Removió los papeles y los diversos artículos de oficina, hasta que se decidió por coger una cosa. Aunque no lo sabía, era la tarjeta que Jason había dejado antes de irse al aeropuerto. La miró con atención. Parecía una tarjeta de crédito, pero llevaba estampado el nombre de Tritón Global seguido por el de Jason Archer y, por último, las palabras «Código restringido: nivel 6». Frunció el entrecejo. Nunca la había visto antes. Suponía que era algún pase de seguridad, pero no llevaba la foto de su marido. Se la metió en el bolsillo. Era probable que la compañía la reclamara.
Accedió a la línea de America Online, escuchó la voz del ordenador que le anunciaba que tenía cartas en el buzón electrónico. Como había supuesto, había numerosos mensajes de los amigos. Comenzó a leerlos con el rostro bañado en lágrimas hasta que por fin perdió todo el deseo de acabar la tarea y se dispuso a salir del sistema. Dio un salto cuando otra carta electrónica apareció de pronto en la pantalla; iba dirigida a ArchieJW@aol.com, que era la dirección del correo electrónico de su marido. Al instante siguiente había desaparecido, como una idea picara que pasa fugazmente por la cabeza.
Sidney apretó varias teclas de función y volvió a comprobar el buzón electrónico. Frunció el entrecejo al máximo cuando descubrió que estaba completamente vacío. Continuó con la mirada puesta en la pantalla. Comenzó a dominarla la sensación de que se había imaginado todo el episodio. Había sido tan rápido. Se frotó los ojos doloridos y permaneció sentada algunos minutos. Esperaba ansiosa que se repitiera, aunque no entendía el significado. La pantalla permaneció en blanco.
Unos momentos después de que Jason Archer reenviara el mensaje, un nuevo mensaje electrónico fue anunciado por la voz del ordenador: «Tiene correspondencia». Esta vez el mensaje se mantuvo y fue archivado en el buzón. Sin embargo, este buzón no estaba en la vieja casa de piedra y ladrillo, ni tampoco en el despacho de Sidney en las oficinas de Tylery Stone. No había tampoco nadie en la casa para leerlo. El mensaje tendría que esperar.
Sidney se levantó y salió del estudio. Por alguna razón, la súbita aparición del mensaje en la pantalla le había dado una esperanza absurda, como si Jason estuviera intentando comunicarse con ella, desde el lugar donde había ido a dar después de que el reactor se estrellara contra el suelo. ¡Estúpida!, se dijo a sí misma. Eso era imposible.
Una hora más tarde, después de otra crisis de llanto, con el cuerpo deshidratado, cogió una foto de Amy. Tenía que cuidar de sí misma. Amy la necesitaba. Abrió una lata de sopa, encendió la cocina, calentó la sopa, la echó en un bol junto con un poco de concentrado de carne y se la llevó a la mesa. Consiguió tragar unas cuantas cucharadas mientras miraba las paredes de la cocina que Jason pensaba pintar aquel fin de semana, después de que ella se lo pidiera mil veces. Allí donde miraba, la sacudía un nuevo recuerdo, un estremecimiento de culpa. No podía ser de otra manera. Todo en este lugar contenía algo de ellos, algo de él.
Notaba el paso de la sopa caliente por el esófago y en el estómago, pero su cuerpo se sacudía como un motor que se quedaba sin combustible. Cogió una botella de Gatorade de la nevera y bebió hasta que cesaron los temblores. No obstante, aunque el cuerpo comenzaba a calmarse, sentía que las fuerzas interiores se acumulaban una vez más.
Se levantó de un salto, entró en la sala y encendió el televisor. Pasó de un canal a otro, y entonces se tropezó con lo inevitable: un informativo en directo desde el lugar del accidente. Se sintió culpable por la curiosidad de contemplar el suceso que le había arrebatado a su marido. Sin embargo, no podía negar que deseaba obtener información sobre la catástrofe, como si verlo desde una posición objetiva pudiese disminuir al menos temporalmente el terrible dolor que la destrozaba.
