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– En algunas secciones del tanque la respuesta sería sí. Pero no es así en otras, incluida ésta donde tenemos el agujero.

– De acuerdo, si lo derribaron como tú dices, y ahora mismo creo que tienes razón, tendremos que buscar a todos los que tuvieron acceso al aparato al menos durante las veinticuatro horas anteriores a su último vuelo. Habrá que ir con pies de plomo. Parece un trabajo interno, así que no debemos espantarlo. Si hay alguien más involucrado, quiero pillar hasta el último hijo de puta.

Sawyer y Kaplan volvieron a sus coches. El hombre de la NTSB miró al agente especial.

– Te veo muy dispuesto a aceptar mi teoría del sabotaje, Lee.

Sawyer conocía un factor que hacía mucho más creíble la posibilidad de un atentado.

– Tendremos que conseguir las pruebas -replicó sin mirar a su amigo-. Pero, sí, creo que tienes razón. Pensé lo mismo en cuanto encontraron el ala.

– ¿Por qué diablos haría alguien algo así? Entiendo que los terroristas secuestren o atenten contra un vuelo internacional, pero éste era un maldito vuelo interior. No lo entiendo.

Sawyer le detuvo justo en el momento en que Kaplan iba a subir al coche.

– Quizá te parezca más lógico si quieres matar a un tipo determinado y de una manera espectacular.

– ¿Derribar todo un avión para matar a un tipo? -exclamó Kaplan, incrédulo-. ¿Quién coño estaba a bordo?

– ¿Te suena el nombre de Arthur Lieberman?

Kaplan pensó unos segundos sin resultado.

– Me suena como muy conocido, pero no sé de qué.

– Verás, si fueses un alto ejecutivo de un banco de inversiones, agente de Bolsa, o uno de los congresistas que forman parte del comité de economía y finanzas, lo sabrías. En realidad, era la persona más poderosa de Estados Unidos, quizá del mundo entero.

– Creía que la persona más poderosa de este país era el presidente.

– No -le corrigió Sawyer con una sonrisa severa-. Era Arthur Lieberman, el tipo con la S de Superman en el pecho.

– ¿Quién era?

– Arthur Lieberman era el presidente de la Reserva Federal. Ahora es una víctima de homicidio junto con otras ciento ochenta más. Y tengo la corazonada de que era él el único al que querían matar.

Capítulo 13

Jason Archer no sabía dónde estaba. El viaje en la limusina le había parecido eterno, y DePazza, o como se llamase de verdad, le había vendado los ojos. El cuarto donde se encontraba era pequeño. Había una gotera en un rincón y el aire olía a moho. Se sentó en una silla desvencijada delante de la única puerta. No había ventanas. La única luz provenía de una bombilla colgada del techo. Le había quitado el reloj, así que no sabía qué hora era. Los secuestradores le traían comida a intervalos muy irregulares, cosa que dificultaba hacer un cálculo aproximado del tiempo transcurrido.

Una de las veces, cuando le trajeron la comida, Jason había visto en la habitación contigua, que era idéntica a la que ocupaba, su ordenador portátil y el teléfono móvil sobre una mesita al lado de la puerta. Le habían quitado la maleta plateada. Ahora estaba convencido de que no había habido nada en ella. Comenzaba a ver claro lo que estaba pasando. ¡Caray, menudo gilipollas! Pensó en su esposa y en su hija, y deseó con desesperación estar con ellas otra vez. ¿Qué pensaría Sidney de lo que le había ocurrido? Apenas si conseguía comprender las emociones que debía sentir en estos momentos. Si él le hubiese dicho la verdad… Ahora podría ayudarle. Suspiró. El problema estaba en que decirle cualquier cosa la hubiese puesto en peligro. Eso era algo que él nunca haría, aunque significase no volver a verla nunca más. Se enjugó las lágrimas mientras aceptaba la idea de la separación eterna. Se levantó y estiró los músculos.

Todavía no estaba muerto, si bien la catadura de sus captores no daba pie a muchas esperanzas. No obstante, a pesar de las precauciones habían cometido un error. Jason se quitó las gafas, las dejó en el suelo y las aplastó con el tacón del zapato. Recogió uno de los trozos de cristal, lo sujetó entre los dedos, se acercó a la puerta y golpeó.

