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– O sea que más tiempo pasa y más miedo le tienes a don Fermín -dijo Amalia.

La sonrisa se le esfumó de la cara, hizo un gesto desanimado y se la quedó mirando sin saber qué hacer. Se echó atrás la gorra y le sonrió con esfuerzo: se estaba arriesgando a que lo resondraran por venir a verte y tú me recibes así, Amalia. Lo que pasó había pasado ya, Amalia, se había borrado. Que hiciera como si recién se conocieran, Amalia.

– ¿Crees que vas a hacerme lo mismo otra vez? -se oyó decir Amalia, temblando-. Te equivocas.

El no le dio tiempo a retroceder, ya la había cojido de la muñeca y la miraba a los ojos, pestañeando.

No trató de abrazarla, no se acercó siquiera. La tuvo sujeta un momento, hizo un gesto raro y la soltó.

– A pesar del textil, a pesar de que no te he visto años, para mí tú has seguido siendo mi mujer -roncó Ambrosio y Amalia sintió que se le paraba el corazón. Pensó va a llorar, voy a llorar-. Para que te lo sepas, te sigo queriendo como antes.

Se la quedó mirando de nuevo y ella retrocedió y cerró la puerta. Lo vio vacilar un momento; luego se acomodó la gorra y se fue. Ella volvió a la sala y alcanzó a verlo volteando la esquina. Sentada junto a la radio, se sobaba la muñeca, asombrada de no sentir cólera. ¿Sería cierto, la seguiría queriendo? No, era mentira. ¿A lo mejor se había enamorado de ella de nuevo, ese día que se encontraron en la calle? Afuera no había ningún ruido, las cortinas estaban corridas, una resolana verdosa entraba desde el jardín. Pero su voz parecía sincera, pensaba, sintonizando una y otra estación. Ningún radioteatro, todo eran carreras y fútbol.

– ANDA a almorzar -le dijo a Ambrosio, cuando el auto frenó en la Plaza San Martín-. Vuelve dentro de hora y media.

Entró al Bar del Hotel Bolívar y se sentó cerca de la puerta. Pidió un gin y dos cajetillas de Inca. En la mesa vecina conversaban tres tipos y alcanzaba a oír, mutilados, los chistes que contaban. Había fumado un cigarrillo y su copa estaba a la mitad cuando lo divisó por la ventana, cruzando la Colmena.

– Siento haberlo hecho esperar -dijo don Fermín-. Estaba jugando una mano y Landa, ya lo conoce al senador, cuando agarra los dados es de nunca acabar. Está feliz Landa, ya se arregló la huelga de Olave.

– ¿Viene del Club Nacional? -dijo él-. ¿Sus amigos oligarcas no andan tramando ninguna conspiración?

– Todavía no -sonrió don Fermín, y señalando la copa le dijo al mozo lo mismo-. Qué es esa tos, ¿lo agarró la gripe?

– El cigarrillo -dijo él, carraspeando de nuevo-. ¿Cómo le ha ido? ¿Sigue dándole dolores de cabeza ese hijo travieso?

– ¿El Chispas? -don Fermín se llevó a la boca un puñado de maní-. No, ha sentado cabeza y se porta bien en la oficina. El que me tiene preocupado ahora es el segundo.

– ¿También le tira el cuerpo por la jarana? -dijo él.

– Quiere entrar a esa olla de grillos de San Marcos en vez de la Católica -don Fermín paladeó la bebida, hizo un gesto de fastidio-. Le ha dado por hablar mal de los curas, de los militares, de todo, para hacernos rabiar a mí y a su madre.

– Pero él no te había ido a buscar, Zavalita, ni dado azotes, ni obligado a volver. ¿Por qué, papá?

– No quiero darte consejos, ya eres grandecito, pero no te estás portando bien, flaco. Que quieras vivir solo ya es una locura, pero, en fin. Que no quieras ver a tus padres, eso no, flaco. A Zoila la tienes deshecha.

Y Fermín cada vez que viene a preguntarme cómo está, qué hace, lo veo más abatido.

