IX
La movían, te está esperando, abrió los ojos, el chofer del señor de la otra vez, la cara burlona de Carlota: ahí en la esquina te estaba esperando. Apurada se vistió, ¿había estado el domingo con él?, se peinó, ¿por eso no había venido a dormir?, y oía atontada las risas, las preguntas de Carlota. Cogió la canasta del pan, salió y en la esquina estaba Ambrosio: ¿no había pasado nada aquí? La agarró del brazo, no quería que lo vieran, la hacía caminar muy rápido, estaba nervioso por ti, Amalia. Ella se paró, lo miró, ¿y qué podía pasar, de qué estaba nervioso?, pero él la obligó a seguir caminando: ¿no sabes que don Cayo ya no es Ministro? Estás soñando, dijo Amalia, ya se había arreglado todo, anoche la señora pero Ambrosio no, no, anoche lo habían sacado a don Cayo y a todos los ministros civiles y había un gabinete militar. ¿La señora no sabía nada? No, no sabría todavía, estaría durmiendo, la pobre se acostó creyendo que todo se estaba arreglando. Cogió a Ambrosio del brazo: ¿y qué le iba a pasar al señor ahora? No sabía qué le iría a pasar, pero con dejar de ser Ministro ya le había pasado bastante ¿no? Amalia entró a la panadería sola, pensando tenía miedo por, vino por, te quiere. Al salir ella lo agarró del brazo, ¿y cómo se había venido a San Miguel, diciéndole qué a don Fermín? Don Fermín se había escondido, tenía miedo que lo metieran preso, la policía había estado vigilando su casa, estaba en el campo. Y Ambrosio feliz, Amalia, mientras estuviera escondido podrían verse más. La arrinconó contra un garaje, ahí no podían verlos desde la casa, le juntó el cuerpo y la abrazó. Amalia se empinó para llegar hasta su oído: ¿tenías miedo de que me pasara algo a mí? Sí, lo oyó que se reía, ahora ella se sobraría con él. Y Amalia: ahora sería mejor que la otra vez ¿no?, ya no se pelearían ¿no? Y Ambrosio: no, ahora no. La acompañó hasta la esquina, al despedirse le recomendó si las muchachas me han visto invéntales alguna mentira, que había venido a traer un encargo, que me conoces apenas.
ESPERÓ que el automóvil de Landa arrancara y volvió a la casa. Hortensia se había sacado los zapatos y canturreaba, apoyada contra el bar; gracias a Dios que se fue el vejete, dijo Queta, desde el sillón. Se sentó, recobró su vaso de whisky y bebió, despacio, mirando a Hortensia que ahora bailaba en el sitio. Tomó el último trago, miró su reloj, y se puso de pie. Tenía que irse, también. Subió al dormitorio y, en la escalera, sintió que Hortensia dejaba de cantar y venía tras él.
Queta se rió. ¿No podía quedarse?, se le acercó Hortensia por detrás y sintió su mano en el brazo, su voz mimosa, ebria ya, esta semana no te he visto una sola vez. Para el diario, dijo él, poniendo unos billetes sobre el tocador: no podía, tenía que hacer desde temprano. Se volvió, los ojos casi líquidos de Hortensia, su expresión cariñosa e idiota, y le pasó la mano por la mejilla, sonriéndole: estaba muy ocupado con el viaje del Presidente, vendría mañana quizás. Cogió el maletín y bajó la escalera, con Hortensia prendida de su brazo, oyéndola ronronear como una gata excitada, sintiéndola insegura, casi tambaleante. Tendida en el sofá grande, Queta balanceaba en el aire su vaso a medio llenar, y vio sus ojos que se volvían a mirarlos, burlones. Hortensia lo soltó, corrió torpemente, se echó en el sofá.
– Se quiere mandar mudar, Quetita -su voz dulzona y cómica, sus pucheros teatrales-. No me quiere ya.
– Qué te importa -Queta se ladeó en el sillón, abrió los brazos, abrazó á Hortensia-. Que se vaya, chola, yo te voy a consolar.
