El día que desapareció Trinidad, Amalia había ido con Gertrudis donde el médico. Volvió a Mirones tarde y Trinidad no estaba, amaneció y no llegaba, y a eso de las diez de la mañana paró un taxi en el callejón y bajó un tipo que preguntó por Amalia: quiero hablarle a solas, era Pedro Flores. La hizo subir al taxi y ella qué le ha pasado a mi marido, y él está preso. Usted tiene la culpa, gritó Amalia, y él la miró como si estuviera loca, usted lo invencionó que se metiera en política, y Pedro Flores ¿yo, en política? él no se había metido ni se metería nunca en política porque odiaba la política, señora, y más bien el loco de Trinidad lo había podido meter anoche en un gran lío. Y le contó: volvían de una fiestecita en Barranco y al pasar por la Embajada de Colombia Trinidad para un ratito, tengo que bajar, Pedro Flores creyó que iba a orinar, pero bajó del taxi y comenzó a gritar amarillos, viva el Apra, Víctor Raúl, y cuando él arrancó asustado vio que a Trinidad le llovían cachacos. Usted tiene la culpa, lloraba Amalia, el Apra tiene la culpa, le van a pegar.
Qué le pasaba, de qué habla: ni Pedro Flores era aprista ni Trinidad había sido nunca aprista, lo sé de sobra porque somos primos, se habían criado juntos en la Victoria, nacimos en la misma casa, señora. Mentira, él nació en Pacasmayo, lloriqueaba Amalia, y Pedro Flores quién le hizo creer ese cuento. Y le juró: nació en Lima y nunca salió de aquí y nunca se metió en política, sólo que una vez lo llevaron preso por equivocación o quién sabe por qué cuando la revolución de Odría, y cuando salió de la cárcel le dio la chifladura de hacerse pasar por norteño y por aprista. Que fuera a la Prefectura, dígales que estaba borracho y que anda medio zafado, se lo soltarán. La dejó en el callejón y la señora Rosario la acompañó a Miraflores a llorarle a don Fermín. En la Prefectura no está, dijo don Fermín después de telefonear, que volviera mañana, iba a averiguar. Pero a la mañana siguiente entró un muchachito al callejón: Trinidad López estaba en el San Juan de Dios, señora. En el Hospital, a Amalia y a la señora Rosario las mandaban de una sala a otra, hasta que una Madre viejita, con barbita de hombre, ah sí, y comenzó a darle consejas a Amalia. Tenía que resignarse, Dios se llevó a tu marido, y mientras Amalia lloraba a la señora Rosario le contaron que lo habían encontrado esa madrugada en la puerta del Hospital, que se había muerto de derrame cerebral.
Casi no lloró a Trinidad porque al día siguiente del entierro su tía y la señora Rosario tuvieron que llevarla a la Maternidad, los dolores seguiditos ya, y esa madrugada nació muerto el hijo de Trinidad. Estuvo en la Maternidad cinco días, compartiendo una cama con una negra que había dado luz a mellizos y que le buscaba conversación todo el tiempo. Ella le contestaba sí, bueno, no. La señora Rosario y su tía venían a verla a diario y le traían de comer. No sentía dolor ni pena, sólo cansancio, comía sin ganas, le costaba esfuerzo hablar. Al cuarto día vino Gertrudis, por qué no diste aviso, el ingeniero Carrillo podía creer que había abandonado el trabajo, menos mal que tienes vara con don Fermín. Que el ingeniero creyera lo que quisiera, pensaba Amalia. Al salir de la Maternidad fue al cementerio a llevarle unos cartuchos a Trinidad. En la tumba estaba todavía la estampita que le había puesto la señora Rosario y las letras que su primo Pedro Flores había dibujado en el yeso con un palito. Se sentía débil, vacía, aburrida, si alguna vez tenía plata compraría una lápida y haré grabar Trinidad López con letras doradas. Se puso a hablarle despacito, por qué te fuiste ahora que todo se estaba arreglando, a reñirlo, por qué me hiciste creer tanta mentira, a contarle, me llevaron a la Maternidad, su hijo se había muerto, ojalá lo hayas conocido allá. Volvió a Mirones acordándose de ese saco azul que Trinidad decía es mi elegancia y de cómo ella le cosía tan mal los botones que se volvían a caer. El cuartito estaba con candado, el dueño había venido con un mercachifle y vendió todo lo que encontró, déjenle algo de su marido de recuerdo, le había rogado la señora Rosario, pero no quisieron y Amalia qué más me da. Su tía había tomado pensionistas en la casita de Limoncillo y no tenía lugar, pero la señora Rosario le hizo sitio en uno de sus dos cuartos, y Santiago ¿en qué lío te metiste, por qué tuviste que salir pitando de Pucallpa? A la semana se presentó en Mirones Gertrudis Lama, por qué no había vuelto al laboratorio, hasta cuándo crees que te esperarán. Pero Amalia no volvería al laboratorio nunca más. ¿Y qué iba a hacer, entonces? Nada, quedarse aquí hasta que me boten, y la señora Rosario tonta, nunca te voy a botar. ¿Y por qué no quería volver al laboratorio? No sabía, pero no volvería, y lo decía con tanta cólera que Gertrudis Lama no preguntó más. Un lío terrible, había tenido que esconderse por un asunto de un camión, niño, no quería ni acordarse. La señora Rosario la obligaba a comer, la aconsejaba, trataba de hacerla olvidar. Amalia dormía entre la Celeste y la Jesús, y la menor de las hijas de la señora Rosario se quejaba de que hablara con Trinidad y con su hijo a oscuras. Ayudaba a la señora Rosario a lavar la ropa en una batea, a tenderla en los cordeles, a calentar las planchas de carbón. Lo hacía sin darse cuenta, la mente en blanco, las manos flojas.