La periodista estaba cerca del lugar del impacto. Al fondo continuaba el proceso de recogida. Sidney contempló cómo cargaban los restos y los clasificaban en diversas pilas. De pronto, casi se cayó de la silla. Un trabajador acababa de pasar directamente por detrás de la periodista que seguía con su parloteo. La bolsa de lona con las rayas cruzadas casi no presentaba daños, sólo estaba un poco chamuscada y sucia en los bordes. Incluso veía las iniciales en grandes letras de imprenta negras. La bolsa fue a parar a una pila con otras bolsas. Durante un instante terrible, Sidney Archer no se pudo mover. Tenía los miembros paralizados. Al momento siguiente se movía con la velocidad de un torbellino.
Corrió escaleras arriba, se puso un vaquero y un suéter blanco grueso, botas de piel forradas y metió lo imprescindible en una maleta. Al cabo de unos pocos minutos sacaba el Ford del garaje. Por un momento, miró el Cougar convertible aparcado en la otra plaza. Jason lo había mimado durante casi diez años y su vejez siempre había resaltado por sus recuerdos de la felina elegancia del Jaguar. Incluso el Explorer parecía flamante comparado con el Cougar. El contraste siempre le había resultado gracioso. Pero esta noche no fue así. La cegó una nueva crisis de llanto y tuvo que pisar a fondo el freno.
Comenzó a descargar puñetazos contra el salpicadero hasta que un dolor agudo le paralizó los antebrazos. Por fin, apoyó la cabeza en el volante mientras intentaba recuperar el aliento. Pensó que iba a vomitar cuando notó en la garganta el regusto ácido del concentrado de carne, pero se tragó la arcada. Unos segundos después encaraba la calle. Por un instante, miró su casa por el espejo retrovisor. Habían vivido allí durante casi tres años. Una casa maravillosa construida hacía cien años, con habitaciones grandes, molduras, suelo de roble y los suficientes recovecos secretos para que no fuese difícil encontrar un lugar tranquilo donde perderse en una triste tarde de domingo. Les había parecido un lugar fantástico para criar a sus hijos. Habían soñado con hacer tantas cosas… Tantas…
Notó que la amenazaba otro ataque de llanto. Aceleró la marcha y llegó a la carretera. Diez minutos más tarde vio el cartel luminoso rojo y amarillo del McDonald's. Entró en el drive-in y pidió un café largo. Al bajar el cristal de la ventanilla se encontró ante el rostro pecoso de una jovencita larguirucha, con el pelo largo color caoba recogido en una cola de caballo, que con toda seguridad crecería para convertirse en una joven hermosa, como ocurriría con Amy. Sidney deseó que la jovencita todavía tuviera a su padre. Se estremeció una vez más al pensar que Amy había perdido el suyo.
En menos de una hora se dirigía el oeste por la ruta 29, que cruzaba la ondulada campiña de Virginia en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados y llegaba al límite con Carolina del Norte. Sidney había viajado multitud de veces por esta carretera cuando iba a la facultad de Derecho de la universidad de Virginia en Charlottesville. Era un trayecto encantador a través de los silenciosos campos de batalla de la Guerra Civil y las viejas granjas familiares que todavía funcionaban. Nombres como Brightwood, Locust Dale, Madison y Montpellier aparecían fugazmente en las señales de tráfico, y Sidney recordó los muchos viajes que ella y Jason habían hecho a Charlottesville para asistir a algún espectáculo. Ahora ninguna parte de la carretera o del campo le ofrecía consuelo.
Continuó viajando. Sidney miró el reloj del salpicadero y se sorprendió al ver que era casi la una de la mañana. Pisó el acelerador y el Ford voló por la carretera desierta. Afuera, la temperatura bajaba cada vez más a medida que el terreno se hacía más alto. El cielo estaba encapotado y la única luz era la de los faros. Subió la calefacción y puso las luces largas.