palabras. Cuando por fin habló, la repuesta hizo sonrojar a Fisher.
– Te quiero, Jeff.
– ¿Cuándo quieres venir para ver qué oculta ese condenado?
– No puedo, Jeff.
– ¿Por qué no?
– Tengo que abandonar la ciudad. Quiero que me envíes el disquete a la dirección que te voy a dar. Quiero que lo mandes por FedEx. Despáchalo a primera hora, Jeff, en cuanto salgas de casa.
– No lo entiendo, Sidney.
– Jeff, me has ayudado mucho, pero no quiero que lo entiendas. No quiero involucrarte más de lo que ya estás. Quiero que vuelvas a casa, recojas el disquete y después te vayas a un hotel. El Hollyday Inn de Oíd Town está cerca de tu casa. Envíame la factura.
– Sid…
– En cuanto abran la oficina de FedEx de Oíd Town, quiero que envíes el paquete -insistió Sidney-. Después llama a la oficina, diles que prolongarás las vacaciones unos días más. ¿Dónde vive tu familia?
– En Boston.
– Perfecto. Vete a Boston y quédate con ellos. Envíame la factura del pasaje. Vuela en primera clase si quieres, pero vete.
– ¡Sid!
– Jeff, tengo que marcharme dentro de un minuto así que no discutas. Tienes que hacer lo que te he digo. Es la única manera de que estés seguro.
– No es una broma, ¿verdad?
– ¿Tienes un lápiz?
– Sí.
Sidney abrió la agenda.
– Anota esta dirección. Envía el paquete allí. -Le dio la dirección de sus padres y el número de teléfono en Bell Harbor, Maine-. Lamento mucho haberte mezclado en todo esto, pero eres la única persona que podía ayudarme. Gracias. -Sidney colgó el auricular.
Fisher colgó el teléfono, miró con atención a su alrededor, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Se disponía a aparcar cuando vio una furgoneta negra. Aguzó la mirada y alcanzó a ver a los dos figuras sentadas en el asiento delantero del vehículo. En el acto se le aceleró la respiración. Dio la vuelta en U y se dirigió otra vez hacia el centro de Oíd Town. No miró a los ocupantes de la furgoneta cuando pasó junto a ella. Por el espejo retrovisor vio que el vehículo imitaba su maniobra y lo seguía.
Fisher aparcó delante de un edificio de dos plantas. Miró el cartel luminoso: CYBER@CHAT. Fisher era amigo del dueño e incluso le había ayudado a montar el sistema de ordenadores que ofrecía el local.
El bar estaba abierto toda la noche y con razón. Incluso a esta hora estaba casi lleno. La mayoría de los parroquianos eran estudiantes que no tenían que levantarse temprano para ir al trabajo. Sin embargo, en lugar de una música estruendosa, clientes vocingleros y el ambiente lleno de humo (no se podía fumar porque el humo afectaba a los ordenadores), sólo se escuchaban los sonidos de los juegos de ordenador y las discusiones apasionadas pero siempre en voz baja sobre lo que aparecía en las pantallas. También aquí se ligaba, y los hombres y las mujeres se paseaban en busca de compañía.
Fisher encontró a su amigo detrás de la barra y le pidió ayuda. Después de pasarle con disimulo el papel con la dirección que Sidney le había dictado fue a sentarse delante de uno de los ordenadores mientras el propietario iba a su despacho. Mientras esperaba, Fisher miró a través de la ventana en el momento en que la furgoneta negra aparcaba en un callejón delante mismo del local. El joven volvió a mirar la pantalla.
Una camarera le trajo una botella de cerveza y un plato de cacahuetes. Junto al plato colocó una servilleta de tela. Escondido en los pliegues de la servilleta había un disquete en blanco. Fisher se hizo con el disquete y se apresuró a meterlo en la disquetera. Tecleó su contraseña y se oyó el pitido de la conexión telefónica del módem. En menos de un minuto había conectado con el ordenador de su casa. Tardó treinta segundos en copiar los archivos de Sidney. Volvió a mirar por la ventana. La furgoneta seguía allí.
La camarera se acercó una vez más a la mesa para preguntarle si deseaba algo más. En la bandeja traía un sobre de FedEx con la dirección de Bell Harbor en la etiqueta. Fisher miró por la ventana. Esta vez vio que a unos metros del callejón, dos agentes de policía habían aparcado sus coches y se habían apeado para charlar un rato. En el momento en que la camarera iba a recoger el disquete, cosa que formaba parte del plan pergeñado con el dueño del local, Fisher meneó la cabeza. Acababa de recordar la advertencia de Sidney. No quería involucrar a sus amigos sin necesidad y ahora quizá podría evitarlo. Le susurró algo a la joven, que se marchó con el sobre vacío de vuelta al despacho. Volvió al cabo de un par de minutos con otro sobre. Fisher lo miró y no pudo evitar una sonrisa al ver el franqueo. Su amigo había calculado con mucha generosidad el valor necesario para enviar el paquete certificado y con acuse de recibo; no lo devolverían por franqueo insuficiente. No era tan rápido como el FedEx, pero era la mejor solución dadas las circunstancias. Fisher metió el disquete en el sobre, lo cerró y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Después pagó la cuenta y dejó una buena propina para la camarera. Se mojó el rostro y la ropa con un poco de cerveza, y se acabó el resto.
Mientras salía del bar y caminaba hacia el coche, se encendieron los faros y se oyó el ruido del motor que arrancaba. Fisher comenzó a caminar con paso tambaleante al tiempo que cantaba a voz en grito. Los dos policías se volvieron para mirarlo. Fisher les dirigió un efusivo saludo y una reverencia antes de meterse en el coche, ponerlo en marcha y dirigirse en dirección contraria hacia donde estaban los policías.
Cuando pasó junto a los agentes a toda velocidad, los policías subieron a sus coches e iniciaron la persecución. La furgoneta los siguió a una distancia pero dio la vuelta y se alejó en el momento en que los coches de la policía alcanzaron a Fisher. Los agentes no vacilaron en esposarlo y llevarlo a comisaría acusado de conducir borracho.
– Tío, espero que tengas un buen abogado -le dijo uno de los policías.
La respuesta de Fisher fue completamente lúcida y con mucho humor.
– En realidad, conozco a los mejores, agente.
En la comisaría, le tomaron las huellas digitales y le hicieron entregar sus pertenencias personales. Tenía derecho a una llamada telefónica. Antes de llamar, le pidió un favor al sargento de guardia. Un minuto más tarde, Fisher contempló complacido cómo el sargento echaba el paquete en el buzón de la comisaría. El «correo caracol». Si sus amigos informáticos lo vieran. Comenzó a silbar mientras caminaba hacia el calabozo. No era sensato intentar pasarse de listo con un hombre del MIT.