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– Siento mucho lo de su marido. -Sidney era consciente de una manera difusa de lo incómodo que parecía Gamble. Movía las manos constantemente como si quisiera seguir sus velocísimos procesos mentales.

Sidney lo miró al tiempo que tomaba otro trago de coñac.

– Gracias -dijo con voz trémula.

– En realidad, no le conocía personalmente. Es algo difícil en una compañía tan grande como Tritón. Caray, creo que apenas conozco a la décima parte de los ejecutivos. -Gamble suspiró y, como si de pronto hubiese descubierto el baile incesante de sus manos, las apoyó en los muslos-. Desde luego, conocía su reputación y que ascendía deprisa. Según todos los informes, su carrera prometía mucho.

Sidney se encogió un poco al escuchar las palabras. Recordó la noticia que le había dado Jason aquella misma mañana. Un nuevo trabajo, una nueva vicepresidencia, una nueva vida para todos ellos. ¿Y ahora? Se bebió el coñac de un trago y consiguió a duras penas contener un sollozo. Al levantar la mirada vio que Gamble la observaba con mucha atención.

– Más vale que se lo diga ahora, aunque sé que no es el mejor momento. -Gamble hizo una pausa sin desviar la mirada. Sidney se preparó; sus manos apretaron instintivamente los brazos de la butaca mientras hacía lo imposible para no temblar. Se tragó el nudo que tenía en la garganta. Había desaparecido la ternura en los ojos del presidente.

– Su marido viajaba en un avión a Los Ángeles. -Gamble se humedeció los labios en un gesto nervioso y se inclinó hacia la mujer-. No estaba en casa. -Sidney asintió inconsciente, como si supiera muy bien cuál sería la próxima pregunta-. ¿Lo sabía?

Por un momento fugaz, Sidney tuvo la sensación de estar moviéndose entre las nubes sin la ayuda de un avión de veinticinco millones de dólares. El tiempo pareció suspenderse, pero en realidad sólo pasaron unos segundos antes de dar su respuesta. «No.» Nunca le había mentido antes a un cliente; la palabra escapó de sus labios antes de que se diera cuenta. Estaba segura de que él no le creería. Pero ahora ya era demasiado tarde para retroceder. Gamble escrutó sus facciones durante un momento, y luego se echó hacia atrás. Permaneció inmóvil, en apariencia satisfecho de haber dejado clara su postura. De pronto, palmeó el brazo de Sidney y se puso de pie.

– Cuando aterricemos, mi limusina la llevará a su casa. ¿Tiene hijos?

– Una niña. -Sidney lo miró, asombrada de que el interrogatorio hubiese acabado de forma tan repentina.

– Dele al chófer la dirección y él irá a recogerla. ¿Está en la guardería? -Sidney asintió. Gamble meneó la cabeza-. En estos tiempos todos los niños van a la guardería.

Sidney pensó en los planes de quedarse en casa para criar a Amy. Ahora se había quedado sola. La revelación la mareó. De no haber estado Gamble con ella, se habría caído al suelo. Alzó la mirada y vio que el hombre no dejaba de mirarla mientras se pasaba la mano por la frente.

– ¿Necesita algo más?

Ella tuvo la fuerza necesaria para alzar la copa vacía.

– Gracias, esto ayuda bastante.

– Es lo bueno de la bebida. -Gamble cogió la copa. Hizo el movimiento de marcharse, pero se detuvo-. Tritón se preocupa de sus empleados, Sidney. Si necesita cualquier cosa, dinero, los arreglos para el funeral, ayuda con la casa o la niña, o lo que sea, tenemos gente que se ocupa. Llámenos.

– Lo haré. Gracias.

– Y si necesita hablar sobre… este asunto -enarcó las cejas de una manera sugerente- ya sabe dónde encontrarme.

Se marchó, y Richard Lucas volvió a ocupar su puesto de vigilancia sin decir palabra. Sidney volvió a cerrar los ojos sin dejar de estremecerse. El avión continuaba el viaje. Lo único que deseaba era abrazar a su hija.

