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De pronto se puso pálido. A menos que no fuera su esposa la que había llamado. A la vista de las circunstancias tan extrañas, Jason llegó a la conclusión de que Sidney no había hecho la llamada. En un gesto instintivo miró a su alrededor. La mayoría de los pasajeros miraban la película.

Se arrellanó en el asiento y removió el café con la cucharilla de plástico. Las azafatas estaban retirando las bandejas de la comida y ofrecían almohadas y mantas. La mano de Jason se cerró protectora alrededor del asa de la cartera. Echó una ojeada al ordenador portátil metido debajo del asiento. Quizá habían cancelado el viaje; sin embargo, Gamble ya estaba en Nueva York y Jason sabía que nadie cancelaba una reunión con Nathan Gamble. Además, el trato con CyberCom pasaba por un momento crítico.

Se apretó todavía más contra el asiento, sin dejar de jugar con el mensáfono como si fuese una bola de plastilina. ¿Qué pasaría si llamaba a la oficina de su esposa? ¿Desviarían la llamada a Nueva York? ¿Tenía que llamar a casa y escuchar los mensajes? En este momento, para concretar cualquiera de las opciones necesitaba utilizar el teléfono móvil. En la cartera llevaba un modelo nuevo con los últimos adelantos en materia de seguridad y codificación; sin embargo, los reglamentos aéreos le prohibían utilizarlo. Tendría que emplear uno suministrado por la compañía aérea, en cuyo caso debería usar la tarjeta de crédito o la de teléfonos. Y esta no era una línea segura porque habría la posibilidad, por remota que fuera, de localizarlo. Por lo menos, dejaría un rastro. Se suponía que él viajaba a Los Ángeles y, en cambio, se encontraba a diez mil metros de altura sobre Denver, Colorado, camino de la costa noroeste. Este tropiezo inesperado ponía en peligro todo lo planeado. Esperaba que no fuese un anticipo de males futuros.

Jason volvió a mirar el mensáfono. El SkyWord ofrecía un servicio de titulares y noticias de última hora varias veces al día. La información política y financiera que aparecía en estos momentos en la pantalla no le interesaba en lo más mínimo. Volvió a darle vueltas al tema de la llamada durante unos minutos más hasta que, finalmente, borró el mensaje y se colocó los audífonos. Sin embargo, su atención estaba muy lejos de lo que pasaba en la pantalla.

Sidney cruzó a la carrera la atestada terminal de La Guardia, con las dos maletas golpeando contra sus piernas. No vio al joven hasta que casi chocó contra ella.

– ¿Sidney Archer? -Tenía unos veintitantos años. Vestía un traje negro y corbata, y una gorra de chófer cubría el pelo castaño ondulado. Ella se detuvo y le miró con los ojos opacos, con el miedo oprimiéndole la garganta mientras esperaba que él le diera la terrible noticia. Entonces vio el cartel que él llevaba en la mano y se le aflojaron todos los músculos. El bufete había enviado un coche para llevarla a las oficinas de Manhattan. Lo había olvidado. Asintió lentamente mientras la sangre volvía a circular por sus venas.

El joven cogió una de las maletas y la guió hacia la salida.

– Me dieron su descripción en la oficina. Es lo mejor, porque a veces la gente no ve el cartel. Todo el mundo se mueve deprisa por aquí, preocupados, ya sabe. Hace falta tener toda la información posible. El coche está aparcado aquí mismo. Será mejor que se abroche bien el abrigo, hace mucho frío.

Sidney vaciló al pasar por delante del mostrador de embarque. Largas colas salían de los mostradores de las compañías mientras los viajeros nerviosos intentaban valientemente mantenerse un paso por delante de las exigencias de un mundo que parecía superar cada vez más las capacidades humanas. Echó un rápido vistazo a la terminal en busca de algún empleado de línea aérea. Lo único que vio fue a los mozos que empujaban tranquilamente los carretones cargados con las maletas ajenos a la histeria de los pasajeros. Era caótico, pero era un caos normal. Eso era una buena señal, ¿no? El chófer la miró.

– ¿Todo en orden, señora Archer? ¿Se encuentra bien? -La palidez de Sidney había aumentado en los últimos segundos-. Tengo Tylenol en la limusina. Se recuperará de inmediato. Yo también me mareo en los aviones. Todo ese aire reciclado. En cuanto respire un poco de aire fresco se le pasará. Eso si se puede llamar fresco al aire de Nueva York.

