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– Se acabó, cariño, mamá ya está bien. Basta de llorar.

Sidney recogió unos cuantos juguetes de la bañera para Amy, y mientras la niña se entretenía, aprovechó para darse una ducha y cambiarse. Se vistió con una falda larga y un jersey de cuello alto.

Los padres de Sidney se presentaron puntualmente a las nueve. La maleta de Amy ya estaba preparada y la niña lista para la marcha. Caminaron hasta el coche. El padre de Sidney llevaba la maleta de Amy y la niña iba de la mano de su abuela.

Bill Patterson pasó un brazo robusto por los hombros de su hija. Los ojos hundidos y la espalda un tanto encorvada eran una muestra del dolor que le producía la tragedia.

– Demonios, cariño, no me lo puedo creer. Hace sólo dos días que hablé con él. Este año íbamos a ir a pescar en el hielo. En Minnesota. Los dos solos.

– Lo sé, papá, me lo dijo. Estaba muy entusiasmado.

Sidney se encargó de sujetar a la niña en la silla mientras el abuelo cargaba la maleta. Le dio el osito de peluche y después la besó con ternura.

– Te veré muy pronto, muñequita. Mamá te lo promete.

Sidney cerró la puerta. Su madre la cogió de la mano.

– Sidney, por favor, ven con nosotros. No está bien que te quedes aquí sola. Por favor.

– Necesito estar sola un tiempo, mamá -contestó Sidney, y le apretó la mano-. Necesito pensar las cosas a fondo. No tardaré mucho. Uno o dos días, y después iré a casa.

La madre la miró durante unos segundos y luego la abrazó con todas las fuerzas de que era capaz su cuerpo menudo. Cuando subió al coche, las lágrimas le corrían por las mejillas.

Sidney miró cómo su padre hacía la maniobra y encaraba hacia la calle. A través de la ventanilla trasera vio a Amy con su adorado osito bien sujeto en una mano y el pulgar de la otra metido en la boca. El coche aceleró y unos segundos después torció en la primera esquina y desapareció.

Sidney regresó a la casa con el paso lento e inseguro de una mujer mayor. De pronto se le ocurrió una idea. Con nuevos bríos, entró a la carrera.

Marcó el número de información para el área de Los Ángeles y consiguió el teléfono de AllegraPort Technology. Mientras marcaba el número, se preguntó cómo era que ellos no habían llamado cuando Jason no se presentó. No había ningún mensaje de su parte en el contestador automático. Este hecho tendría que haberla preparado para la respuesta de AllegraPort, pero no lo estaba.

Después de hablar con tres personas diferentes de la compañía, colgó el teléfono y miró atontada la pared de la cocina. A Jason no le habían ofrecido una vicepresidencia en AllegraPort. En realidad, ellos ni siquiera sabían quién era. Sidney se dejó caer sentada en el suelo, encogió las piernas, y, con las rodillas apretadas contra el pecho, se echó a llorar desconsoladamente. La volvieron a invadir las mismas sospechas de antes; la rapidez de su retorno amenazaba con romper los últimos vínculos con la realidad. Se levantó, abrió el grifo del fregadero y metió la cabeza debajo del chorro. El agua helada la reanimó en parte. Con paso inseguro llegó hasta la mesa y se cubrió el rostro con las manos. Jason le había mentido. Eso era indiscutible. Jason estaba muerto. Eso también era indiscutible. Y al parecer, nunca descubriría la verdad. Mientras pensaba esto, dejó de llorar y miró el patio trasero a través de la ventana. Jason y ella habían plantado flores, arbustos y árboles en el transcurso.de los dos últimos años. Habían trabajado juntos de la misma manera que hacían todo lo demás en su matrimonio: con un objetivo común. A pesar de toda la incertidumbre que experimentaba en esos momentos, había una verdad sagrada. Jason la había querido a ella y a Amy. Ella descubriría lo que le había impulsado a mentir, a subir a un avión condenado en lugar de quedarse en casa y entretenerse pintando las paredes de la cocina. Sabía que las razones de Jason serían inocentes. El hombre al que conocía íntimamente y amaba con todo su corazón no era capaz de ninguna maldad. Dado que a él le habían arrancado de su lado, lo menos que ella podía hacer era averiguar por qué había abordado aquel avión, se lo debía. En cuanto recuperara el equilibrio mental, se dedicaría a ese objetivo con alma y vida.

Capítulo 12

El hangar del aeropuerto regional era pequeño. En las paredes estaban colgadas las herramientas; había pilas de cajas por todas partes. Las baterías de focos instaladas en el techo iluminaban el interior con una luz sin sombras. El viento sacudía las paredes metálicas y el ruido del granizo contra la estructura era ensordecedor. El olor de gasolina inundaba el lugar.

