– Debe ser formidable llevarse con su viejo como si fuera un amigo -dijo Santiago.
– El pobre ha sido mi papá, mi amigo y también mi mamá -dijo Aída-. Desde que se murió la de verdad.
– Para llevarme bien con mi viejo tengo que ocultarle lo que pienso -dijo Santiago-. Nunca me da la razón.
– Cómo podría dártela siendo un señor burgués -dijo Aída.
A medida que el círculo crecía, de la acumulación cuantitativa al salto cualitativo piensa, se convertía de centro de estudios en cenáculo de discusión política. De exponer los ensayos de Mariátegui a refutar los editoriales de "La Prensa", del materialismo histórico a los atropellos de Cayo Bermúdez, del aburguesamiento del aprismo al chisme venenoso contra el enemigo suticlass="underline" los trozkistas. Habían identificado a tres, habían dedicado horas, semanas, meses, a adivinarlos, averiguarlos, espiarlos y abominarlos: intelectuales, inquietantes, se paseaban por los patios de San Marcos, la boca llena de citas y provocaciones, cataclísmicos, heterodoxos. ¿Serían muchos? Poquísimos pero peligrosísimos decía Washington, ¿trabajarían con la policía? decía Solórzano, a lo mejor y en todo caso era lo mismo decía Héctor, porque dividir, confundir, desviar e intoxicar era peor que delatar decía Jacobo.
Para burlar a los trozkistas, para evitar a los soplones, habían acordado no estar juntos en la Universidad, no detenerse a charlar cuando se cruzaran en los pasillos.
En el círculo había unión, complicidad, incluso solidaridad, piensa. Piensa: sólo entre nosotros tres amistad. ¿Les molestaba a los demás ese islote que constituían, ese triunvirato tenaz? Seguían yendo juntos a clases, bibliotecas y cafés, paseando por los patios, viéndose a solas después de las reuniones del círculo.
Charlaban, discutían, caminaban, iban al cine y el Milagro de Milán los había exaltado, la paloma blanca del final era la paloma de la paz, esa música la Internacional, Vittorio de Sica debía ser comunista, y cuando en algún cine de barrio anunciaban una rusa, presurosos, esperanzados, fervorosos se precipitaban, aun a sabiendas de que verían una viejísima película de interminable ballet.
– ¿Un friecito? -dice Ambrosio-. ¿Un calambre en la barriga?
– Como de chico, en las noches -dice Santiago-. Me despertaba en la oscuridad, me voy a morir. No podía moverme, ni encender la luz, ni gritar. Me quedaba encogido, sudando, temblando.
– Hay uno de Económicas que tal vez pueda entrar -dijo Washington-. El problema es que ya somos muchos en el círculo.
– Pero de qué le venía eso, niño -dice Ambrosio.
Aparecía, ahí estaba, diminuto y glacial, gelatinoso.
Se retorcía delicadamente en la boca del estómago, segregaba ese líquido que mojaba las palmas de las manos, aceleraba el corazón y se despedía con un escalofrío:
– Sí, es imprudente seguir reuniéndonos tantos -dijo Héctor-. Lo mejor sería dividirnos en dos grupos.
– Sí, dividámonos, yo fui el más convencido, ni se me pasó por la cabeza -dice Santiago-. Semanas después me despertaba repitiendo como un idiota no puede ser, no puede ser.
– ¿Qué criterio vamos a seguir para dividirnos? -dijo el indio Martínez-. Rápido, no perdamos tiempo.
– Está apurado porque ha preparado como una navaja la plusvalía -se rió Washington.
– Podemos sortear -dijo Héctor.
– La suerte es algo irracional -dijo Jacobo-. Propongo que nos dividamos por orden alfabético.
– Claro, es más racional y más fácil -dijo el Ave-. Los cuatro primeros a un grupo, los demás al otro.
No había sido un golpe en el corazón, no había brotado el gusanito. Sólo sorpresa o confusión, piensa, sólo ese repentino malestar. Y esa idea fija: una equivocación. Y esa idea fija, piensa: ¿una equivocación?
– Los que están de acuerdo con la propuesta de Jacobo levanten la mano -dijo Washington.
Un malestar creciente, el cerebro embotado, una vertiginosa timidez enmudeciendo su lengua, alzando su mano unos segundos después que los demás.
– Listo entonces, acordado -dijo Washington-. Jacobo, Aída, Héctor y Martínez un grupo, y nosotros cuatro el otro.
No había vuelto la cabeza para mirar a Aída ni a Jacobo, había encendido prolijamente un cigarrillo, hojeado a Engels, cambiado una sonrisa con Solórzano.
– Ya Martínez, ya puedes lucirte -dijo Washington-. Qué pasa con la plusvalía.
No sólo la revolución, piensa. Tibio, escondido, también un corazón, y un pequeño cerebro alerta, rápido, calculador. ¿Lo había planeado, piensa, lo había decidido intempestivamente? La revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado él también; Zavalita, hecho del mismo sucio barro Jacobo también, Zavalita.
– No había puros en el mundo -dice Santiago-. Si, fue ahí.
– ¿Acaso no iba a ver más a la muchacha? -dice Ambrosio.
– La iba a ver menos, él la iba a ver a solas dos veces por semana -dice Santiago-: Y, además, me dolía el golpe bajo: No por razones morales, por envidia. Yo era tímido y nunca me hubiera atrevido.
– Él fue más vivo -se ríe Ambrosio-. Y usted no le ha perdonado esa perrada todavía.
