Te salvaste de milagro, le dijo una enfermera, y tu hijita también. El doctor que hizo la visita: cuidadito con tener más hijos, hago milagros una sola vez por paciente. Después una Madre buenísima le trajo un bultito que se movía: pequeñita, peludita, no había abierto aún los ojos. Se le pasó la sed, el dolor, y se sentó en la cama a darle de mamar. Sintió cosquillas en el pezón y se echó a reír como loca. ¿No tienes familia?, le dijo la de la izquierda, y la de la derecha: menos mal que te salvaste, a las que no tienen familia las despachaban a la fosa común. ¿No había venido nadie a verla? No. ¿Una señora muy blanca de pelo negro con unos ojazos no había venido? No. ¿Una señorita alta, buena moza, de pelos rojos tampoco? No, nadie.
Pero por qué, pero cómo. ¿Ni habían llamado a preguntar por ella? ¿Se habían portado así, la habían dejado botada sin venir, sin preguntar? Pero no se enfureció ni apenó. Las cosquillas subían y bajaban por todo su cuerpo y el bultito seguía afanándose, quería más. ¿No habían venido ésas? y se moría de risa: qué chupabas tanto si ya no sale más, tonta.
Al sexto día, el doctor dijo estás bien, te doy de alta. Cuídate, había quedado muy débil con la operación, descansa por lo menos un mes. Y nunca más hijos, ya sabía. Se levantó y le vino un vértigo. Había enflaquecido, estaba amarilla y con los ojos hundidos. Se despidió de sus vecinas, de la Madrecita, pasito a paso salió a la calle y en la puerta un policía le paró un taxi.
A su tía le tembló la boca al verla aparecer en Chacra Colorada con la niña en los brazos. Se abrazaron, lloraron juntas. ¿Tan perra se había portado la señora que ni llamó a preguntar ni te fue a ver? Sí, así, y ella tan bruta que siempre la había ayudado y no había querido plantarla. ¿Y el tipo tampoco se apareció? Tampoco, tía. Cuando estés sana iremos a la policía, dijo la tía, harán que la reconozca y te dé plata. La casita tenía tres cuartos, en uno dormía la tía y en los otros sus pensionistas, que eran cuatro. Una pareja de viejitos, Que pasaban el día oyendo la radio y cocinándose en un primus que llenaba de humo la casa; él había sido empleado de correos y se acababa de jubilar. Los otros eran dos ayacuchanos, uno heladero de D'Onofrio y el otro sastre. No comían en la pensión paraban cantando en quechua en las noches. La tía le puso un colchón en su dormitorio, y Amalita dormía con ella. Estuvo una semana casi sin moverse de la cama, con mareos vez que se paraba. No se aburría. Jugaba con Amalita, la contemplaba, le hablaba al oído: irían a cobrarle el sueldo a esa ingrata y a decirle no voy a trabajar más donde usted, y si el desgraciado daba cara un día fuera, chau, no te necesitamos. A lo mejor te coloco en una bodeguita de unas amigas de Breña, decía su tía.
A los ocho días le habían vuelto las fuerzas y su tía le prestó plata para el ómnibus: sácale hasta el último centavo, Amalia. Me verá y se arrepentirá, pensaba, me rogará que me quede. No vayas a ser tan bruta de nuevo. Llegó a General Garzón con la niña en brazos y en la puerta del edificio se encontró con Rita, la sirvienta coja del primer piso. Le sonrió y pensó qué tengo, qué tiene ésta: hola, Rita. La miraba con la boca abierta, como lista para correr. ¿Tanto cambié que no me conoces?, se rió Amalia, soy la del segundo piso, era Amalia. ¿Te soltaron?, dijo Rita, ¿le habían pegado? ¿La policía, me pegaron? ¿Si me ven contigo no me llevarán?, dijo Rita, asustada, ¿no le pegarían a ella también? Porque sólo faltaba eso, ya la habían gritoneado, preguntado su vida y milagros, y lo mismo a la del frente y a la del tercero y el cuarto, de mala manera, dónde está, dónde se fue, dónde se escondió, por qué desapareció la tal Amalia. De malas maneras; con lisuras, amenazando, confiesa o vas adentro. Como si nosotras supiéramos algo, dijo Rita. Dio un paso hacia Amalia y bajó la voz: ¿dónde encontraron, qué te dijeron, Amalia les confesó quién la había matado?
