– No he querido ofenderlo, don Cayo -el mentón del doctor Arbeláez no temblaba ya.
– No me ha ofendido, doctor -dijo él-. Hubiera querido hacer esos cortes en el fondo de seguridad. Simplemente, no puedo. Lo va a comprobar usted mismo -El doctor Arbeláez cogió el expediente y se lo alcanzó.
– Guárdelo, no necesito que me demuestre nada, le creo sin pruebas -Trató de sonreír, separando apenas los labios-. Ya veremos qué inventamos para renovar esos patrulleros y comenzar las obras en Tacna y Moquegua.
Se dieron la mano, pero el doctor Arbeláez no se levantó a despedirlo. Fue directamente a su oficina y el doctor Alcibíades entró detrás de él.
– El Mayor y Lozano acaban de irse, don Cayo -le entregó un sobre-. Malos informes de México, parece.
Dos páginas a máquina, corregidas a mano, anotadas en los márgenes con letra nerviosa. El doctor Alcibíades le encendió el cigarrillo mientras él leía, despacio.
– Así que la conspiración avanza-se aflojó la corbata, dobló los papeles y los metió otra vez en el sobre-. ¿Eso les parecía tan urgente al Mayor y a Lozano?
– En Trujillo y Chiclayo ha habido reuniones de apristas y Lozano y el Mayor creen que tiene relación con la noticia de que ese grupo de exilados están listos para partir de México -dijo el doctor Alcibíades-. Han ido a hablar con el Mayor Paredes.
– Ojalá vinieran esos pájaros al país, para echarles mano -dijo él, bostezando-. Pero no vendrán. Ésta es la décima o undécima vez ya, doctorcito, no se olvide. Dígales al Mayor y a Lozano que nos reuniremos mañana. No hay apuro.
– Los cajamarquinos llamaron para confirmar la reunión a las cinco, don Cayo.
– Sí, está bien -sacó un sobre de su maletín y se lo entregó-. ¿Quiere averiguarme en qué estado anda este trámite? Es una denuncia de tierras en Bagua. Vaya personalmente, doctorcito.
– Mañana mismo, don Cayo -el doctor Alcibíades hojeó el memorándum, asintiendo-. Sí, cuántas firmas faltan, qué informes, ya veo. Muy bien, don Cayo.
– Ahorita llegará la noticia de que ha desaparecido la plata de la conspiración -sonrió él, observando el sobre del Mayor y Lozano-. Ahorita los comunicados de los líderes acusándose unos a otros de traidores y de ladrones. Uno se aburre a veces de que pasen siempre las mismas cosas ¿no?
El doctor Alcibíades asintió y educadamente sonrió.
– ¿Que por qué me parece usted tan honrado y tan decente? -dijo Ambrosio-. Vaya, no me haga preguntas tan difíciles, don.
– ¿De veras me van a destinar a cuidar al señor Bermúdez, señor Lozano? -dijo Ludovico.
– Estás que revientas de felicidad -dijo el señor Lozano-. Esto te lo has trabajado muy bien con Ambrosio ¿no?
– No vaya usted a creer que yo no quiero trabajar con usted, señor Lozano -dijo Ludovico-. Lo que pasa es que con el negro nos hemos hecho tan amigos, y él me dice siempre por qué no haces que te cambien y yo no, con el señor Lozano estoy feliz. A lo mejor Ambrosio hizo la gestión por propia iniciativa, señor.
– Está bien -se echó a reír el señor Lozano-. Esto es un ascenso para ti y me parece justo que quieras mejorar.
– Bueno, comenzando por su manera de hablar de la gente -dijo Ambrosio-. Usted no para insultando a todo el mundo apenas le vuelven la espalda, como don Cayo. Usted no raja de nadie, de todos habla bien, con educación.
– Le he hablado muy bien de ti a Bermúdez -dijo el señor Lozano-. Cumplidor, de agallas, que todo lo que le dijo el negro era cierto. No me vas a hacer quedar mal. Ya sabes, bastaba que yo le hubiera dicho no sirve, para que Bermúdez siguiera mi consejo. O sea que este ascenso se lo debes tanto al negro como a mí.
– Claro, señor Lozano -dijo Ludovico-. Cuánto se lo agradezco, señor. No sé cómo corresponderle, le digo.
– Yo sí -dijo el señor Lozano-. Portándote bien, Ludovico.
– Usted manda y yo ahí, a sus órdenes para lo que sea, señor Lozano.