– Si me va a buscar, sería por gusto -dijo Santiago-. Me puede llevar a la casa a la fuerza cien veces y cien me vuelvo a escapar.

– El no lo entiende, yo no lo entiendo -dijo el tío Clodomiro-. ¿Te enojaste porque te sacó de la Prefectura? ¿Querías que te dejara encerrado con los otros locos? ¿No te ha dado gusto en todo siempre? ¿No te ha engreído más que a la Teté, más que al Chispas? Sé sincero conmigo, flaco. ¿Qué cosa tienes contra Fermín?

– Es difícil de explicar, tío. Por ahora es mejor que no vaya a la casa. Después que pase un tiempo iré, te prometo.

– Déjate de adefesios y anda de una vez -dijo el tío Clodomiro-. Ni Zoila ni Fermín se oponen a que sigas en "La Crónica”. Lo único que los preocupa es que con el trabajo vayas a dejar de estudiar. No quieren que te pases la vida de empleadito, como yo.

Sonrió sin amargura y llenó de nuevo las copas.

Ya iba a estar el chupe, se oía a lo lejos la cascada voz de Inocencia, y el tío Clodomiro movía la cabeza, compasivo: la pobre vieja ya casi ni veía, flaco.

Qué frescura, qué sinvergüenzura, decía Gertrudis Lama, ¿volver a buscarte después de lo que te hizo?, qué horror. Y Amalia qué horror. Pero él era así, desde la primera vez había sido así. Y Gertrudis: ¿cómo, cómo había sido? Se tomaba su tiempo, hacía que las cosas se volvieran misteriosas. Buscaba pretextos para meterse al repostero, a los cuartos, al patio cuando Amalia estaba ahí. Al principio no le diría nada con la boca, pero le hablaba con los ojos, y ella asustada de que la señora Zoila o los niños se dieran cuenta y le pescaran las miradas. Pasó mucho antes que se animara a decirle cosas, y Gertrudis ¿qué cosas?, qué jovencita se le ve qué cara tan primaveral y ella asustada, porque ése había sido su primer trabajo. Pero, al menos de eso, pronto se tranquilizó. Sería fresco, pero también sabido, o mejor dicho cobarde: les tenía más miedo a los señores que yo, Gertrudis. Ni siquiera por las otras empleadas se dejó pescar, estaba fastidiándola y aparecía la cocinera o la otra muchacha y él volaba. Pera, a solas, de los atrevimientos de boca pasó a los de mano, y Gertrudis riéndose ¿y tú? Amalia le daba manotazos, una vez una cachetada. Te aguanto todo a ti, me pegas y sabe a besos, esas mentiras que dicen, Gertrudis. Se dio maña para tener el mismo día de salida que ella se averiguó dónde vivía y un día Amalia lo vio pasando y repasando frente a la casa de su tía en Surquillo, y tú adentro espiándolo encantada se rió Gertrudis. No, enojada. A la cocinera y a la otra muchacha las impresionaba, decían tan altazo, tan fuerte, cuando está de azul se sienten escalofríos y cochinadas así. Pero ella no, Gertrudis, a Amalia le parecía como cualquier otro nomás. Si no fue por su pinta entonces por qué te conquistó, dijo Gertrudis. A lo mejor por los regalitos que le dejaba escondidos en su cama.

La primera vez que vino y le metió un paquetito en el delantal, se lo devolvió sin abrirlo, pero después, ¿qué bruta no, Gertrudis?, se los aceptaba, y en las noches pensaba curiosa qué me dejaría hoy. Los ponía bajo la frazada, sabe Dios en qué momento entraría, un prendedor, una pulserita, pañuelos, o sea que ya estabas con él, dijo Gertrudis. No, todavía. Un día que no estaba su tía en Surquillo y él apareció, ella, ¿bruta, no?, salió. Conversaron en plena calle, tomándose unas raspadillas, y la semana próxima, el día de salida, fueron a un cine. ¿Ahí? dijo Gertrudis. Sí, se había dejado abrazar, besar. Desde entonces se creería con derechos o qué, estaban solos y quería aprovecharse Amalia tenía que andarse corriendo. Dormía junto al garaje, su cuartito era más grande que el de las empleadas, bañito propio y todo, y una noche y Gertrudis qué, qué. Los señores habían salido, la niña Teté y el niño Santiago se habrían dormido ya, el niño Chispas se había ido a la Escuela Naval con su uniforme -qué, qué- y ella, idiota pues, le había hecho caso, idiota se había metido a su cuarto. Claro, se aprovechó, y Gertrudis o sea que ahí, muerta de risa. La hizo llorar, Gertrudis, sentir qué miedo, qué dolor.

