Se sentía de buen humor, sólo faltaban tres días para el domingo. Querían que las despertaran temprano, dijo Símula, súbeles el desayuno de una vez. Sólo en la escalera vio la fotografía del periódico. Tocó la puerta varias veces, la voz dormida de la señora ¿sí?, y entró hablando: había una foto del señor en “La Prensa”, señora. En la semioscuridad una de las dos formas de la cama se enderezó, se encendió la lamparita del velador. La señora se echó los cabellos atrás y mientras ella colocaba la bandeja en la silla y la aderezaba a la cama, la señora miraba el periódico.
¿Le abría la cortina, señora?, pero ella no contestó: pestañeaba, los ojos clavados en la fotografía. Por fin, sin mover la cabeza, estiró una mano y remeció a la señorita Queta.
– Qué quieres -se quejaron las sábanas-. Déjame dormir, es medianoche.
– Se mandó mudar, Queta -la remecía con furia, miraba asombrada el periódico-. Se largó, se mandó mudar.
La señorita Queta se incorporó, se frotaba los ojos hinchados con las dos manos, se inclinó a mirar, y Amalia como siempre sintió vergüenza al verlas así tan juntas, sin nada.
– Al Brasil -repetía la señora, con voz espantada-. Sin venir, sin llamar. Se largó sin decirme una palabra, Queta.
Amalia llenaba las tazas, trataba de leer pero sólo veía los pelos negros de la señora, los colorados de la señorita Queta, se había ido, qué iba a pasar.
– Bueno, habrá tenido que partir de urgencia -decía la señorita Queta, tapándose el pecho con la sábana-. Ahora te mandará el pasaje. Te habrá dejado alguna carta, seguro.
La señora se había desencajado y Amalia veía cómo le temblaba la boca, la mano que sujetaba el periódico lo iba arrugando: el desgraciado ése, Queta, sin telefonear, sin dejarle un centavo, y sollozó. Amalia dio media vuelta y salió del cuarto: no te pongas así, chola, oía, mientras bajaba volando las gradas para contarles a Carlota y a Símula.
SE enjuagó la boca, limpió su cuerpo con minucia, se friccionó el cerebro con una toalla empapada en colonia. Se vistió muy despacio, la mente en blanco y un zumbido delicado en las orejas. Volvió al dormitorio y ellas se habían cubierto con las sábanas. Distinguió en la penumbra las cabelleras en desorden, las manchas de rouge y rimmel en las caras saciadas, el sosiego adormecido de sus ojos. Queta se había encogido ya para dormir, pero Hortensia lo miraba.
– ¿No vas a quedarte? -su voz era desinteresada y opaca.
– No hay sitio -dijo él, desde la puerta, y le sonrió antes de salir-. Vendré mañana, quizás.
Bajó la escalera de prisa, recogió el maletín de la alfombra, salió a la calle. Sentados en el muro del jardín, Ludovico y Ambrosio conversaban con los guardias de la esquina. Al verlo se callaron y pusieron de pie.
– Buenas noches -murmuró, alcanzando un par de libras a los guardias-. Tómense algo contra el frío.
Entrevió apenas sus sonrisas, oyó sus gracias y entró al auto: a Chaclacayo. Apoyó la cabeza en el respaldo, se subió las solapas, ordenó que cerraran las ventanillas de adelante. Oía, inmóvil, el rumor de la charla de Ambrosio y Ludovico, y de cuando en cuando abría los ojos y reconocía calles, plazas, la oscura carretera: todo zumbaba en su cabeza, monótonamente. Dos reflectores cayeron sobre el automóvil cuando éste se detuvo. Oyó órdenes y buenas noches, divisó las siluetas de los guardias que abrían el portón. ¿A qué hora mañana, don Cayo?, dijo Ambrosio. A las nueve.
Las voces de Ambrosio y Ludovico se perdieron á su espalda, y desde la entrada de la casa, divisó siluetas retirando la tranquera del garaje. Estuvo sentado en el escritorio unos minutos, tratando de anotar en su libreta los asuntos del día siguiente. En el comedor se sirvió un vaso de agua helada y subió al dormitorio a pasos lentos, sintiendo temblar el vaso en su mano. Las pastillas para dormir estaban en la repisa del baño, junto a la máquina de afeitar. Tomó dos, con un largo trago de agua. A oscuras dio cuerda al reloj y puso el despertador a las ocho y media. Se subió las sábanas hasta el mentón. La sirvienta había olvidado cerrar las cortinas y el cielo era un cuadrado negro salpicado de brillos diminutos. Las pastillas demoraban entre diez y quince minutos en traer el sueño. Se había acostado a las tres y cuarenta y las agujas fosforescentes del despertador marcaban las cuatro menos cuarto. Unos cinco minutos de desvelo todavía.
TRES
I
LLEGÓ a la redacción poco antes de las cinco y se estaba quitando el saco cuando sonó el teléfono al fondo de la sala. Vio qué Arispe levantaba el aparato, movía la boca, echaba una ojeada a los escritorios vacíos y lo veía: Zavalita, por favor. Cruzó la redacción, se detuvo ante la mesa colmada de puchos, papeles, fotos y rollos de pruebas.
– Los conchudos de policiales no vienen hasta las siete -dijo Arispe-. Vaya usted, tome los datos y se los pasa después a Becerrita.
– General Garzón 311 -leyó Santiago en el papel-. Jesús María ¿no?
– Vaya bajando, yo les paso la voz a Periquito y a Darío -dijo Arispe-. Debe haber fotos de ella en el archivo. ¿La Musa chaveteada? -dijo Periquito en la camioneta, mientras cargaba su cámara-. Vaya notición.
– Hace años cantaba en Radio el Sol -dijo Darío, el chofer-. ¿Quién la mató?