Anochecía, amanecía, atardecía, venía a visitarla Gertrudis, venía su tía, ella las escuchaba y les decía sí a todo y les agradecía los regalitos que le traían. ¿Siempre andas pensando en Trinidad?, le preguntaba a diario la señora Rosario, y ella sí, también en su hijito.
Te pareces a Trinidad, le decía la señora Rosario, bajas la cabeza, no luchas, que se olvidara de su desgracia, eres joven, podía rehacer su vida. Amalia no salía de Mirones, andaba puro remiendo, se lavaba y peinaba rara vez, un día al mirarse en un espejito pensó si Trinidad te viera ya no te querría. En la noche, cuando don Atanasio regresaba, ella se metía a su cuarto a conversar con él. Vivía en un cuartito de techo tan bajo que Amalia no podía estar de pie, y había en el suelo un colchón despanzurrado y mil cachivaches.
Mientras conversaban, don Atanasio sacaba su botellita y tomaba. ¿Creía que los soplones le habían pegado a Trinidad, don Atanasio, que cuando vieron que se les moría lo habían dejado en la puerta del San Juan de Dios? A veces, don Atanasio sí, eso pasaría, y otras no, lo soltarían y él se sentiría mal y se iría solito al Hospital, y otras qué te importa ya, ya se había muerto, piensa en ti, olvídate de él.
VI
¿HABÍA sido ese primer año, Zavalita, al ver que San Marcos era un burdel y no el paraíso que creías?
¿Qué no le había gustado, niño? No que las clases comenzaran en junio en vez de abril, no que los catedráticos fueran decrépitos como los pupitres, piensa, sino el desgano de sus compañeros cuando se hablaba de libros, la indolencia de sus ojos cuando de política.
Los cholos se parecían terriblemente a los niñitos bien, Ambrosio. A los profesores les pagarían miserias, decía Aída, trabajarían en ministerios, darían clases en colegios, quién les iba a pedir más. Había que comprender la apatía de los estudiantes, decía Jacobo, el sistema los formó así: necesitaban ser agitados, adoctrinados, organizados. ¿Pero dónde estaban los comunistas, dónde aunque fuera los apristas? ¿Todos encarcelados, todos deportados? Eran críticas retrospectivas, Ambrosio, entonces no se daba cuenta y le gustaba San Marcos. ¿Qué sería del catedrático que en un año glosó dos capítulos de la Síntesis de Investigaciones Lógicas publicada por la Revista de Occidente? Suspender fenomenológicamente el problema de la rabia, poner entre paréntesis, diría Husserl, la grave situación creada por los perros de Lima: ¿qué cara pondría el Director? ¿Qué del que sólo hacía pruebas de ortografía, qué del que preguntó en el examen errores de Freud?
– Te equivocas, uno tiene que leer incluso a los oscurantistas -dijo Santiago.
– Lo lindo sería leerlos en su propio idioma -dijo Aída- Quisiera saber francés, inglés, hasta alemán.
– Lee todo, pero con sentido crítico -dijo Jacobo-. Los progresistas siempre te parecen malos y los decadentes siempre buenos. Eso es lo que te critico.
– Sólo digo que "Así se templó el acero" me aburrió y que me gustó "El castillo" -protestó Santiago-. No estoy generalizando.
– La traducción de Ostrovski debe ser mala y la de Kafka buena, ya no discutan -dijo Aída.
¿Qué del anciano pequeñito, barrigón, de ojos azules y melena blanca que explicaba las fuentes históricas? Era tan bueno que daban ganas de seguir Historia y no Psicología, decía Aída, y Jacobo sí, lástima que fuera hispanista y no indigenista. Las aulas abarrotadas de los primeros días se fueron vaciando, en setiembre sólo asistía la mitad de los alumnos y ya no era difícil pescar asiento en las clases. No se sentían defraudados, no era que los profesores no supieran o quisieran enseñar, piensa, a ellos tampoco les interesaba aprender. Porque eran pobres y tenían que trabajar, decía Aída, porque estaban contaminados de formalismo burgués y sólo querían el título, decía Jacobo; porque para recibirse no hacía falta asistir ni interesarse ni estudiar: sólo esperar. ¿Estaba contento en San Marcos flaco, de veras enseñaban ahí las cabezas del Perú flaco, por qué se había vuelto tan reservado flaco? Sí estaba papá, de veras papá, no se había vuelto papá. Entrabas y salías de la casa como un fantasma, Zavalita; te encerrabas en tu cuarto y no le dabas cara a la familia, pareces un oso decía la señora Zoila, y el Chispas te ibas a volver virolo de tanto leer, y la Teté por qué ya no salías nunca con Popeye, supersabio. Porque Jacobo y Aída bastaban, piensa, porque ellos eran la amistad que excluía, enriquecía y compensaba todo. ¿Ahí, piensa, me jodí ahí?
Se habían matriculado en los mismos cursos, se sentaban en la misma banca, iban juntos a la Biblioteca de San Marcos o a la Nacional; a duras penas se separaban para dormir. Leían los mismos libros, veían las mismas películas, se enfurecían con los mismos periódicos. Al salir de la Universidad, a mediodía y en las tardes, conversaban horas en "El Palermo” de la Colmena, discutían horas en la pastelería “Los Huérfanos” de Azángaro, comentaban horas las noticias políticas en un café-billar a espaldas del Palacio de Justicia. A veces se zambullían en un cine, a veces recorrían librerías, a veces emprendían como una aventura largas caminatas por la ciudad. Asexuada, fraternal, la amistad parecía también eterna.