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Sidney asintió casi sin darse cuenta. Deseaba de todo corazón que fueran ciertas.

A medida que se acercaban a las luces, Sidney sintió que su mente se alejaba cada vez más.

– Había una bolsa de lona con rayas azules entrecruzadas. Era de mi marido. Tenía sus iniciales: JWA. Se la compré para un viaje que hicimos hace varios años. -Sidney sonrió por un momento al recordarlo-. En realidad se trató de una broma. Habíamos discutido y era la bolsa más fea que encontré en la tienda. Y resultó que estaba encantado. -Se volvió bruscamente y vio la mirada de sorpresa del policía-. La vi en la televisión. Ni siquiera parecía dañada. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda verla?

– Lo siento, señora Archer. Ya se han llevado todo lo recogido. El camión vino hace cosa de una hora para llevarse la última carga del día.

– ¿Sabe dónde va?

– Da lo mismo que lo sepa o no. -El policía meneó la cabeza-. No le dejarían acercarse. Supongo que se la devolverán cuando concluya la investigación. Pero por la pinta que tiene éste, podrían tardar años. Lo siento.

Por fin el coche se detuvo a unos pasos de otro agente. El policía salió del coche y mantuvo una breve conversación con su colega; un par de veces señaló el coche patrulla donde estaba Sidney, que no podía apartar la mirada de las luces.

Se sobresaltó cuando el agente asomó la cabeza por la ventanilla.

– Señora Archer, puede bajar.

Sidney abrió la puerta y se apeó del vehículo. Miró por un instante al otro agente, que asintió nervioso, con una mirada de dolor. Al parecer, el dolor reinaba por doquier. Estos hombres hubieran preferido estar en casa con sus familias. Aquí sólo había muerte; estaba en todas partes. Parecía pegarse a sus prendas como la nevada.

– Señora Archer, cuando esté lista para marcharse, dígaselo a Billy y él me avisará por la radio. Yo vendré a recogerla.

Mientras él caminaba de regreso al coche, Sidney lo llamó.

– ¿Cómo se llama?

– Eugene, señora. Agente Eugene McKenna.

– Gracias, Eugene.

El policía asintió y acercó la mano al ala del sombrero.

– Por favor, no se quede mucho tiempo, señora Archer.

Billy la llevó hacia las luces con la mirada fija al frente. Sidney no sabía qué le había dicho el agente McKenna a su colega, pero notaba la angustia que emanaba de su cuerpo. Era un hombre delgado como un junco, joven, unos veinticinco años, pensó Sidney, y parecía nervioso y asqueado.

Al cabo de unos minutos de marcha se detuvieron. Sidney vio a las personas que caminaban despacio por la zona. Había barreras y cintas de plástico amarillas de la policía por todas partes. A la luz de los focos, contempló el terreno devastado. Semejaba un campo de batalla en el que la tierra hubiera sufrido una tremenda herida. El agente le tocó el brazo.

– Señora, tiene que quedarse por aquí. Esos tipos de Washington no quieren ver a nadie rondando por aquí. Tienen miedo de que alguien tropiece, ya sabe, que revuelva las cosas. -Inspiró con fuerza-. Hay cosas por todas partes, señora. ¡Por todas partes! Nunca había visto nada como esto y espero no volver a verlo en toda mi vida. -Una vez más miró a lo lejos-. Cuando esté lista, estaré allá. -Señaló en la dirección por donde habían venido y se marchó.

Sidney se arrebujó en el abrigo y se quitó la nieve del pelo. Sin darse cuenta avanzó unos pasos, se detuvo, y volvió a avanzar. Vio las paletadas de tierra que volaban por el aire para formar nuevos montículos alrededor del agujero. Ella lo había visto mil veces en la televisión. El cráter de impacto. Decían que el avión entero estaba ahí dentro, y aunque sabía que era cierto, le resultaba imposible creerlo.

El cráter de impacto. Jason también estaba allí. Era un pensamiento tan enquistado, tan desgarrador, que en lugar de sumirla en otra crisis de histeria, sencillamente la incapacitó. Cerró los ojos con fuerza y los volvió abrir. Los lagrimones rodaron por sus mejillas, y ella no se molestó en enjugarlos.

No esperaba volver a sonreír nunca más.

