Выбрать главу

– LA vieja Ivonne anda rajando del gobierno y hasta de ti -dijo Hortensia.

– Cuidadito con decirle algo, me mata si sabe que ando chismeándola -dijo Queta-. No quiero tener de enemiga a esa arpía.

Pasó frente a ellas, hacia el bar. Se sirvió un whisky puro con dos cubitos de hielo y se sentó. Las sirvientas, ya uniformadas, revoloteaban alrededor de la mesa. ¿Les habían dado de comer a los choferes? Respondieron que sí. El baño lo había amodorrado, veía a Hortensia y Queta a través de una ligera neblina, oía apenas sus cuchicheos y risas. Bueno, qué andaba diciendo la vieja.

– Es la primera vez que la oigo hablar mal de ti en público -dijo Queta-. Hasta ahora era puro almíbar cuando te nombraba.

– Le decía a Robertito que la plata que le saca Lozano se la reparte contigo -dijo Hortensia-. Al chismoso número uno de Lima, figúrate.

– Que si la siguen sangrando así se va a retirar a la vida decente -se rió Queta.

Él arrugó la cara y abrió la boca: si fueran mudas, si se pudiera entender uno con las mujeres sólo por gestos. Queta se agachó para alcanzar los palitos salados, su escote se corrió y aparecieron sus senos.

– Oye, no me lo provoques -le dio un manotazo Hortensia-. Guarda eso para cuando llegue el vejete.

– A Landa ni eso lo despierta -le devolvió el manazo Queta-. También está para retirarse a la vida decente.

Se reían y él las escuchaba, bebiendo. Siempre los mismos chistes, ¿sabía el último?, los mismos temas de conversación, Ivonne y Robertito eran amantes, ahora llegaría Landa y al amanecer tendría también la sensación de haber animado una noche idéntica a otras noches. Hortensia se paró a cambiar los discos, Queta a llenar los vasos de nuevo, la vida era una calcomanía tan monótona. Todavía bebieron otro whisky antes de oír que frenaba un auto en la puerta.

GRACIAS a las ocurrencias de Ludovico la espera se les hacía menos aburrida, don. Que su boquita, que sus labios, que las estrellitas de sus dientes, que olía a rosas, que un cuerpo para sacudir a los muertos en sus tumbas: parecía templado de la señora, don. Pero si alguna vez estaba en su delante ni a mirarla se atrevía, por miedo a don Cayo. ¿Y a él le pasaba lo mismo? No, Ambrosio escuchaba las cosas de Ludovico y se reía, nomás, él no decía nada de la señora, tampoco le parecía cosa del otro mundo a él, él sólo pensaba en que fuera de día para irse a dormir. ¿Las otras, don? ¿Que si la señorita Queta tampoco le parecía gran cosa? Tampoco, don. Bueno, sería guapa, pero que ánimos tendría Ambrosio para pensar en mujeres con ese ritmo matador de trabajo, la cabeza sólo le daba para soñar con el día libre que se pasaba tumbado en la cama, recuperándose de las malas noches. Ludovico era distinto, desde que pasó a cuidar a don Cayo se sentía importantísimo, ahora sí que entraría al escalafón, negro, y entonces jodería a los que lo jodían a él por ser un simple contratado. La gran aspiración de su vida, don. Esas noches, si no hablaba de la señora, era de eso: tendría sueldo fijo, chapa, vacaciones, en todas partes lo respetarían y quién no vendría a proponerle algún negocito. No, Ambrosio nunca había querido hacer carrera en la policía, don, a él eso le fregaba más bien, por el aburrimiento de las esperas. Conversaban, fumaban, a eso de la una o dos se morían de sueño, en invierno de frío, cuando comenzaba a amanecer se mojaban la cara en el pilón del jardín, y veían a las sirvientas que salían a comprar pan, los primeros autos, el olor fuerte del pasto se les metía a las narices y se sentían aliviados porque don Cayo no tardaría. Cuándo cambiará la suerte y tendré vida normal, pensaba Ambrosio. Y gracias a usted había cambiado y ahora por fin la tenía, don.

LA señora se pasó la mañana en bata, un cigarrito tras otro, oyendo las noticias. No quiso almorzar, sólo tomó un café cargado y se fue en un taxi. Poco después salieron Carlota y Símula. Amalia se echó vestida en la cama. Sentía un gran cansancio, le pesaban los párpados, y cuando despertó era de noche. Se incorporó y sentada, trató de recordar lo que había soñado: con él pero no se acordaba qué, sólo que mientras soñaba pensaba que dure, no termines. O sea que el sueño te gustaba, bruta. Se estaba lavando la cara cuando la puerta del baño se abrió de golpe: Amalia, Amalia, había revolución. A Carlota se le salían los ojos, qué pasaba, qué habían visto. Policías con fusiles y ametralladoras, Amalia, soldados por todas partes. Amalia se peinaba, se ponía el mandil y Carlota daba saltos, pero dónde, pero qué. En el Parque Universitario, Amalia, Carlota y Símula estaban bajando del ómnibus cuando habían visto la manifestación. Muchachos, muchachas, cartelones, Libertad, Libertad, A-re-qui-pa, A-re-qui-pa, que renuncie Bermúdez, y de puro tontas se habían puesto a mirar. Centenares, miles, y de repente aparecieron los policías, el Rochabús, camiones, jeeps, y la Colmena se había llenado de humo, chorros de agua, carreras, gritos, pedradas y en eso la caballería. Y ellas ahí, Amalia, ellas en medio sin saber qué hacer. Se habían apretado contra un portón, abrazadas, rezando, el humo las hacía estornudar y llorar, pasaban tipos gritando muera Odría y habían visto cómo apaleaban a los estudiantes y las pedradas que les llovían a los policías. Qué iba a pasar, qué iba a pasar. Fueron a escuchar la radio y Símula tenía los ojos irritados y se persignaba: de la que se habían librado, ay Jesús. La radio no decía nada, cambiaban de estación y anuncios, música, preguntas y respuestas, pedidos telefónicos.