Sonrió, pero su sonrisa desapareció en el acto cuando Sidney se alejó a la carrera.

– ¿Señora Archer? -Fue tras ella.

Sidney había abordado a una mujer de uniforme cuyas placas e insignias la identificaban como empleada de American Airlines, y sólo tardó unos segundos en formularle sus preguntas. La joven le miró asombrada.

– No tengo ninguna noticia -respondió la empleada en voz baja para no alarmar a los transeúntes-. ¿Quién se lo dijo? -La mujer sonrió al escuchar la respuesta de Sidney. El chófer se había reunido con ellas-. Acabo de salir de una reunión informativa, señora. Si algo así le hubiera ocurrido a uno de nuestros aparatos, lo sabríamos. Confíe en mí.

– Pero ¿y si acabara de pasar? Quiero decir… -La voz de Sidney comenzó a subir de tono.

– Señora, no ha pasado nada. De verdad. No hay nada de qué preocuparse. Volar es la forma más segura de viajar.

La mujer estrechó con fuerza la mano de Sidney, miró al chófer con una sonrisa de ánimo y se marchó.

Sidney se quedó quieta durante unos momentos con la mirada puesta en la mujer que se alejaba. Después inspiró con fuerza, echó una ojeada a su alrededor y sacudió la cabeza desconsolada. Caminó una vez más hacia la salida al tiempo que miraba al chófer como si le viera por primera vez.

– ¿Cómo se llama?

– Tom, Tom Richards. La gente me llama Tommy.

– Tommy, ¿hace mucho que está aquí?

– Una media hora. Me gusta llegar temprano. Los pasajeros no quieren tener problemas de transporte y yo se lo evito si puedo.

Llegaron a la salida y un viento helado azotó el rostro de Sidney. Por un momento se tambaleó y Tommy la cogió de un brazo.

– Señora, no tiene buena cara. ¿Quiere que la lleve al médico?

Sidney recuperó el equilibrio.

– Estoy bien. Vamos al coche.

El chófer se encogió de hombros y Sidney le siguió hasta la resplandeciente limusina negra. Tommy le abrió la puerta.

Sidney se recostó en el asiento y realizó varias inspiraciones profundas. Tommy se sentó al volante y arrancó el motor.

– Perdone -dijo mientras miraba a la pasajera por el espejo retrovisor. No quiero ser pesado, pero ¿está segura de que se encuentra bien?

– Estoy bien, gracias -contestó con una sonrisa forzada.

Volvió a inspirar muy hondo, se desabrochó el abrigo, se alisó la falda y cruzó las piernas. En el interior del coche hacía mucho calor y después del frío que acababa de pasar, la verdad era que no se encontraba muy bien. Miró la nuca del chófer.

– Tommy, ¿ha escuchado algún comentario sobre algún accidente de avión? ¿Mientras esperaba en el aeropuerto, o en las noticias?

– ¿Accidente? -Tommy enarcó las cejas-. No he escuchado nada. Y llevo escuchando la radio toda la mañana. ¿Quién dice que se ha estrellado un avión? Eso es una locura. Tengo amigos en casi todas las líneas aéreas. Me lo hubiesen dicho.

La miró con desconfianza, como si de pronto no estuviese muy seguro de la cordura de la pasajera.

Sidney no respondió sino que se arrellanó en el asiento. Cogió el teléfono móvil del coche y marcó el número de las oficinas locales de Tylery Stone. Miró la hora. Era temprano. La reunión estaba fijada para las once. Maldijo en silencio a George Beard. Sabía que las posibilidades de que su marido hubiese sufrido un accidente aéreo eran de una entre varios millones, un supuesto accidente del que, hasta el momento, sólo un viejo aterrorizado parecía tener conocimiento. Sacudió la cabeza y sonrió. Todo el asunto era absurdo. Jason estaría trabajando en su ordenador portátil después de comer y tomar una segunda taza de café, o, lo más probable, mirando la película. Seguramente, el mensáfono de su marido dormía el sueño de los justos en la mesita de noche. Le metería una bronca cuando él volviera a casa. Jason se reiría de ella cuando le contara la historia. Pero eso sería estupendo. Ahora mismo se moría de ganas por escuchar esa risa.