Pero Amalia se había recostado en la pared y balbuceaba cógela, cógela. Rita cargó a Amalita, qué pasa, qué tenía, qué te hicieron. La hizo entrar a la cocina del primer piso. Menos mal que los señores no están, siéntate, toma agua. ¿Matado?, repetía Amalia, y Rita, con Amalita en los brazos, no grites así, no tiembles así, ¿a la señora Hortensia la habían matado? Rita iba a mirar a la ventana, había echado llave a la puerta, por fin le devolvió la criatura, cállate, van a oír todo los vecinos. Pero dónde había estado, cómo no se iba a haber enterado, si había salido en los periódicos, si aparecían tantas fotos de la señora, ¿en la Maternidad no hablaban, no había oído las radios? Y Amalia, sintiendo cómo le chocaban los dientes, algo calientito, Rita, un té, cualquier cosa. Rita le preparó una tacita de café. Qué más quieres que te libraste, decía, los policías, los periodistas, venían y tocaban y preguntaban, se iban y venían otros, todos querían saber dónde estabas, algo sabrá cuando se fue, algo haría cuando se escondió, menos mal que no te encontraron, Amalia.
Ella tomaba su café a sorbitos, decía sí, muchas gracias Rita, y mecía a Amalita que estaba llorando. Se iría, se escondería, sí, nunca volvería, y Rita: si te pescan te tratarán peor que a nosotras, a ella Dios sabe lo que le harían. Amalia se paró, gracias de nuevo, y salió. Creyó que se iba a desmayar, pero al llegar a la esquina le había pasado el mareo, y andaba de prisa, aplastando a Amalita contra su pecho para que no se oyera su llanto. Un taxi y no paró, otro, y ella seguía trotando, eran policías, ése era, ése la iba a agarrar al pasar a su lado, y por fin paró uno. Su tía la resondró cuando le pidió para el taxi. Podías venirte en ómnibus, ella no era rica. Se fue a encerrar en su cuarto.
Tenía tanto frío que se abrigó con las frazadas de su tía y sólo al atardecer dejó de hacerse la dormida y contestó las preguntas: no, la señora no estaba, tía, había salido de viaje. Sí, claro que volvería a cobrarle; por supuesto que no se dejaría robar, tía. Y pensaba: tengo que llamar. Le había pedido a su tía un sol y fue a la bodega de la esquina. No se había olvidado del número, lo recordaba clarito. Pero contestó una voz de chiquilla que no conocía: no, ahí no vivía ninguna señorita Queta. Volvió a llamar y un hombre: no era allí, no la conocían, ellos acababan de mudarse allí, tal vez era la antigua inquilina. Se apoyó contra un árbol, para recuperar el aliento. Se sentía tan asustada, pensaba el mundo se ha vuelto loco. Por eso no había ido a la Maternidad, ése era el crimen de que hablaban en la radio, y a ella la estaban buscando. Se la llevarían, le harían preguntas, le pegarían, la matarían como a Trinidad.