A eso de las once vieron bajar a la señora del autito blanco de la señorita Queta, que partió ahí mismo.

Venía muy tranquila, qué hacían despiertas, era tardísimo. Y Símula: estaban oyendo la radio pero no decían nada de la revolución, señora. Qué revolución ni ocho cuartos, Amalia se dio cuenta que estaba tomadita, ya se había arreglado todo. Pero si ellas habían visto, señora, decía Carlota, la manifestación y los policías y todo, y la señora tontas, no había de qué asustarse. Había hablado por teléfono con el señor, les iban a dar un escarmiento a los arequipeños y mañana ya estaría todo en paz. Tenía hambre y Símula le hizo un churrasco: el señor no pierde la serenidad por nada, decía la señora, no vuelvo a preocuparme así por él. Apenas levantó la mesa, Amalia se fue a acostar. Ya está, había comenzado todo de nuevo, bruta, te habías amistado con él. Sentía una languidez suave, una flojera tibiecita. Cómo se llevarían ahora, ¿se pelearían de vez en cuando?, no iría más a casa de su amigo, que alquilara un cuartito, ahí podrían pasar los domingos. Se lo arreglarás bonito, bruta. Si pudiera conversar con Carlota y contarle. No, tenía que aguantarse las ganas hasta que volviera a ver a Gertrudis.

LANDA venía con los ojos rutilando, muy locuaz y oliendo a alcohol, pero apenas entró puso una cara de duelo: sólo podía quedarse un momento, qué tragedia. Se inclinó a besar la mano de Hortensia, pidió a Queta un besito en la mejilla amariconando la voz, y se dejó caer en el sillón entre ambas, declamando: una espina entre dos rosas, don Cayo. Estaba ahí, semicalvo, enfundado en un terno gris de línea impecable que disimulaba sus curvas, con una corbata granate, piropeando a Hortensia y a Queta y él pensó la seguridad, la desenvoltura que da la plata.

– La Comisión de Fomento se reúne a las nueve de la mañana, don Cayo, fíjese qué hora -dijo Landa, con una mueca tragicómica-. Y yo tengo que dormir ocho horas por receta médica. Qué lástima.

– Cuentos, senador -dijo Queta, alcanzándole un whisky-. La verdad es que tu mujer te tiene del pescuezo.

El senador Landa brindó por los dos primores que me rodean y también por usted, don Cayo. Bebió, paladeando, y se echó a reír.

– Soy hombre libre, ni las cadenas del matrimonio aguanto -exclamó-. Hijita, te quiero mucho, pero quiero conservar mi libertad de parranda, que en el fondo es la que más importa. Y ella entendió. Treinta años de casados y nunca me ha pedido cuentas. Ni una sola escena de celos, don Cayo.

– Y te has aprovechado de esa libertad a tu gusto -dijo Hortensia-. Cuéntanos tu última conquista, senador.

– Más bien les voy a contar algunos chistes contra el gobierno que acabo de oír en el Club -dijo Landa-. Vengan, sin que nos oiga don Cayo.

Se festejaba con sonoras carcajadas, que se mezclaban con las de Queta y Hortensia, y él festejaba también los chistes, la boca entreabierta y las mejillas fruncidas. Bueno, si el ilustre senador tenía que irse pronto, mejor comían de una vez. Hortensia partió hacia el repostero, seguida de Queta. Salud don Cayo, salud senador.

– Cada día más buena moza esa Queta -dijo Landa-. Y Hortensia ni se diga, don Cayo.

– Le estoy muy agradecido por el dictamen de su Comisión -dijo él-. Le di la noticia a Zavala, a mediodía. Sin usted, esos gringuitos no hubieran ganado la licitación.

– Aquí el que tiene que dar las gracias soy yo, por lo de "Olave" -dijo Landa, haciendo un gesto de olvídese-. Los amigos están para servirse unos a otros, no faltaba más.

Y él vio que el senador se distraía, su mirada se desviaba hacia Queta que venía contoneándose: nada de hablar de negocios ni de política aquí, estaba prohibido. Se sentó junto a Landa y él vio el pestañeo súbito, la resolana en las mejillas de Landa que adelantaba la cara y posaba un instante los labios en el cuello de Queta. No se iría, se iba a quedar, inventaría una mentira, se emborracharía y sólo a las tres o cuatro de la mañana se llevaría a Queta: acercó los pulgares sin vacilar y los ojos de ella estallaron como dos uvas. Lo excitaste, se quedó y por tu culpa hoy tampoco dormí: paga. Pasen a la mesa, dijo Hortensia, y él alcanzó todavía a sepultar la barra ígnea entre los muslos de Queta y a oír el chasquido de la carne chamuscada: paga. Durante toda la comida, Landa acaparó la conversación, con una versatilidad que aumentaba a cada copa de vino: chismes, chistes, anécdotas, piropos. Queta y Hortensia le preguntaban, le contestaban, lo celebraban, y él sonreía. Cuando se levantaron, Landa hablaba de una manera difusa y sobresaltada, quería que Queta y Hortensia dieran pitadas de su habano, se iba a quedar. Pero de pronto miró su reloj y la alegría se esfumó de su cara: las doce y media, con el dolor de su alma tenía que irse. Besó la mano de Hortensia, quiso besar a Queta en la boca pero ella ladeó la cara y le ofreció la mejilla. Él acompañó a Landa hasta la puerta de calle.