Oyó la risita desafiante de Hortensia, la vio estrecharse contra Queta y pensó: siempre lo mismo. Riéndose, jugando, dejándose ganar por el juego, las dos se abrazaban, soldadas en el sofá que sus cuerpos rebalsaban, y él veía sus labios picoteándose, apartándose y uniéndose entre risas, sus pies que se trenzaban. Las observaba desde el último escalón, fumando, una media sonrisa benévola en la boca, sintiendo en los ojos una súbita indecisión, en el pecho un brote de cólera. De pronto, con un gesto de derrota, se dejó caer en el sillón, y soltó el maletín que resbaló al suelo.
– Mentira lo de las ocho horas de sueño, lo de la Comisión de Fomento -pensó, apenas consciente de que también hablaba-. Estará ahora en el Club, apostando. Quería quedarse, pero su vicio fue más fuerte.
Ellas se hacían cosquillas, daban grititos exagerados, se secreteaban y sus estremecimientos, manotazos y disfuerzos las acercaban a la orilla del sofá. No llegaban a caer: adelantaban y retrocedían, empujándose, sujetándose, siempre con risas. Él no les quitaba la vista, la cara fruncida, los ojos entrecerrados pero alertas. Sintió la boca reseca.
– El único vicio que no entiendo -pensó, en voz alta-. El único que resulta estúpido en un hombre que tiene la plata de Landa. ¿Jugar para tener más, para perder lo que tiene? Nadie está contento, siempre falta o sobra algo.
– Míralo, está hablando solo -Hortensia alzó la cara del cuello de Queta y lo señaló-. Se volvió loco. Ya no se va, míralo.
– Sírveme una copa -dijo él, resignado-. Ustedes son mi ruina.
Sonriendo, murmurando algo entre dientes, Hortensia fue hacia el bar, tropezando, y él buscó los ojos de Queta y le señaló el repostero: cierra esa puerta, las sirvientas estarían despiertas. Hortensia le trajo el vaso de whisky y se sentó en sus rodillas. Mientras bebía, reteniendo el líquido en la boca, paladeándolo con los ojos cerrados, sentía el brazo desnudo de ella alrededor de su cuello, su mano que lo despeinaba, y oía su incoherente, tierna voz: cayito mierda, cayito mierda. El fuego de la garganta era soportable, hasta grato. Suspiró, apartó a Hortensia, se levantó y subió las escaleras sin mirarlas. Un fantasma que tomaba cuerpo de repente y saltaba sobre uno por la espalda y lo tumbaba: así le habría pasado a Landa, así a todos. Entró al dormitorio y no encendió la luz. Avanzó a tientas hasta el sillón del tocador, sintió su propia risita disgustada. Se quitó la corbata, el saco, y se sentó. La señora Heredia estaba abajo, iba a subir.
Rígido, inmóvil, esperó que subiera.
– ¿SIENTES angustia por la hora? -dice Santiago-. No te preocupes. Un amigo me dio una receta infalible contra eso, Ambrosio.
– Mejor nos quedamos aquí -dijo el Chispas-. Ahí hay puro borracho. Si bajamos le dirán algo a la Teté y habrá trompadas.
– Entonces pega un poquito más el auto -dijo la Teté-. Quiero ver a los que bailan.
El Chispas acercó el auto a la vereda y ellos pudieron ver, desde el asiento, los hombros y caras de las parejas que bailaban en “El Nacional”; oían los timbales, las maracas, la trompeta, y al animador anunciando a la mejor orquesta tropical de Lima. Al callar la música, oían el mar a sus espaldas, y si se volvían, divisaban por sobre la barandilla del Malecón la espuma blanca, la reventazón de las olas. Había varios automóviles estacionados frente a los restaurantes y bares de La Herradura. La noche estaba fresca, con estrellas.
– Me encanta que nos veamos a escondidas -dijo la Teté, riéndose-. Me parece que estamos haciendo algo prohibido. ¿A ustedes no?
– A veces el viejo sé viene a dar sus vueltas por aquí, de noche -dijo el Chispas-. Sería graciosísimo que nos pescara aquí a los tres.
– Nos mataría si supiera que nos vemos contigo -dijo la Teté.
– Se pondría a llorar de emoción al ver al hijo pródigo -dijo el Chispas.
– Ustedes no me creen, pero me voy a presentar en la casa en cualquier momento -dijo Santiago-. Sin avisarles. La semana próxima, a lo mejor.