– Eh, ¿pueden darme algo de beber?

– Calla. -La voz sonó enojada. No era DePazza, sino el otro hombre.

– Escucha, maldita sea, tengo que tomar un medicamento y necesito algo con qué tragarlo.

– Prueba con la saliva. -Era la misma voz. Jason oyó una carcajada.

– Las píldoras son demasiado grandes -gritó Jason, con la esperanza de que alguien más pudiera oírle.

– Jódete.

Jason oyó cómo su interlocutor pasaba las páginas de una revista.

– Fantástico, no me las tomo y me muero aquí mismo. Son para la presión alta y ahora mismo la mía está al máximo.

Se oyó el ruido de una silla y el tintineo de unas llaves.

– Apártate de la puerta.

Jason lo hizo, pero no se alejó mucho. Se abrió la puerta. El hombre tenía las llaves en una mano y en la otra empuñaba una pistola.

– ¿Dónde tienes las píldoras? -preguntó con una mirada de desconfianza.

– En la mano.

– Muéstramelas.

Jason meneó la cabeza.

– No me lo creo.

Mientras avanzaba, abrió la mano y la extendió. El hombre desvió la mirada y Jason aprovechó el descuido para descargar un puntapié contra la mano del hombre y la pistola voló por los aires.

– ¡Mierda! -chilló el pistolero.

Se lanzó sobre Jason, que lo recibió con un gancho perfecto. El fragmento de cristal alcanzó al hombre en la mejilla. Soltó un aullido de dolor y retrocedió tambaleándose, con el rostro lleno de sangre que manaba de la herida con los bordes desgarrados.

El hombre era grande, pero hacía mucho que los músculos habían comenzado a convertirse en grasa. Jason lo atacó con la fuerza de un martinete, y lo arrinconó contra la pared. La pelea duró hasta que Jason consiguió hacerlo girar y estrellarle la cara contra el muro. Otro golpe idéntico y dos tremendos puñetazos en los riñones bastaron para que el hombre cayera al suelo inconsciente.

Jason recogió la pistola y se lanzó al otro cuarto. Con la mano libre recogió el ordenador y el teléfono móvil. Se detuvo un segundo para orientarse, vio otra puerta y se apresuró.

Hizo una pausa para habituar los ojos a la oscuridad. Masculló una palabrota. Estaba en la misma nave, o en otra idéntica. Quizás el viaje en coche sólo había consistido en dar vueltas a la manzana. Bajó la escalera con mucho cuidado. La limusina no estaba a la vista. De pronto, oyó un ruido procedente del lugar de donde había venido. Corrió hacia la puerta levadiza y buscó desesperado el botón para abrirla. Volvió la cabeza al oír que alguien corría. Él también corrió hacia el extremo opuesto de la nave. Se ocultó detrás de una pila de bidones, dejó la pistola en el suelo y abrió el ordenador.

Su ordenador era un último modelo con módem incorporado. Encendió el aparato y conectó el teléfono móvil al módem. Sudaba a mares mientras esperaba que el ordenador realizara las operaciones de arranque. Utilizó el ratón para dar las órdenes y luego, en la oscuridad -tenía tanta práctica que no le hacía falta mirar el teclado- escribió el mensaje. Estaba tan absorto en su trabajo que no oyó las pisadas detrás de él. Tecleó la dirección del correo electrónico del destinatario. Enviaba el mensaje a su propio buzón de America Online. Desgraciadamente, como aquellas personas que no recuerdan su número de teléfono porque nunca lo marcan, Jason, que no se enviaba correo electrónico a sí mismo, no tenía programada la dirección de su correo electrónico en el ordenador portátil. Lo recordaba, pero teclearlo significó la pérdida de unos segundos preciosos. Mientras sus dedos volaban sobre el teclado, un brazo le rodeó el cuello.

Jason alcanzó a dar la orden de envío. El mensaje desapareció de la pantalla. Sólo por un instante. Vio pasar una mano por delante de su rostro que le arrebató el ordenador, con el teléfono móvil colgado del cable. Jason vio los dedos gruesos que apretaban las teclas para cancelar el mensaje.