– Metiéndote la lengua al bolsillo, además -dijo el señor Lozano-. Nunca has salido con el Forcito conmigo, no sabes qué es la mensualidad. Puedes corresponderme así ¿ves?
– Le juro que no necesitaba hacerme esa recomendación, señor Lozano -dijo Ludovico-. Le juro que estaba demás. Qué me cree usted, por favor.
– Tú sabes que de mí depende Que entres algún día al escalafón -dijo el señor Lozano-. O que no entres nunca, Ludovico.
– Y por su manera de tratarla, también -dijo Ambrosio-. Tan elegante, y haciendo siempre comentarios tan bonitos, tan inteligentes. Yo me lo quedo oyendo cuando usted habla con alguien, don.
– Ahí vienen ya Hipólito y el cholo Cigüeña -dijo Ludovico.
Subieron al Forcito y Ludovico estaba tan contento con la noticia del traslado que me metía contra el tráfico, le contó a Ambrosio después. El cholo Cigüeña repetía sus cuentos de siempre.
– Se descompusieron las cañerías y costó carísimo, señor Lozano. Además, la clientela disminuye cada día. Los limeños ya ni cachan, señor, y uno se va a la ruina.
– Bueno, como anda tan mal tu negocio, entonces no te importará que te lo cierre mañana -dijo el señor Lozano.
– Usted cree que son mentiras que invento para no entregarle la mensualidad, señor Lozano -protestó el cholo Cigüeña-. Pero no, aquí está, usted sabe que esto es sagrado para mí. Le cuento mis apuros sólo como amigo, señor Lozano, para Que usted sepa.
– Por su manera de tratarme a mí, también -dijo Ambrosio-. Por la forma como me oye, como me pregunta, como conversamos. Por la confianza que me da. Mi vida cambió desde que entré a trabajar con usted, don.
VII
EL DOMINGO Amalia se demoró una hora arreglándose y hasta Símula, siempre tan seca, le bromeó caramba, qué preparativos para la salida. Ambrosio estaba ya en el paradero cuando ella llegó y le apretó la mano tan fuerte que Amalia dio un gritito. Ay, se reía, contento, terno azul, una camisa tan blanca como sus dientes, una corbatita de motas rojas y blancas: siempre lo tenías saltón, Amalia, ahora también había estado dudando si me dejarías plantado. El tranvía vino semivacío y, antes de que ella se sentara, Ambrosio sacó su pañuelo y sacudió el asiento. La ventana para la reina, dijo, doblándose en dos. Qué buen humor, cómo cambiaba, y se lo dijo: qué distinto te pones cuando no tienes miedo de que te vayan a chapar conmigo. Y él estaba contento porque se acordaba de otros tiempos, Amalia. El conductor los miraba divertido con los boletos en la mano y Ambrosio lo despachó diciéndole ¿se le ofrece algo más? Lo asustaste, dijo Amalia, y él sí, esta vez no se le iba a cruzar nadie, ni un conductor, ni un textil. La miró a los ojos, serio: ¿yo me porté mal, yo me fui con otra? Portarse mal era cuando uno dejaba a su mujer por otra, Amalia, nos peleamos porque no comprendiste lo que te pedí. Si no hubiera sido tan caprichosa, tan engreída, se habrían seguido viendo en la calle y trató de pasarle el brazo por el hombro pero Amalia se lo retiró: suéltame, te portaste mal, y se oyeron risitas. El tranvía se había llenado. Estuvieron un rato callados y después él cambió de conversación: irían un momentito a ver a Ludovico, Ambrosio tenía que hablarle, después se quedarían solos y harían lo que Amalia quisiera. Ella le contó cómo don Cayo y don Fermín alzaban la voz en el escritorio y que el señor dijo después que don Fermín era una rata. Rata será él, dijo Ambrosio, después de ser tan amigos ahora está queriendo hundirlo en sus negocios. En el centro tomaron un ómnibus al Rímac y caminaron un par de cuadras. Era aquí, Amalia, en la calle Chiclayo. Lo siguió hasta el fondo de un pasillo, lo vio sacar una llave.
– ¿Me crees tonta? -dijo, cogiéndolo del brazo-. Tu. amigo no está ahí. La casa está vacía.
– Ludovico vendrá más tarde -dijo Ambrosio-. Lo esperaremos conversando.
– Vamos a conversar caminando -dijo Amalia- No voy a entrar ahí.