– Claro que te voy a creer, hace meses que nos cuentas el mismo cuento -y la cara de la Teté se iluminó-: Ya sé, ya se me ocurrió. Vamos ahora mismo a la casa, amístate hoy con los papás.
– Ahora no, otro día -dijo Santiago-. Además, no quiero ir con ustedes, sino solo, para que haya menos melodrama.
– No vas a ir nunca a la casa y te voy a decir por qué -dijo el Chispas- Estás esperando que el viejo vaya a tu pensión, a pedirte perdón no sé de qué y a rogarte que vuelvas.
– Ni siquiera cuando el desgraciado de Bermúdez lo perseguía fuiste, ni siquiera en su cumpleaños lo llamaste -dijo la Teté-. Qué desgraciado eres, supersabio.
– Estás loco si crees que el viejo te va a ir a llorar -dijo el Chispas-. Te largaste de puro loco y los viejos están resentidos con toda razón. El que tiene que ir a pedirles perdón eres tú, conchudo.
– ¿Vamos a seguir hablando todas las veces de lo mismo? -dijo Santiago. Cambien de tema, por favor. ¿Cuándo te casas con Popeye, Teté?
– Qué te pasa, idiota -dijo la Teté. Ni siquiera estoy con él. Sólo es un amigo.
– Leche de magnesia y un polvo cada semana, Zavalita -dijo Carlitos-. Con el estómago limpio y la paloma al día no hay angustia que resista. Una receta infalible, Zavalita.
EN la casa, Carlota vino a su encuentro, atolondrada: el señor ya no era Ministro, lo estaba diciendo la radio, lo habían cambiado por un militar. ¿Ah, sí?, disimulaba Amalia poniendo los panes en la panera, ¿y la señora? Estaba enojadísima, Símula acababa de subirle los periódicos y había dicho unas lisuras que se oyeron hasta aquí. Amalia le llevó la jarrita de café, el jugo de naranja y las tostadas, y desde la escalera oyó el tic-tac de Radio Reloj. La señora estaba a medio vestir, los periódicos regados por la cama deshecha, en vez de contestarle los buenos días le ordenó sólo café puro, con una cólera. Le alcanzó la taza, la señora tomó un traguito y puso la taza de nuevo en la bandeja. Amalia la seguía del closet al cuarto de baño al tocador, para que tomara su café mientras se vestía, veía la mano que le temblaba tanto, la raya de las cejas se le torcía, y ella temblaba también, oyéndola: esos ingratos, si no fuera por el señor a Odría y a esos ladrones hacía rato que se los habría cargado la trampa. Ahora quería ver qué harían sin él esos sinvergüenzas, el lápiz de labios se le escapó de las manos, derramó el café dos veces, sin él no durarían ni un mes. Salió del cuarto sin acabar de maquillarse, llamó un taxi y, mientras esperaba, se mordía los labios y de repente una palabrota. Apenas partió, Símula encendió la radio, estuvieron oyendo todo el día. Hablaban del gabinete militar, contaban las vidas de los nuevos ministros, pero en ninguna estación lo nombraban al señor. Al anochecer Radio Nacional dijo que había terminado la huelga de Arequipa, mañana se abrirían los colegios, la Universidad y las tiendas y Amalia se acordó del amigo de Ambrosio: había ido allá, a lo mejor lo habían matado. Símula y Carlota comentaban las noticias y ella las oía, distrayéndose a ratos, pensando en Ambrosio: se asustó por, vino por, tí. A lo mejor ahora que ya no estaba en el gobierno se viene a vivir aquí, decía Carlota, y Símula sería una gran desgracia para nosotras, y Amalia pensó: ¿si lo habían, tendría algo de malo que Ambrosio arrendara el cuartito para ellos dos? Sí, sería aprovecharse de una desgracia. La señora volvió tarde, con la señorita Queta y la señorita Lucy. Se sentaron en la sala y mientras Símula preparaba la comida, Amalia escuchaba a las señoritas consolando a la señora: lo habían sacado para que se acabara la huelga pero seguiría mandando desde su casa, era el hombre fuerte, Odría le debía todo a él. Pero ni siquiera me ha llamado, decía la señora, paseándose, y ellas estaría en reuniones, discusiones, ya llamaría, a lo mejor esta misma noche vendría. Se tomaban sus whiskicitos y al sentarse a la mesa ya se reían y hacían bromas.