Pasó unos días sin salir de la casa, ayudando a su tía en el arreglo. No abría la boca, pensaba la mataron, se murió. Se le paraba el corazón cuando tocaban la puerta. Al tercer día fueron con su tía a la Parroquia a bautizar a Amalita y cuando el Padre preguntó ¿qué nombre? ella contestó: Amalia Hortensia. Se pasaba las noches en blanco, abrazando a Amalita, sintiéndose vacía, culpable, perdón por haber pensado mal de usted, ella cómo podía saber, señora, pensando qué sería de la señorita Queta. Pero al cuarto día reaccionó: haces un mundo de todo, de qué tanto miedo, bruta. Iría a la policía, estuve en la Maternidad, averigüen, verían que era cierto y la dejarían en paz. No, la insultarían, no le creerían. Al atardecer su tía la mandó a comprar azúcar y cuando estaba cruzando la esquina una figura se apartó del poste y le cerró el paso, Amalia dio un grito: te espero hace horas, dijo Ambrosio. Se dejó ir contra él, incapaz de hablar. Estuvo así, tragándose las lágrimas y los mocos, la cara en el pecho de él, y Ambrosio la consolaba. La gente estaba mirando, no llores, hacía tres semanas que la buscaba, ¿y el hijito, Amalia? La hijita, sollozaba ella, sí, había nacido bien. Ambrosio sacó un pañuelo, le limpió la cara, la hizo estornudar, la llevó a un café. Se sentaron en una mesita del fondo. Él le había pasado el brazo, la dejaba llorar dándole palmaditas. Está bien, estaba bien, Amalia, ya basta. Lloraba por lo de la señora Hortensia. Sí, y por lo que se sentía tan sola, tan asustada.
La policía me anda buscando, como si ella supiera algo, Ambrosio. Y porque creía que él la había abandonado. Y cómo iba a ir a verte a la Maternidad, sonsa, acaso él sabía, ¿acaso iba a adivinar? Había ido a esperarla a Arenales y no viniste, cuando salió en los periódicos lo de la señora te estuve buscando como loco, Amalia. Había ido a la casa donde vivía antes tu tía, en Surquillo, y de ahí lo mandaron a Balconcillo, y de ahí a Chacra Colorada, pero sólo sabían la calle, no el número. Había venido, preguntado por todas partes; todos los días, pensando va a salir a la calle, la voy a encontrar. Menos mal que al fin, Amalia. ¿Y la policía?, dijo Amalia. No vas a ir, dijo él. Le había preguntado a Ludovico y creía que te tendrían encerrada lo menos un mes, preguntándole, averiguando. Mejor que ni le vean la cara, mejor que se vaya un tiempito de Lima hasta que nos olvidemos de ella. Y cómo se iba a ir, hacía pucheros Amalia, adónde se iba a ir. Y éclass="underline" conmigo, juntos. Ella lo miró a los ojos: sí Amalia.
Parecía de verdad, que lo tenía ya decidido. La miraba muy serio, ¿crees que voy a permitir que te metan presa ni un día?, su voz era muy grave, se irían de viaje mañana. ¿Y tu trabajo? Era lo de menos, trabajaría por su cuenta, se irían. Ella no le quitaba la vista, tratando de creer, pero no podía. ¿A vivir juntos? ¿Mañana? A la montaña, dijo Ambrosio, y le acercó la cara: por un tiempo, volverían cuando ya no se acuerden de ti. Ella sintió que todo se derrumbaba de nuevo: ¿Ludovico le había dicho? Pero por qué la buscaban, qué había hecho, qué sabía ella. Ambrosio la abrazó: no pasaría nada, se irían mañana en el tren, después tomarían un ómnibus. En la montaña nadie la encontraría. Se acurrucó contra él, ¿hacía todo esto porque la quería, Ambrosio? Claro, tonta, por qué crees. En la montaña había un pariente de Ludovico, trabajaría con él, los ayudaría. Ella se sentía atontada de susto y de asombro. No le digas nada a tu tía, no se lo diría, que nadie supiera, nadie sabría. No fuera que, ella no, claro, sí. ¿Conocía Desamparados? Sí, conocía.
La acompañó hasta la esquina, le dio plata para el taxi, te sales con cualquier pretexto y se venía calladita. Toda la noche, los ojos abiertos, oyó la respiración de su tía y los ronquidos cansados que salían del cuarto de los viejos. Voy a cobrarle de nuevo a la señora, le dijo al día siguiente a su tía. Tomó un taxi y cuando llegó a Desamparados, Ambrosio apenas si miró a Amalita Hortensia. ¿Ésta era? Sí. La hizo entrar a la estación, esperar sentada en una banca entre serranitos con atados. Se había traído dos grandes maletas y yo ni un pañuelo, pensaba Amalia. No se sentía contenta de irse, de vivir con él; se sentía rara.