Se hizo el que no conocía a Amalia. Los dos le hacían preguntas y preguntas sobre el señor Lucas y al final tranquilizaron a la señora: recuperaría sus joyas, era cuestión de unos días.
Fueron unos días tristes. Antes las cosas iban mal pero desde entonces todo fue peor, pensaría Amalia después. La señora estaba en cama, pálida, despeinada y sólo tomaba sopitas. Al tercer día la señorita Queta se fue. ¿Quiere que suba mi colchón a su cuarto, señora? No, Amalia, duerme en el tuyo nomás. Pero Amalia se quedó en el sofá de la sala, envuelta en su frazada.
En la oscuridad, sentía su cara húmeda. Odiaba a Trinidad, a Ambrosio, a todos. Cabeceaba y se despertaba, tenía pena, tenía miedo, y en una de ésas vio luz en el pasillo. Subió, pegó el oído a la puerta, no se oía nada, y abrió. La señora estaba tumbada en la cama, sin taparse, los ojos abiertos: ¿la estaba llamando, señora? Se acercó, vio el vaso caído, los ojos en blanco de la señora. Corrió a la calle, gritando. Se había matado, y tocaba el timbre del lado, se había matado, y pateaba la puerta. Vino un hombre en bata, una mujer, le daban cachetadas a la señora, le apretaban el estómago, querían que vomitara, telefoneaban. La ambulancia llegó ya casi de día. La señora estuvo una semana en el Hospital Loayza.
El día que fue a visitarla, Amalia la encontró con la señorita Queta, la señorita Lucy y la señora Ivonne.
Pálida y flaquita, pero más resignada. Aquí está mi salvadora, bromeó la señora. ¿Cómo le digo que no hay ni para comer?, pensaba ella. Felizmente, la señora se acordó: dale algo para sus gastos, Quetita. Ese domingo, fue a buscar a Ambrosio al paradero y lo trajo a la casa. Ya sabía que la señora quiso matarse, Amalia.
¿Y cómo sabía? Porque don Fermín le estaba pagando el hospital. ¿Don Fermín? Sí, ella lo había llamado y él, tan caballero, al verla en esa situación, se había compadecido y la estaba ayudando. Amalia le preparó de comer y después oyeron radio. Se acostaron en el cuarto de la señora y a Amalia le vino un ataque de risa que no le paraba. Para eso eran los espejos, para eso, qué bandida la señora, y Ambrosio tuvo que sacudirla de los hombros y reñirla, enojado con sus carcajadas. No había vuelto a hablar de la casita ni de casarse, pero se llevaban bien ella y él, nunca peleaban. Hacían siempre lo mismo: el tranvía, el cuartito de Ludovico, el cine, alguna vez uno de esos bailes. Un domingo Ambrosio tuvo un lío en un restaurant criollo de los Barrios Altos porque unos borrachos entraron gritando ¡Viva el Apra! y él ¡Muera!. Se acercaban las elecciones y había manifestaciones en la plaza San Martín. El centro estaba lleno de carteles, carros con altoparlantes, ¡Vota por Prado, tú lo conoces! decían en la radio, volantes, cantaban ¡Lavalle es el hombre que quiere el Perú! con musiquita de vals, fotos y a Amalia se le pegó la polquita ¡Adelante con Belaúnde! Habían vuelto los apristas, en los periódicos salían fotos de Haya de la Torre y ella se acordaba de Trinidad. ¿Lo quería a Ambrosio? Sí, pero con él no era como con Trinidad, con él no había esos sufrimientos, esas alegrías, ese calor como con Trinidad. ¿Por qué quieres que gane Lavalle?, le preguntaba, y él porque don Fermín estaba con él. Con Ambrosio todo era tranquilo, somos dos amigos que además nos acostamos se le ocurrió una vez. Se le pasaban meses sin visitar a la señora Rosario, meses sin ver a Gertrudis Lama ni a su tía. Durante la semana iba guardando en la cabeza todo lo que ocurría y el domingo se lo con taba a Ambrosio, pero él era tan reservado que a veces ella se enfurecía. ¿Cómo estaba la niña Teté?, bien, ¿y la señora Zoila?, bien, ¿había vuelto a la casa el niño Santiago, no, ¿lo extrañaban mucho?, sí, sobre todo don Fermín. ¿Y qué más, y qué más? Nada más.
A veces, jugando, ella lo asustaba: voy a ir a visitar a la señora Zoila, voy a contarle a la señora Hortensia lo nuestro. Él echaba espuma: si vas te arrepentirás, si le cuentas no nos veremos nunca más. ¿Por qué tanto escondite, tanto misterio, tanta vergüenza? Era raro, era loco, tenía manías. ¿Sentirías la misma pena que por Trinidad si se muere Ambrosio?, le preguntó Gertrudis una vez. No, lo lloraría pero no le parecería que se acabó el mundo, Gertrudis. Será porque no hemos vivido juntos, pensaba. Tal vez si le hubiera lavado la ropa, si se enfermaba sería distinto.
La señora Hortensia volvió a San Miguel hecha una espina. La ropa le bailaba, se le había chupado la cara, sus ojos ya no brillaban como antes. ¿La policía no encontró las joyas, señora? La señora se rió sin ganas, nunca las encontrarían, y los ojos se le aguaron, Lucas era más vivo que la policía. Todavía lo quería, pobre. La verdad que no quedaban muchas, Amalia, las había ido vendiendo por él, para él. Qué tontos eran los hombres, él no necesitaba robárselas, Amalia, a él le hubiera bastado pedírmelas. La señora cambió.