Incluso cuando se obligó a pensar en Amy, en la maravillosa niña que le había dejado Jason, consiguió que un rastro de felicidad disipara un poco la pena. Mantuvo la mirada al frente sin hacer caso del viento helado que la sacudía y le lanzaba el pelo sobre el rostro.

Mientras miraba, un grupo de maquinaria pesada entró en el cráter, envueltos en las nubes negras de los tubos de escape y el sonido agudo de los motores. Las excavadoras y las palas mecánicas atacaron el pozo con más fuerza. Levantaban enormes cantidades de tierra y la volcaban en los camiones, que iban y venían por rutas marcadas en el terreno ya explorado. Ahora se imponía la velocidad por encima de todo lo demás, incluso a riesgo de ocasionar más daños a los restos del aparato. Lo que todos estaban desesperados por conseguir eran las cajas negras. Eso era más importante que preocuparse por convertir un fragmento de un par de centímetros en algo mucho más pequeño.

Sidney advirtió que la nieve comenzaba a cuajar; otra preocupación añadida para los investigadores, pensó, al verles correr de aquí para allá con sus linternas, y que sólo se detenían para clavar banderitas en la tierra que se cubría de blanco. Cuando se acercó un poco más, distinguió las figuras vestidas de caqui de la Guardia Nacional que vigilaban sus sectores, con los fusiles al hombro, aunque sin dejar de mirar hacia el cráter. Como un poderoso imán, el lugar del accidente atraía la atención de todos. Al parecer, el precio que había que pagar por las innumerables alegrías de la vida era la amenaza constante de una muerte súbita e inexplicable.

Dio otro paso y el pie tropezó con algo cubierto por la nieve. Se agachó para ver qué era, y recordó las palabras del policía joven: «Hay cosas por todas partes. ¡Por todas partes!». Se detuvo por un instante, pero luego continuó buscando con la curiosidad innata de los seres humanos. Un momento más tarde, corría a trompicones como un pelele descoyuntado por el camino de tierra mientras lloraba a moco tendido.

No vio al hombre hasta que se lo llevó por delante. Los dos cayeron al suelo, él tan sorprendido como ella, o quizá más.

– Joder -gruñó Lee Sawyer, que cayó de culo sobre un montículo, sin aire en los pulmones. Sidney, en cambio, se levantó de un salto y continuó la enloquecida carrera. Sawyer la siguió hasta que se le trabó la rodilla, una vieja secuela de la persecución de un atlético ladrón de bancos durante más de veinte largas manzanas sobre pavimento. «¡Eh!», le gritó mientras avanzaba a la pata coja y se masajeaba la rodilla. Alumbró con la linterna en dirección a la mujer.

Sidney Archer volvió la cabeza y él alcanzó a ver su perfil en el arco de luz. Por una fracción de segundo captó la expresión de terror en sus ojos. Después ella desapareció.

Sawyer regresó a paso lento al lugar donde la había visto por primera vez. Alumbró el suelo con la linterna. ¿Quién demonios era ella y qué estaba haciendo aquí? Entonces encogió los hombros. Probablemente era una vecina curiosa de la zona que había visto algo que ahora deseaba no haber visto. Un minuto más tarde, la linterna de Sawyer confirmó sus sospechas: Se agachó para recoger un zapatito de niña. Parecía diminuto e indefenso en su manaza. Sawyer miró hacia el lugar por donde había desaparecido Sidney y soltó un fuerte suspiro. Su corpachón comenzó a temblar sacudido por una furia descontrolada mientras contemplaba el terrible agujero en la tierra. Luchó por dominar el ansia de gritar a todo pulmón. Eran contadas las ocasiones a lo largo de su carrera en las que Lee Sawyer había deseado negar a las personas que había detenido la oportunidad de ser juzgadas por sus iguales. Esta era una de esas ocasiones. Rezó para que el día que encontrara a los responsables de este horrendo acto de violencia, ellos intentaran algo, cualquier cosa que le diera la más mínima ocasión de evitarle al país el coste y todo el circo informativo que produciría un juicio de esta clase. Se metió el zapatito en un bolsillo del abrigo y, renqueando, se alejó para ir a hablar con Kaplan. Era hora de volver a la ciudad. Tenía una cita en Washington por la tarde. La investigación de Arthur Lieberman debía comenzar.