– Un crimen pasional, parece -dijo Santiago-. Nunca oí hablar de ella.
– Le saqué fotos cuando salió Reina de la Farándula, una real hembra -dijo Periquito-. ¿Haces policiales ahora, Zavalita?
– Era el único en la redacción cuando le dieron el dato a Arispe -dijo Santiago-. Me servirá de escarmiento para no llegar más a la hora.
La casa estaba junto a una botica, había dos patrulleros y gente aglomerada en la calle, ahí viene “La Crónica” gritó un chiquillo. Tuvieron que mostrar los carnets del diario a un policía y Periquito fotografió la fachada, la escalera, el primer rellano. Una puerta abierta, piensa, humo de cigarrillos.
– A usted no lo conozco -dijo un gordo de papada, vestido de azul, examinando el carnet-¿Qué fue de Becerrita?
– No estaba en el diario cuando nos llamaron -y Santiago sintió el olor raro, carne humana transpirada, piensa, frutas podridas-. No me conoce porque trabajo en otra sección, Inspector.
El flash de Periquito relampagueó, el de la papada pestañó y se hizo a un lado. Entre las personas que murmuraban, Santiago vio un fragmento de pared empapelada de azul claro, losetas sucias, un velador, un cubrecama negro. Permiso, dos hombres se apartaron, sus ojos subieron y bajaron y subieron muy rápido, la silueta tan blanca piensa, sin detenerse en los coágulos, en los labios rojinegros de las heridas fruncidas, en la maraña de cabellos que ocultaba su cara, en la mata de vello negro agazapada entre las piernas. No se movió, no dijo nada. Los arcoiris de Periquito estallaban a derecha e izquierda, ¿se le podía fotografiar la cara, Inspector?, una mano apartó la maraña y apareció un rostro cerúleo e intacto, con sombras bajo las pestañas corvas. Gracias, Inspector, dijo Periquito, ahora en cuclillas junto a la cama, y el chorrito de luz blanca brotó otra vez. Diez años soñándote con ella, Zavalita, si Anita supiera creería que te enamoraste de la Musa y tendría celos.
– Se nota que el amigo periodista es nuevo -dijo el de la papada-. No se nos vaya a desmayar, joven, ya tenemos bastante trabajo con esta señora.
Las caras veladas por el humo se relajaron en sonrisas, Santiago hizo un esfuerzo y también sonrió. Al tocar el lapicero descubrió que su mano estaba sudando; cogió la libreta, sus ojos volvieron a mirar: manchones, senos que se derramaban, pezones escamosos y sombríos como lunares. El olor entraba a raudales por su nariz y lo mareaba.
– Hasta el ombligo se lo abrieron -Periquito cambiaba las bombillas con una sola mano, se mordía la lengua-. Qué tal sádico.
– También le abrieron otra cosa -dijo el de la papada, con sobriedad-. Acércate, Periquito; usted también, joven, vean qué cosa bárbara.
– Un hueco en el hueco -murmuró una voz relamida y Santiago oyó risitas tenues y comentarios ininteligibles. Apartó los ojos de la cama, dio un paso hacia el hombre de azul.
– ¿Podría darme algunos datos, Inspector?
– Por lo pronto, las presentaciones -dijo el de la papada, cordialmente, y le alcanzó una mano blanda-. Adalmiro Peralta, jefe de la división de Homicidios, y éste es mi adjunto, el oficial primero Ludovico Pantoja. Tampoco se olvide de él.
Tratabas de reanimar la sonrisa, de conservarla en la cara mientras apuntabas en la libreta, Zavalita, mientras veías los rasgos histéricos de la pluma rasgando el papel, resbalando sin rumbo.
– Favor por favor, Becerrita lo pondrá al tanto -mientras oías la voz risueña y familiar del inspector Peralta-. Nosotros les damos la primicia y ustedes nos dan un poco de peliculina, que nunca está de más.
Risas otra vez, los flashes de Periquito, el olor, el humo alrededor: ahí, Zavalita. Santiago asentía, la libreta semidoblada, pegada a su pecho, garabateando ahora rayas, puntos, viendo surgir letras como jeroglíficos.
– Nos dio el aviso una vieja que vive sola en el departamento del lado -dijo el Inspector-. Oyó gritos, vino y encontró la puerta abierta. Hubo que llevarla a la Asistencia Pública, mal de los nervios. Imagínese el susto que se llevaría al encontrarse con esto.
– Ocho chavetazos -dijo el oficial primero Ludovico Pantoja-. Contados por el médico legista, joven.
– Es probable que estuviera dopada -dijo el inspector Peralta-. Por el olor y por los ojos, parece. Estaba casi siempre dopada, últimamente. Tenía una ficha de este porte en la división. En fin, ya lo dirá la autopsia.
– Hace un año estuvo complicada en un asunto de drogas -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. La metieron adentro junto con una pichicatera conocida. Había caído muy bajo.
– ¿Se podría fotografiar la chaveta, Inspector? -dijo Periquito.
– Se la llevaron los peritos -dijo el inspector Peralta-. Una corriente, de quince centímetros. Sí, huellas digitales para regalar.
– No lo hemos cogido, pero será botado -dijo el oficial Ludovico Pantoja-. Dejó la casa llena de huellas, ni siquiera se llevó el arma, lo hizo en pleno día. No era un profesional ni mucho menos.
– No lo hemos identificado, porque esta señora no tenía un amante sino muchos -dijo el inspector Peralta-. Cualquiera se la tiraba, últimamente. Había bajado de categoría la pobre.
– Fíjese, si no, dónde vino a morir -el oficial Ludovico Pantoja señaló el cuarto con misericordia-. Después de vivir tan a lo grande.