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– El centro está lleno de policías -dijo Santiago-. Se esperan otra manifestación relámpago esta noche.

– Una mala noticia, lo cogieron al cholo Martínez al salir de Ingeniería -dijo Washington; estaba demacrado y ojeroso, así tan serio parecía otra persona-. Su familia fue a la Prefectura, pero no pudo verlo.

De los tablones del techo pendían telarañas, el único foco estaba muy alto y la luz era sucia.

– Ahora los apristas no pueden decir que sólo ellos caen -dijo Santiago; sonrió, confuso.

– Tenemos que cambiar de sitio -dijo Washington-. Incluso la reunión de esta noche es peligrosa.

– ¿Crees que si le pegan va a hablar? -lo tenían amarrado y una silueta retaca y maciza tomaba impulso y golpeaba, la cara del cholo se contraía en una mueca, su boca aullaba.

– Nunca se sabe -Washington alzó los hombros y bajó los ojos, un instante-. Además, no le tengo confianza al tipo del hotel. Esta tarde me pidió mis papeles otra vez. Llaque va a venir y no he podido avisarle lo de Martínez.

– Lo mejor será tomar un acuerdo rápido y salir de aquí -Santiago sacó un cigarrillo y lo encendió; dio varias pitadas y luego volvió a sacar la cajetilla y se la alcanzó a Washington-. ¿Se reúne siempre la Federación esta noche?

– Lo que queda de la Federación, hay doce delegados fuera de combate -dijo Washington-. En principio sí, a las diez, en Medicina.

– Nos van a caer ahí de todas maneras -dijo Santiago.

– Puede que no, el gobierno debe saber que esta noche probablemente se levantará la huelga y dejará que nos reunamos -dijo Washington-. Los independientes se han asustado y quieren dar marcha atrás. Parece que los apristas también.

– ¿Qué vamos a hacer nosotros? -dijo Santiago.

– Es lo que hay que decidir ahora -dijo Washington-. Mira, noticias del Cuzco y de Arequipa. Allá las cosas andan todavía peor que aquí.

Santiago se acercó al catre, cogió dos cartas. La primera venía del Cuzco, una letra fibrosa y erecta de mujer la firma era un garabato con rombos. La célula había hecho contacto con los apristas para discutir la huelga de solidaridad, pero se adelantó la policía, camaradas, ocupó la Universidad y la Federación había sido desmantelada; lo menos veinte detenidos, camaradas. La masa estudiantil estaba algo apática, pero la moral de los camaradas que escaparon a la represión siempre alta, a pesar de los reveses. Fraternalmente. La carta de Arequipa estaba escrita a máquina con una tinta no negra ni azul sino violeta, y no tenía firma ni iba dirigida a nadie. Estábamos moviendo bien la campaña en las Facultades y el ambiente parecía favorable a apoyar la huelga de San Marcos cuando la policía entró a la Universidad, entre los detenidos había ocho nuestros, camaradas: esperando poder darles mejores noticias próximamente y deseándoles todo éxito.

– En Trujillo la moción fue derrotada -dijo Washington-. Los nuestros sólo consiguieron que se aprobara un mensaje de solidaridad moral. O sea nada.

– Ninguna Universidad apoya a San Marcos, ningún sindicato apoya a los tranviarios -dijo Santiago- No queda más remedio que levantar la huelga, entonces.

– De todos modos, se ha hecho bastante -dijo Washington-. Y ahora, con los presos, hay una buena bandera para recomenzar en cualquier momento.

Dieron tres golpecitos en la puerta, pasa dijo Washington, y entró Héctor, transpirando, vestido de gris.

– Creí que iba a llegar tarde y soy de los primeros -se sentó en una silla, se limpió la frente con un pañuelo. Tomó aire y lo expulsó como si fuera humo-. Imposible localizar a ningún tranviario. La policía ocupó el local del sindicato. Fuimos con dos apristas. Ellos también han perdido el contacto con el comité de huelga.

– Apresaron al cholo al salir de Ingeniería -dijo Washington.

Héctor se lo quedó mirando, el pañuelo contra la boca.

– Con tal de que no le den una paliza y le desfiguren la -su voz y su sonrisa torzada se fueron apagando y murieron; volvió a tomar aire, guardó su pañuelo. Estaba ahora muy serio-; entonces no deberíamos reunirnos aquí esta noche.

– Va a venir Llaque, no había cómo avisarle -dijo Washington-. Además, la Federación se reúne dentro de hora y media y apenas tenemos tiempo para tomar un acuerdo entre nosotros.

– Qué acuerdo -dijo Héctor-. Independientes y apristas quieren levantar la huelga y es lo más lógico. Todo se está desmoronando, hay que salvar lo que queda de los organismos estudiantiles.

Otra vez tres golpecitos, salud camaradas, la corbatita roja y la voz de pajarito. Llaque miró a su alrededor con sorpresa.

– ¿No citaron a las ocho? ¿Qué es de los demás?

– Martínez cayó esta mañana -dijo Washington-. ¿Te parece que anulemos la reunión y salgamos de aquí?

La carita no se frunció, sus ojos no se alarmaron.

Estaría acostumbrado a esas noticias, piensa, a vivir escondiéndose y al miedo. Miró su reloj, estuvo un momento callado, reflexionando.

– Si lo detuvieron esta mañana, no hay peligro -dijo al fin, con una media sonrisa avergonzada-. Lo interrogarán sólo esta noche, o quizá al amanecer. Nos sobra tiempo, camaradas.

– Pero sería mejor que tú te fueras -dijo Héctor-. Aquí el que corre más peligro eres tú.