Pero allí mismo había comenzado Amalia a decepcionarse, esa misma noche él se le achicó, y Gertrudis ajajá, ajajá, y Amalia no seas tonta, no por eso, ay qué cochina, me has hecho avergonzar. ¿De qué te decepcionaste entonces?, dijo Gertrudis. Estaban con la luz apagada, echados en la cama, él consolándola, diciéndole esas mentiras, nunca me había pensado encontrarte doncellita, besándola, y en eso los sintieron hablando en la puerta, acababan de llegar. Ahí Gertrudis, por eso Gertrudis. ¿Cómo era posible que se hubiera puesto así, a ver? Cómo, qué. Se le empaparon las manos de sudor, escóndete escóndete, y la empujaba, métete bajo la cama, no te muevas, llorando casi del miedo que sentía, y semejante hombrón, Gertrudis, cállate y de repente le tapó la boca con furia, como si yo fuera a gritar o qué, Gertrudis. Sólo cuando oyeron que habían cruzado el jardín y entrado a la casa la soltó, sólo ahí disimuló, por ti, para que no te fuera a pescar a ti, a reñir a ti, a botar a ti. Y que tenían que cuidarse mucho, la señora Zoila era tan estricta. Qué rara se había sentido al día siguiente, Gertrudis, con ganas de reírse, con pena, feliz, y qué vergüenza cuando fue a lavar a escondidas las manchitas de sangre de las sábanas, ay no sé por qué te cuento estas cosas, Gertrudis. Y Gertrudis: porque ya te olvidaste de Trinidad, cholita, porque ahora te estás muriendo de nuevo por el tal Ambrosio, Amalia.

– ESTA mañana estuve con los gringos -dijo, por fin, don Fermín-. Son peores que Santo Tomás. Se les ha dado todas las seguridades pero insisten en tener una entrevista con usted, don Cayo.

– Al fin y al cabo se trata de varios millones -dijo él, con benevolencia-. Se explica esa impaciencia.

– No acabo de entender a los gringos, ¿no le parecen unos aniñados? -dijo don Fermín, con el mismo tono casual, casi displicente-. Medio salvajes, además. Ponen los pies sobre la mesa, se quitan el saco donde estén. Y éstos no son unos cualquieras, sino gente bien, me imagino. A veces me dan ganas de regalarles un libro de Carreño.

Él veía por la ventana los tranvías de la Colmena que llegaban y partían, oía los inagotables chistes de los hombres de la mesa vecina.

– El asunto está listo -dijo, de pronto-. Anoche comí con el Ministro de Fomento. El fallo debe aparecer en el Diario oficial el lunes o martes. Dígales a sus amigos que ganaron la licitación, que pueden dormir tranquilos.

– Mis socios, no mis amigos -protestó don Fermín, risueño-. ¿Usted podría ser amigo de gringos? No tenemos mucho en común con esos patanes, don Cayo.

Él no dijo nada. Fumando, esperó que don Fermín alargara la mano hacia el platito de maní, que se llevara el vaso de gin a la boca, bebiera, se secara los labios con la servilleta, y que lo mirara a los ojos.

– ¿De veras no quiere esas acciones? -lo vio apartar la vista, interesado de pronto en la silla vacía que tenía al frente-. Ellos insisten en que lo convenza, don Cayo. Y, la verdad, no veo por qué no las acepta.

– Porque soy un ignorante en cosas de negocios -dijo él-. Ya le he contado que en veinte años de comerciante no hice un sólo negocio bueno.