Discutieron en el patio de losetas fangosas, observados por chiquillos que habían dejado de corretear, hasta que Ambrosio abrió la puerta y la hizo entrar, de un jalón, riéndose. Amalia vio todo oscuro unos segundos hasta que Ambrosio prendió la luz.
SALIÓ de la oficina a un cuarto para las cinco y Ludovico estaba ya en el auto, sentado junto a Ambrosio. Al paseo Colón, al. club Cajamarca. Estuvo callado y con los ojos bajos durante el trayecto, dormir más, dormir más. Ludovico lo acompañó hasta la puerta del club: ¿entraba, don Cayo? No, espera aquí. Comenzaba a subir la escalera cuando vio aparecer en el rellano la silueta alta, la cabeza gris del senador Heredia y sonrió: a lo mejor la señora Heredia estaba aquí. Llegaron todos ya, le dio la mano el senador, un milagro de puntualidad tratándose de peruanos. Que pasara, la reunión sería en el salón de recepciones. Luces encendidas, espejos de marcos dorados en las vetustas paredes, fotografías de vejestorios bigotudos, hombres apiñados que dejaron de murmurar al verlos entrar: no, no había ninguna mujer. Se acercaron los diputados, le presentaron a los otros: nombres y apellidos, manos, mucho gusto, buenas tardes, pensaba la señora Heredia y ¿Hortensia, Queta, Maclovia?, oía a sus órdenes, encantado, y entreveía chalecos abotonados, cuellos duros, pañuelitos rígidos estirados en los bolsillos de los sacos, mejillas amoratadas, y mozos de chaqueta blanca que pasaban bebidas, bocaditos. Aceptó un vaso de naranjada y pensó tan distinguida, tan blanca, esas manos tan cuidadas, esos modales de mujer acostumbrada a mandar, y pensó Queta tan morena, tan tosca, tan vulgar, tan acostumbrada a servir.
– Si quiere, empezamos de una vez, don Cayo -dijo el senador Heredia.
– Sí, senador -ella y Queta- sí, cuando quiera.
Los mozos jalaban las sillas, los hombres tomaban asiento con sus copitas de pisco-sauer en las manos, serían una veintena, él y el senador Heredia se instalaron frente a ellos. Bueno, aquí estaban reunidos para esta conversación informal sobre la visita del Presidente a Cajamarca, dijo el senador, esa ciudad tan querida para todos los presentes y él pensó: podría ser su sirvienta. Sí, era su sirvienta, un triple motivo de regocijo para los cajamarquinos decía el senador, no aquí sino en la casa-hacienda que ella tendría en Cajamarca, por el honor que significa que visite nuestra tierra decía el senador, una casa-hacienda llena de viejos muebles y largos corredores y cuartos con mullidas alfombras de vicuña donde ella se aburriría mientras el marido atendía la senaduría en la capital, y porque va a inaugurar el nuevo puente y el primer tramo de la carretera decía el senador, una casa llena de cuadros y sirvientes pero la sirvienta que ella preferiría sería Quetita, su Quetita. El senador Heredia se puso de pie: sobre todo, una ocasión para que los cajamarquinos demostraran su gratitud al Presidente por las obras de tanta trascendencia para el departamento y el país. Movimiento de sillas, de manos, como si fueran a aplaudir, pero el senador ya estaba hablando de nuevo, Quetita la que le serviría el desayuno en la cama y la que le escucharía sus confidencias y le guardaría los secretos: por eso se había nombrado este Comité de Recepción integrado por, y él entrevió que al oír sus nombres los mencionados sonreían o se ruborizaban. Esta reunión tenía por objeto coordinar el programa preparado por el Comité de Recepción con el programa elaborado por el propio gobierno para la visita presidencial, y el senador se volvió a mirarlo: Cajamarca era una tierra hospitalaria y agradecida, don Cayo, Odría recibiría una acogida digna de la labor que cumple al frente de los altos destinos del país. No se puso de pie; sonriendo apenas, agradeció al distinguido senador Heredia, a la representación parlamentaria cajamarquina su desinteresado esfuerzo para que la visita fuera un éxito, al fondo del salón tras unos tules ondulantes las dos sombras cálidamente se dejaban caer una junto a la otra sobre un colchón de plumas que las recibía sin ruido; a los miembros del Comité de Recepción por haber tenido la amabilidad de venir a Lima a cambiar ideas, e instantáneamente brotaban ahogadas risitas atrevidas y las sombras ya se habían estrechado y rodado y eran una sola forma sobre las sábanas blancas, bajo los tules: él también estaba convencido que la visita sería un éxito, señores.