– ¿Qué hay de esa logia de oficiales en el Cuzco? -dijo él.
– Ahora que se presenten los ascensos al Congreso, van a ascender al coronel Idiáquez -dijo el mayor Paredes-. De General ya no puede seguir en el Cuzco, y sin él la argollita se va a deshacer. No hacen nada todavía; se reúnen, hablan.
– No basta con que salga de ahí Idiáquez -dijo él-. ¿Y el Comandante, y los capitancitos? No entiendo por qué no los han separado ya. El Ministro de Guerra aseguró que esta semana comenzarían los traslados.
– He hablado diez veces con él, le he mostrado diez veces los informes -dijo el mayor Paredes-. Como se trata de oficiales de prestigio, quiere ir con pies de plomo.
– Tiene que intervenir el Presidente, entonces -dijo él-. Después del viaje a Cajamarca, lo primero es romper esa argollita. ¿Están bien vigilados?
– Te imaginas -dijo el mayor Paredes-. Sé hasta lo que comen.
– El día menos pensado les ponen un millón de soles sobre la mesa y tenemos revolución a la vista -dijo él-. Hay que desbandarlos a guarniciones bien alejadas cuanto antes.
– Idiáquez debe muchos favores al régimen -dijo el mayor Paredes-. El Presidente se está llevando a cada rato decepciones tremendas con la gente. Le va a doler cuando sepa que Idiáquez anda amotinando oficiales contra él.
– Le dolería más saber que se ha levantado -dijo él; se puso de pie, sacó unos papeles de su maletín y se los entregó al mayor Paredes-. échales una ojeada, a ver si esta gente tiene ficha aquí.
Paredes lo acompañó hasta la puerta, lo retuvo del brazo cuando él iba a salir:
– ¿Y esa noticia de la Argentina, esta mañana? ¿Cómo se te pasó?
– No se me pasó -dijo él-: Los apristas apedreando una embajada peruana es una buena noticia. Le consulté al Presidente y estuvo de acuerdo en que se publicara:
– Bueno, sí -dijo el mayor Paredes-. Los oficiales que la leyeron aquí, estaban indignados.
– Ya ves que pienso en todo -dijo él-. Hasta mañana.
PERO al poco rato se les había acercado Hipólito, la cara tristísima, don: ahí estaban, con sus cartelones y todo. Habían entrado por una de las esquinas de la Plaza, y ellos se les arrimaron, como curiosos. Cuatro llevaban un cartel con letras rojas, detrás venía un grupito, las cabecillas había dicho Ludovico, que hacían gritar a las demás y las demás serían media cuadra. La gente de la Feria también se había acercado a mirarlas. Gritaban, sobre todo las de adelante, ni se entendía qué, y había viejas, jóvenes y criaturas pero ningún hombre, tal como dijo el señor Lozano había dicho Hipólito. Muchas trenzas, muchas polleras, muchos sombreros. Esas se crecen en la Procesión, había dicho Ludovico: eran tres que tenían las manos como rezando, don. Unas doscientas o trescientas o cuatrocientas, y por fin acabaron de entrar a la Plaza.
– Pan con mantequilla ¿ves? -había dicho Ludovico.
– Pan duro y mantequilla rancia, tal vez -dijo Hipólito.
– Nos metemos en medio y las cortamos en dos -había dicho Ludovico-. Nos quedamos con la cabeza y te regalamos la cola.
– Ojalá que los coletazos sean más flojos que los cabezazos -dijo Hipólito, tratando de bromear, don, pero no le salía. Se levantó las solapas y fue a buscar a su grupo. Las mujeres dieron la vuelta a la Plaza y ellos las habían seguido, desde atrás y separados.
Cuando estaban frente a la Rueda Chicago se había aparecido otra vez Hipólito: me arrepentí, quiero irme.