Capítulo 11

El hombre, sentado en el borde de la cama, se quitó la ropa hasta quedarse en calzoncillos. En el exterior, todavía no había salido el sol. Tenía el cuerpo musculoso. En el bíceps izquierdo llevaba el tatuaje de una serpiente enroscada. Junto a la puerta del dormitorio había tres maletas. En una pequeña bolsa de cuero colocada sobre una de las maletas estaban el pasaporte norteamericano, un fajo de billetes de avión, dinero en efectivo y los documentos de identidad que le habían prometido. Una vez más volvería a cambiar de nombre; no sería la primera vez en su larga vida delictiva.

Ya no volvería a repostar aviones. Tampoco necesitaría trabajar nunca más. La transferencia electrónica de fondos a la cuenta en el extranjero había sido confirmada. Ahora disponía de la riqueza que le había eludido hasta el presente a pesar de sus esfuerzos. Incluso pese a su larga experiencia criminal, le temblaban un poco las manos mientras sacaba de un golpe la peluca, las gafas con cristales color turquesa y las lentillas. Aunque probablemente pasarían semanas antes de que nadie dedujera lo que había pasado, en su trabajo siempre se pensaba en la peor de las situaciones. Lo correcto era escapar ahora mismo y lo más lejos posible. Estaba bien preparado para hacer las dos cosas con la rapidez y eficacia de un experto.

Repasó los últimos acontecimientos. Había tirado el recipiente de plástico al río Potomac después de vaciar el resto del contenido; nunca lo encontrarían. No había huellas dactilares, ninguna prueba tangible. Si encontraban alguna cosa que lo relacionara con el sabotaje del avión, él ya estaría muy lejos. Además, el nombre que había empleado en los últimos dos meses los llevaría a un callejón sin salida.

Había matado antes, pero desde luego nunca a una escala tan enorme e impersonal. Siempre había tenido una razón para matar: si no una propia, otra suministrada por aquel que lo contrataba. Esta vez, la cantidad y el completo anonimato de las personas asesinadas le remordían un poco la conciencia. No había esperado a ver quiénes subían al aparato. Le habían pagado para hacer un trabajo y lo había hecho. Utilizaría la enorme cantidad de dinero a su disposición para olvidar cómo lo había ganado. Calculaba que no tardaría mucho.

Se sentó delante del espejo colocado sobre una mesa en el dormitorio. La peluca transformó el pelo oscuro en rubio ondulado. Un traje nuevo, de una elegancia que no tenía nada que ver con el que acababa de quitarse, estaba colgado de una percha en el pomo de la puerta. Ahuecó la palma de la mano y agachó la cabeza para colocarse las lentillas que cambiarían sus ojos de color castaño en otros de un azul vivo.

Levantó la cabeza para comprobar el efecto en el espejo y notó el contacto del cañón de una Sig P229 colocado directamente en la base de su nuca. Con la percepción agudizada que acompaña al pánico, se fijó en que el silenciador casi doblaba el largo del cañón de la pistola.

Su asombro sólo duró una fracción de segundo mientras sentía el contacto del metal contra la piel, y veía los ojos oscuros y la línea firme de la boca reflejados en el espejo. A menudo, él también había tenido la misma expresión antes de cometer un asesinato. Acabar con la vida de otra persona siempre había sido para él un asunto muy serio. Ahora miraba a través del espejo cómo otro rostro realizaba los mismos gestos. Entonces vio sorprendido como las facciones de la persona que estaba a punto de matarlo mostraban primero una expresión de furia y después de profundo desprecio, emociones que él nunca había sentido en medio de una ejecución. Abrió mucho los ojos mientras observaba el dedo que oprimía el gatillo. Movió los labios para decir algo, quizás una maldición, pero no llegó a pronunciarla, porque la bala le destrozó el cerebro. Se bamboleó por la fuerza del impacto y después cayó de bruces sobre la mesa. El asesino arrojó el cuerpo en el pequeño espacio entre la cama y la pared, y a continuación descargó las once balas restantes contra el torso desnudo. Aunque el corazón de la víctima ya no bombeaba, manchas de sangre oscura aparecieron en cada uno de los orificios como minúsculos pozos de petróleo. Agotada la munición, el hombre arrojó la pistola junto al cadáver.