Cerca de la entrada, sobre el suelo de cemento, había un enorme objeto metálico. Eran los restos torcidos y muy deformados del ala de estribor del vuelo 3223, con el motor y el soporte intactos. Habían aterrizado en medio de un bosque, directamente encima de un roble centenario de treinta metros de altura, al que había hendido por la mitad. Por un milagro, el combustible no se había incendiado. La mayoría de la carga probablemente se había perdido cuando se habían roto el tanque y los conductos, y el árbol había amortiguado parte del impacto. Los restos habían sido traídos hasta el hangar en un helicóptero.

Un pequeño grupo de hombres estaba junto al ala. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire gélido y las gruesas cazadoras los mantenían calientes. Utilizaban linternas para iluminar los bordes irregulares del ala en el punto donde había sido arrancada del fuselaje. La barquilla que albergaba la turbina de estribor aparecía aplastada en parte y la capota del lado derecho estaba hundida. La revisión del motor había descubierto graves daños en los álabes, una prueba clara de un desequilibrio importante en el flujo de aire mientras la turbina funcionaba. El «desequilibrio» fue fácil de identificar. La turbina se había tragado una gran cantidad de restos que habían roto las palas y detenido el motor aunque había continuado sujeto al fuselaje.

La atención de los hombres reunidos junto al ala se centraba en el lugar donde se había separado del fuselaje. Los bordes irregulares aparecían quemados y ennegrecidos y, lo más importante, el metal se torcía hacia fuera, como reventado, con cortes y picaduras en la plancha. Las causas que podían provocar estas señales no eran muchas y, entre ellas, el estallido de una bomba parecía la más probable. Cuando Lee Sawyer había visto el ala, lo primero que había llamado su atención era esa zona.

George Kaplan meneó la cabeza con una expresión de disgusto.

– Tienes razón, Lee. Los cambios en el metal sólo pueden haber sido provocados por una onda expansiva tremenda pero de muy corta duración. Algo explotó aquí dentro. Es para cabrearse. Instalamos detectores en los aeropuertos para que ningún cabrón pueda meter un arma o una bomba a bordo, y ahora esto. ¡Joder!

Lee Sawyer se acercó un poco más y se arrodilló junto al borde del ala. Aquí estaba él, a punto de cumplir los cincuenta años, con casi veinticinco de servicio en el FBI, y una vez más le tocaba revisar los catastróficos resultados de la locura humana.

Había trabajado en el desastre de Lockerbie, una investigación de proporciones gigantescas que había conseguido atrapar a los culpables a partir de las pruebas microscópicas obtenidas de los restos del vuelo 103 de Pan American. En las explosiones aéreas las pistas nunca eran «grandes». Al menos eso era lo que el agente especial Sawyer había creído hasta ahora.

Paseó la mirada por los restos sin perder detalle antes de fijarse una vez más en el hombre de la NTSB.

– Así, a primera vista, ¿cuáles te parecen las explicaciones más probables, George?

Kaplan se rascó la barbilla con expresión ausente.

– Sabremos mucho más cuando recuperemos las cajas negras, pero tenemos un resultado claro: el ala se desprendió del avión. Sin embargo, estas cosas no suceden porque sí. No estamos muy seguros de cuándo ocurrió, pero el radar indicó que una parte grande del avión, ahora sabemos que fue el ala, se desprendió en pleno vuelo. Desde luego, cuando ocurrió no había ninguna posibilidad de recuperación. La primera explicación sería algún tipo de fallo estructural por culpa de un diseño defectuoso. Pero el L800 es lo más nuevo en aeronáutica y el fabricante es uno de los líderes del sector, así que las posibilidades de esa clase de fallo son tan remotas que no perdería el tiempo en investigarlo. Después tenemos la fatiga del metal. Pero este avión apenas si había hecho dos mil ciclos: despegues y aterrizajes; era prácticamente nuevo. Además, de los accidentes por fatiga del metal que hemos visto en el pasado la parte afectada siempre era el fuselaje porque, al parecer, la constante contracción expansión de la cabina por la presurización y despresurización de la cabina contribuye al problema. Las alas no están presurizadas. Así que eliminemos la fatiga del metal. Echemos una ojeada a las condiciones ambientales. ¿Un rayo? Los aviones son alcanzados por rayos mucho más de lo que la gente cree. Sin embargo, los aviones están equipados para ese problema, y como el rayo necesita un contacto en tierra para hacer daño en serio, lo más que le puede pasar a un avión en vuelo son algunas quemaduras en la cubierta. Además, no se han recibido informes de rayos en la zona durante la mañana del accidente. ¿Pájaros? Muéstrame un pájaro que vuele a doce mil metros de altura y que sea lo bastante grande como para arrancarle un ala a un L800 y ya hablaremos. Y tampoco chocó contra otro avión. De eso estoy seguro.