Yo te estimo pero yo me estimo más, había dicho Ludovico, te advierto que te jodo, mostacero. Ese sacudón le había levantado la moral, don: miró con furia, salió disparado. Habían ido reuniendo a la gente, la habían ido palabreando, y, con disimulo, se pegaron a la manifestación. Estaban aglomeradas junto a la Rueda Chicago, las del cartelón daban la cara a las otras. De repente una de las cabecillas se trepó a un tabladillo y comenzó a discursear. Se había amontonado más gente, estaban ahí apretaditas, habían parado la música de la Rueda, pero ni se oía a la que estaba hablando. Ellos se habían ido metiendo, aplaudiendo, las bobas nos abren cancha decía Ludovico, y por el otro lado la gente de Hipólito se iba metiendo también. Aplaudían, les daban sus abrazos, bien buena bravo, algunas los miraban nomás pero otras pasen pasen, les daban la mano, no estamos solas. Ambrosio y Ludovico se habían mirado como diciendo no nos separemos en esta mescolanza, cumpa. Ya las habían cortado en dos, estaban incrustados como una cuña justo en el medio. Habían sacado las matracas, los silbatos, Hipólito su bocina, ¡abajo esa agitadora!, ¡viva el general Odría!, ¡mueran los enemigos del pueblo!, las cachiporras, las manoplas, ¡viva Odría! Una confusión terrible, don. Provocadores aullaba la del tabladillo, pero el ruido se tragó su voz y alrededor de Ambrosio las mujeres chillaban y empujaban. Váyanse, les decía Ludovico, las engañaron, vuélvanse a sus casas, y en eso una mano lo había agarrado desprevenido y sentí que se llevaba en sus uñas una lonja de mi pescuezo, le había contado Ludovico después a Ambrosio, don. Ahí habían entrado en danza las cachiporras y las cadenas, los sopapos y los puñetazos, y ahí habían comenzado un millón de mujeres a rugir y patalear. Ambrosio y Ludovico estaban juntos, uno se resbalaba y el otro lo sostenía, uno se caía y el otro lo levantaba. Las gallinas resultaron gallos, había dicho Ludovico, el cojudo de Hipólito tuvo razón. Porque se defendían, don. Las tumbaban y ahí se quedaban, como muertas, pero desde el suelo se prendían de los pies y los traían abajo. Había que estar pateando, saltando, se oían mentadas de madre como escopetazos. Somos pocos, había dicho uno, que venga la guardia de asalto, pero Ludovico ¡carajo, no! Se aventaron de nuevo contra ellas y las habían hecho retroceder, la baranda de la Rueda se vino abajo y un montón de locas también. Algunas se escapaban arrastrándose y ahora en vez de viva Odría ellos les gritaban conchesumadres, putas, y por fin la cabeza se había deshecho en grupitos y era botado corretearlas. De a dos, de a tres cogían a una y le llovía, después a otra y le llovía, y Ambrosio y Ludovico hasta se burlaban de sus caras sudadas. En eso había sonado el balazo, don, jijonagrandísima el que disparó, había dicho Ludovico. No era de ahí, sino de atrás. La cola había estado enterita y coleteando, don. Fueron a ayudar y la desbandaron.
Había disparado uno que se llamaba Soldevilla, me acorralaron como diez, me iban a sacar los ojos, no había matado a nadie, el disparo fue al aire. Pero Ludovico se calentó iguaclass="underline" ¿quién mierda te dio a ti revólver? Y Soldevilla: esta arma no es del cuerpo sino de mi propiedad. Te jodes idéntico, había dicho Ludovico, pasaré parte y te quedas sin prima. La Feria se había quedado vacía, los tipos que manejaban la Rueda, las sillas voladoras, el Cohete, estaban temblando en sus casetas, y lo mismo las gitanas en sus carpas.
Se contaron y faltaba uno, don. Lo habían encontrado soñado junto a una tipa que lloraba. Varios se habían enfurecido, qué le has hecho puta, y le llovieron. Se llamaba Iglesias, era ayacuchano, le habían rajado la boca, se levantó como sonámbulo, qué, qué. Basta, había dicho Ludovico a los que sonaban a la mujer, ya se terminó. Habían tomado el ómnibus en el canchón y nadie hablaba, muertos de cansancio. Al bajar habían empezado a fumar, a mirarse las caras, me duele aquí, a reírse, mi mujer no creerá que este rasguño es accidente de trabajo. Bien, muy bien, había dicho el señor Lozano, cumplieron, vayan a recuperarse. Esos eran los trabajitos más o menos, don.
V
TODA la semana Amalia estuvo cavilosa, ida. En qué piensas decía Carlota, y Símula quien se ríe a solas de sus maldades se acuerda, y la señora Hortensia dónde estás, vuelve a la tierra. Ya no se sentía furiosa con él, ya no sentía cólera consigo misma por haber salido con él. Lo odias y se te pasa, pensaba, y al ratito lo odias y otra vez se te pasa, por qué eres tan loca.
Una noche soñó que el domingo, a la hora de la salida, lo encontraría en el paradero, esperándola. Pero ese domingo Carlota y Símula tenían un bautizo y a ella le tocó salir sábado. ¿Adónde iría? Fue a buscar a Gertrudis, no la veía hacía meses. Llegó al laboratorio cuando salían y Gertrudis la llevó a su casa a almorzar. Ingrata, tanto tiempo, decía Gertrudis, había ido a Mirones un montón de veces y la señora Rosario no sabía la dirección donde trabajas, cuéntame cómo te va. Estuvo a punto de decirle que había visto a Ambrosio de nuevo pero se arrepintió, le había rajado tanto de él antes. Quedaron en verse el domingo próximo. Regresó a San Miguel todavía con luz y fue a tenderse a su cama. Después de todo lo que te hizo todavía piensas en él, bruta. En la noche se soñó con Trinidad. La insultaba y al final le advertía, lívido: muerta te espero. El domingo Símula y Carlota salieron temprano y la señora poco después, con la señorita Queta. Lavó el servicio, se sentó en la sala, prendió la radio. Todo eran carreras o fútbol y se aburría cuando tocaron la puerta de la cocina. Sí, era él.
– ¿No está la señora? -con su gorra y su uniforme azul de chofer.
– ¿También le tienes miedo a la señora? -dijo Amalia, seria.
– Don Fermín me mandó hacer unos encargos y me escapé para verte un ratito -dijo él, sonriéndole, como si no hubiera oído-. Dejé el carro a la vuelta. Ojalá que la señora Hortensia no lo reconozca.