Los males le venían uno detrás de otro y ella indiferente, seria, callada. Ganó Prado, señora, el Apra se le volteó a Lavalle y votó por Prado y Prado ganó, así lo dijo la radio. Pero la señora ni la oía: perdí mi trabajo, Amalia, el gordo no me renovó el contrato. Lo decía sin furia, como la cosa más normal del mundo.
Y unos días después, a la señorita Queta, las deudas me van a ahogar. No parecía asustada ni que le importara. Amalia ya no sabía qué inventar cuando el señor Poncio venía a cobrar el alquiler: no está, salió, mañana, el lunes. Antes, el señor Poncio era puro piropo y amabilidad; ahora, una hiena: enrojecía, tosía, se atoraba. ¿Con que no está? Le dio a Amalia un empellón y ladró señora Hortensia, basta de engaños! Desde lo alto de la escalera, la señora lo miró como si fuera una cucarachita: con qué derecho esos gritos, dígale a Paredes que le pagaré otro día. Usted no paga y el coronel Paredes me requinta a mí, ladró el señor Poncio, la vamos a sacar de aquí judicialmente. Saldré cuando me dé la gana, dijo la señora sin gritar y él, ladrando, le damos plazo hasta el lunes o procederemos.
Amalia subió después al cuarto pensando estará furiosa. Pero no, estaba tranquila, mirando el techo con ojos gelatinosos. Cuando Cayo, Paredes ni quería cobrar el alquiler, Amalia, y en cambio ahora. Hablaba con una terrible flojera, como si estuviera lejísimos o durmiéndose. Tendrían que mudarse, no había otro remedio, Amalia. Fueron unos días agitados. La señora salía temprano, volvía tarde, vi cien casas y todas carísimas, llamaba a un señor y a otro señor, les pedía una firmita, un préstamo y colgaba el teléfono y se le torcía la boca: malagradecidos, ingratos. El día de la mudanza vino el señor Poncio y se encerró con la señora en el cuartito que era de don Cayo. Por fin bajó la señora y ordenó a los hombres del camión que volvieran a meter a la casa los muebles de la salita y el bar.
La falta de esos muebles ni se notó en el departamento de Magdalena Vieja, era más chico que la casita de San Miguel. Hasta sobraron cosas y la señora vendió el escritorio, los sillones, los espejos y el aparador. El departamento estaba en el segundo piso de un edificio color verde, tenía comedor, dormitorio, baño, cocina, patiecito y cuarto de sirvienta con su bañito. Estaba nuevo, y una vez arreglado, quedó bonito.
El primer domingo que se encontró con Ambrosio en la avenida Brasil, en el paradero del Hospital Militar, tuvieron una pelea. Pobre la señora, le contaba Amalia, los apuros que pasó, le quitaron sus muebles, las groserías del señor Poncio, y Ambrosio dijo me alegro. ¿Qué? Sí, era una conchuda. ¿Qué? Sableaba a la gente, se las pasaba pidiéndole plata a don Fermín que ya la había ayudado tanto, una desconsiderada.
Plántala, Amalia, búscate otra casa. Antes te planto a ti, dijo Amalia. Discutieron como una hora y sólo se amistaron a medias. Está bien, no hablarían más de ella, Amalia, no valía la pena que nos peleemos por esa loca.
Con los préstamos y lo que vendió, la señora estuvo viviendo mal que bien, mientras buscaba trabajo. Encontró al fin en un sitio de Barranco, "La Laguna".
Otra vez empezó a hablar de dejar de fumar y a amanecer muy maquillada. Nunca nombraba al señor Lucas, sólo venía a verla la señorita Queta. No era la de antes. No hacía bromas, no tenía la malicia, la gracia, esa manera tan despreocupada y alegre de antes. Ahora pensaba mucho en la plata. Quiñoncito está loco por ti chola, y ella no quería verlo ni en pintura, Quetita, no tiene un cobre. Después de un tiempo empezó a salir con hombres, pero nunca los hacía pasar, los tenía esperando en la puerta o en la calle mientras se alistaba. Le da vergüenza que vean cómo vive ahora, pensaba Amalia. Se levantaba y se servía su pisco con ginger-ale. Oía la radio, leía el periódico, llamaba a la señorita Queta, y se tomaba dos, tres. Ya no se la veía tan guapa ni tan elegante.
Así se pasaban los días, las semanas. Cuando la señora dejó de cantar en "La Laguna", Amalia se enteró sólo dos días después. Un lunes y un martes la señora se quedó en casa, ¿tampoco iba a ir a cantar esta noche, señora? No volvería a "La Laguna" más, Amalia, la explotaban, buscaría un sitio mejor. Pero los días siguientes no la vio muy ansiosa por encontrar otro trabajo. Se quedaba en cama, las cortinas cerradas, oyendo radio en la penumbra. Se levantaba pesadamente a prepararse un chilcanito y cuando Amalia entraba al cuarto la veía inmóvil, la mirada perdida en el humo, la voz floja y los gestos cansados. A eso de las siete comenzaba a pintarse la boca y las uñas, a peinarse, y a eso de las ocho la señorita Queta la recogía en su autito. Volvía al amanecer hecha un trapo, tomadísima, con una fatiga tan grande que a veces despertaba a Amalia para que la ayudara a desvestirse. Vea cómo está enflaqueciéndose, le dijo Amalia a la señorita Queta, dígale que coma, se va a enfermar. La señorita se lo decía, pero no le hacia caso. Todo el tiempo andaba llevando su ropa a una costurera de la avenida Brasil para que se la angostara. Cada día le daba a Amalia lo del diario y le pagaba su sueldo puntual, ¿de dónde sacaba plata? Ningún hombre se había quedado a dormir en el departamento de Magdalena todavía. Tendría sus cosas en la calle, a lo mejor. Cuando la señora comenzó a trabajar en el "Monmartre", no habló más de dejar de fumar ni de corrientes de aire.