El indio Martínez tenía ademanes y voz de maestro de escuela, en resumen la plusvalía era el trabajo no pagado, y era reiterativo y machacón, la proporción del producto burlada al trabajador que iba a aumentar el capital, y Santiago miraba eternamente su rotunda cara cobriza y oía inacabablemente su docente, didáctica voz, y alrededor la brasa de los cigarrillos se encendía cada vez que las manos los llevaban a los labios y a pesar de tantos cuerpos apretados en espacio tan avaro había esa sensación de soledad, ese vacío. El gusanito estaba ahora ahí, dando mansas vueltas monótonas en las entrañas.
– Porque soy como esos animalitos que ante el peligro se encogen y quedan quietos esperando que los pisen o les corten la cabeza -dice Santiago. Sin fe y además tímido es como sifilítico y leproso a la vez.
– No hace más que hablar mal de usted mismo, niño -dice Ambrosio-. Si alguien dijera las cosas que usted se dice, no aguantaría.
¿Era que se había roto algo que parecía eterno, piensa, me dolió tanto por ella, por mí, por él? Pero habías disimulado como siempre, Zavalita, más que siempre, y salido de la reunión con Jacobo y Aída, y hablado excesivamente mientras caminaban hacia el centro, Engels y la plusvalía, sin darles tiempo a responder, Politzer y el Ave y Marx, incesante y locuaz, interrumpiéndolos si abrían la boca, matando temas y resucitándolos, atropellado, profuso, confuso, que no terminara nunca ese monólogo, fabricando, exagerando, mintiendo, sufriendo, que la propuesta de Jacobo no se mencionara, que no se dijera que a partir del sábado estarían ellos en Petit Thouars y él en el Rímac, sintiendo también ahora y por primera vez que estaban juntos y no estaban, que faltaba la comunicación respiratoria de otras veces, la inteligencia corporal de otras veces, mientras cruzaban la Plaza de Armas, que horriblemente aquí y ahora también algo artificioso y mentiroso los aislaba, como las conversaciones con el viejo piensa, y los equivocaba y comenzaba a enemistarlos. Habían bajado el jirón de la Unión sin mirarse, él hablando y ellos escuchando, ¿Aída lo lamentaría, Aída lo habría premeditado con él?, y al llegar a la Plaza San Martín era tardísimo, Santiago había mirado su reloj, se iba volando a tomar el Expreso, les había estirado la mano y partido corriendo, sin quedar de acuerdo dónde y a qué hora nos encontraríamos mañana, piensa. Piensa: por primera vez.
¿Había sido en esas últimas semanas del segundo año, Zavalita, en esos días huecos antes del examen final? Se había dedicado furiosamente a leer, a trabajar en el círculo, a creer en el marxismo, a enflaquecer. Huevos pasados por gusto decía la señora Zoila, y naranjadas por gusto y corn-flakes por gusto, estabas hecho un esqueleto y cualquier día ibas a volar. ¿También iba contra tus ideas comer, supersabio? decía el Chispas, y tú no comías porque tu cara me quita el apetito y el Chispas te iba a dar tu sopapo, supersabio, te lo iba a dar. Seguían viéndose y la cabecita infaliblemente asomaba cuando Santiago entraba a las clases y se sentaba con ellos, se abría paso entre marañas de tejidos y tendones y asomaba, o cuando iban a tomar un café juntos a El Palermo, entre sangrientas venas y huesos albos asomaba, o una chicha morada a la pastelería Los Huérfanos o una butifarra al café-billar, y tras la cabecita el ácido cuerpecito asomaba. Conversaban de los cursos y los próximos exámenes, de los preparativos para las elecciones de Centros Federados; y de las (*) discusiones en sus respectivos círculos y los presos y la dictadura de Odría y de Bolivia y Guatemala. Pero ya sólo se veían porque San Marcos y la política a ratos nos juntaban, piensa, ya sólo por casualidad, ya sólo por obligación. ¿Se veían ellos solos después de las reuniones de su círculo?, ¿paseaban, iban a museos o librerías o cinemas como antes con él?, ¿lo extrañaban a él, pensaban en él, hablaban de él?
– Te llama por teléfono una chica -dijo la Teté-. Qué guardadito te lo tenías. ¿Quién es?
– Si te pones a oír por el otro teléfono te doy un cocacho, Teté -dijo Santiago.
– ¿Puedes venir un ratito a mi casa? -dijo Aída- No tienes nada que hacer, no te interrumpo?
– Qué ocurrencia, voy ahorita -dijo Santiago-. Tardaré media hora, a lo más.
– Uy voy ahorita, uy qué ocurrencia -dijo la Teté-. ¿Puedes venir un ratito a mi casa? Uy qué vocecita.
Había aparecido mientras esperaba el colectivo en la esquina de Larco y José Gonzáles, crecido mientras el colectivo subía por la avenida Arequipa, y ahí estaba, enorme y pegajoso, mientras viajaba encogido en el rincón del automóvil, empapando su espalda con una sustancia helada, mientras sentía cada vez más frío, miedo y esperanza, en esa tarde que comenzaba a ser noche. ¿Había pasado algo, iba a pasar algo? Pensaba hacia un mes que sólo nos veíamos en San Marcos, piensa, nunca me había llamado por teléfono, pensaba a lo mejor, piensa, pensaba de repente. La había visto desde la esquina de Petit Thouars, una figurita que se desvanecía en la luz moribunda, esperándolo en la puerta de su casa, le había hecho hola con la mano y había visto su cara pálida, ese traje azul, sus ojos graves, esa chompa azul, su boca seria, esos horribles zapatos negros de escolar, y había sentido su mano temblando.