– Más despacio, los he oído desde la escalera -dijo Solórzano, desde el umbral-. Así que agarraron al cholo. Nuestra primera baja, caramba.

– ¿Te olvidaste de los tres toques? -dijo Washington.

– La puerta estaba abierta -dijo Solórzano-. Y ustedes hablaban a gritos.

– Van a ser las ocho y media -dijo Llaque-. ¿y los otros camaradas?

– Jacobo tenía que ver a los textiles, Aída iba a la Católica con un delegado de Educación -dijo Washington-. Ya no tardarán. Comencemos de una vez.

Héctor y Washington se sentaron en el catre, Santiago y Llaque en las sillas, Solórzano en el suelo. Estamos esperando, camarada Julián, oyó Santiago y dio un respingo. Siempre te olvidabas de tu seudónimo, Zavalita, siempre que eras secretario de actas y que debías resumir la sesión anterior. Lo hizo rápidamente, sin ponerse de pie, en voz baja.

– Pasemos a los informes -dijo Washington-. Sean breves y concisos, por favor.

– Mejor averigüemos de una vez qué les pasó -dijo Santiago-. Voy a llamar por teléfono.

– En el hotel no hay -dijo Washington-. Tendrías que buscar una botica y esas idas y venidas no convienen. Sólo tienen media hora de atraso, ya vendrán.

Los informes, piensa, los largos monólogos donde era difícil distinguir al objeto del sujeto, los hechos de las interpretaciones y las interpretaciones de las frases hechas. Pero esa noche todos habían sido veloces, parcos y concretos. Solórzano: la Asociación de Centros de Agricultura había rechazado la moción por ser política, ¿por qué se plegaba San Marcos a una huelga de tranviarios? Washington: los dirigentes de la Escuela Normal decían no hay nada que hacer, si llamamos a votación el noventa por ciento estará contra la huelga, les daremos sólo nuestro apoyo moral. Héctor: los contactos con el Comité de huelga tranviario se habían roto desde la ocupación policial del sindicato.

– Agricultura descartada, Ingeniería descartada, la Normal descartada y la Católica no sabemos -dijo Washington-. Las universidades de Cuzco y Arequipa ocupadas y Trujillo se echó atrás. Esa es la situación, en resumen. Es casi seguro que en la Federación, esta noche, se proponga levantar la huelga: Nos queda una hora para decidir nuestra posición.

Parecía que no iba a haber discusión, piensa, que todos estaban de acuerdo. Héctor: el movimiento había provocado una toma de conciencia política del estudiantado, ahora convenía replegarse antes de que desapareciera la Federación. Solórzano: levantar la huelga, sí, pero para comenzar de inmediato a preparar un nuevo movimiento, más poderoso y mejor coordinado. Santiago: sí, y de inmediato iniciar una campaña por la liberación de los estudiantes presos. Washington: con la experiencia adquirida y las enseñanzas de estos días de lucha, la Fracción universitaria de Cahuide había pasado su prueba de fuego, él también estaba porque se levantara la huelga para reagrupar las fuerzas.

– Yo quisiera decir algo, camaradas -dijo Llaque, con su delgada voz tímida, pero nada vacilante-. Cuando la Fracción acordó apoyar la huelga de los tranviarios, ya sabíamos todo esto.

¿Qué sabíamos? Que los sindicatos eran amarillos, pues los verdaderos dirigentes obreros estaban muertos o presos o desterrados, que con la huelga vendría la represión y habría detenciones y que las otras universidades darían la espalda a San Marcos. Lo que no sabíamos, lo que no estaba previsto, camaradas, ¿qué era? Su manita subía y bajaba junto a tu cara, Zavalita, su voz bajita insistía, repetía, convencía. Que la huelga alcanzaría este éxito y obligaría al gobierno a desenmascararse y a mostrar toda su brutalidad a plena luz. ¿Que la situación iba mal? ¿Con tres universidades ocupadas, con lo menos cincuenta estudiantes y dirigentes obreros presos, iba mal? ¿Con las manifestaciones-relámpago en el Jirón de la Unión y la prensa burguesa obligada a informar sobre la represión, mal?

Por primera vez un movimiento de esa envergadura contra Odría, camaradas, por primera vez una grieta en tantos años de dictadura monolítica. ¿Mal, mal? ¿No era absurdo retroceder en estos momentos? ¿No era más correcto tratar de extender y de radicalizar el movimiento? Juzgando la situación no desde un punto de vista reformista, sino revolucionario, camaradas.

Calló y ellos lo miraban y se miraban, incómodos.

– Si apristas e independientes se han puesto de acuerdo para levantar la huelga, no podemos hacer nada -dijo Solórzano, al fin.

– Podemos dar la batalla, camarada -dijo Llaque.

Y se abrió la puerta, piensa, y entraron. Aída avanzó muy rápido hacia el centro de la habitación, Jacobo se quedó atrás.

– Ya era hora -dijo Washington-. Nos tenían preocupados.

– Jacobo me encerró y no me dejó ir a la Católica -de un tirón, piensa, como si se hubiera aprendido de memoria lo que iba a decir-. Él tampoco fue a ver a los textiles, como le encargó la Fracción.

Pido que sea expulsado.

– Ahora entiendo que la lleves en la cabeza tantos años, Zavalita -dijo Carlitos.

Estaba parada entre las dos sillas, bajo el foco de luz, con los puños cerrados, los ojos dilatados y la boca temblando. El cuarto se había encogido, el aire espesado. La miraban inmóviles, tragaban saliva, Héctor sudaba. Ahí estaba la respiración de Aída a tu lado, Zavalita, su sombra oscilando en el suelo. Tenías la garganta seca, te mordías el labio, el corazón acelerado.