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– ¿No sería mejor mandarla a casa en el primer tren, Max? -sugirió Harriet examinando el contenido del frigorífico.

– Es posible, pero es la mejor taquimecanógrafa que he tenido en mi vida, incluida Laura. Me vería privado de sus habilidades profesionales…

– ¿Qué te propones, ganar el premio de cínico del año?

– No soy cínico, sino realista.

– La realidad duele.

– Cierto. Pero no hay forma de evitarla, y mandar a Jilly de vuelta a Newcastle sólo serviría para retrasar lo inevitable. Ahora que sabe lo mucho que vale profesionalmente, si la mandáramos a casa, volvería a Londres en cuanto su prima regresara de vacaciones y se buscaría otro trabajo.

Era viernes cuando Jilly tuvo noticias de Richie.

Max estaba mirando la correspondencia, dándole cartas con breves instrucciones, como «Dile que no me interesa… Arregla una cita con éste… Anota en el diario…», cuando sonó el teléfono. Max contestó.

– ¿Sí? -tras unos momentos, le dio el auricular a Jilly-. Es para ti.

– ¿Para mí?

Jilly fue a ponerse en pie, el rostro súbitamente animado.

– No te vayas -le dijo Max, odiándose a sí mismo por el placer que le dio aplastar las esperanzas de su secretaria-. Es una mujer, así que puedes hablar aquí.

Con desgana, Jilly volvió a acomodarse en su asiento.

– Hola, soy Jilly -después, escuchó brevemente-. Oh, sí, me encantaría. ¿Estará Richie…? Otra pausa.

– Muy bien, allí estaré. ¿Qué debo ponerme…? -pero la persona que había llamado acababa de colgar.

– Era Petra James, la ayudante de Richie. Richie quiere que participe en un nuevo programa de televisión que va a lanzar esta noche.

– ¿Esta noche? No te ha avisado con mucho tiempo, ¿no? ¿Se ha rajado alguien en el último momento?

Jilly enrojeció violentamente.

– Va a haber una fiesta después, y estoy invitada.

– Estoy seguro de que te encantará. Y ahora, ¿te importaría que continuáramos trabajando? -preguntó Max con voz de débil aburrimiento.

Durante un momento, vio un brillo profundo en esos ojos marrones y se preguntó si no la habría presionado demasiado. Entonces, Jilly dejó el lapicero que tenía en la mano, tomó otro con la punta más afilada y dijo:

– Por supuesto. Lamento que te hayan interrumpido.

Max estaba enfadado. Le enfadaba que ese tal Rich estuviera utilizando a Jilly, y también estaba enfadado consigo mismo porque eso le alegraba. Aunque no comprendía por qué le importaba.

Excepto que esa ilusión de ella le llegaba al alma, estrujándosela; recordándole que no le quedaba nadie en el mundo en quien él produjera esa sensación. No había nadie en el mundo que se iluminara al pensar en verlo.

– Olvídalo -asqueado consigo mismo por entregarse a la autocompasión, Max se puso en pie bruscamente-. Tómate el resto del día libre. Ve a la peluquería y cómprate un vestido nuevo. Si vas a gozar de quince minutos de fama, será mejor que te pongas guapa.

No era su intención hacer de hada madrina; pero sabía que si Cenicienta Prescott iba a esa fiesta, necesitaría toda la ayuda que se le pudiera prestar.

– Max, no es necesario…

– Sí lo es. Además, has trabajado de sobra esta semana. Lo único que te voy a pedir antes de que te vayas es que llames a mi hermana para decirle que la invito a almorzar -casi sonrió al ver la reacción de sorpresa de Jilly. Amanda también se sorprendería-. Y hablo en serio, Jilly, no quiero verte aquí cuando vuelva en diez minutos.

Y para demostrar que hablaba en serio, Max salió del despacho y la dejó con el lapicero en la mano y la boca abierta.

Capítulo 4

BUENO, Max, ¿qué es lo que quieres? -Amanda Garland, con un vaso de agua mineral en la mano y expresión pensativa, miró a su hermano con interés.

Max estaba demasiado delgado y demasiado pálido. Le preocupaba, le preocupaba mucho. Pero sabía que no debía notársele.

– ¿Que qué quiero? -la sonrisa de él no engañó-. Nada, no quiero nada. Sólo quería darle a mi hermana las gracias por encontrarme una secretaria con algo más que pelo en la cabeza.

– Es una pena, al pelo de Jilly Prescott no le vendrían mal unos toques, igual que a su ropa. Es más, si va a formar parte de mi equipo de secretarias, tendré que hacer algo al respecto.

– Está bien como es. Y su pelo me entretiene mucho; siempre parece que está a punto de derrumbarse, pero sigue en su sitio… más o menos.

Amanda no iba a discutir con él, aunque le pareció interesante la forma en que su hermano había salido en defensa de la chica. Y su fascinación por el pelo… prometedora.

– Bueno, en ese caso, bien. Pero, para darme las gracias, no necesitabas invitarme a comer, podrías habérmelas dado por teléfono.

– Podría, pero no habría tenido el placer de verte.

¿En serio pensaba Max que iba a creerle?

– Max, llevas ya mucho tiempo sin hacer vida social -Amanda bebió un sorbo de agua y miró la carta con el menú, aunque ya sabía lo que iba a pedir-. Me alegro de que estés contento con Jilly.

– Sirve -él también estaba mirando el menú, evitando los ojos de su hermana-. ¿Dónde la has encontrado?

Así que quería saber más cosas de Jilly Prescott…

– Ella me ha encontrado a mí. Quería venir a trabajar a Londres y me envió su currículum. Está muy cualificada.

– A pesar de que su pelo deja mucho que desear.

Amanda ignoró el sarcasmo y, en el momento en que iba a pedir mero al vapor con ensalada, cambió de idea.

– Tomaré faisán con lentejas -dijo Amanda-. Los dos tomaremos lo mismo.

Luego, miró con desagrado su vaso de agua y añadió:

– Y pídale al encargado de los vinos que nos traiga una botella de clarete del que bebe él -Max se rindió sin protestar al ver la mirada que su hermana le lanzó-. Hace frío y necesito algo que me caliente un poco.

– Sí, y la tierra es plana -dijo Max.

No le había engañado.

– Está bien, Max, necesitas algo que te espese la sangre. ¿No te da de comer Harriet?

– ¿Estás diciendo que no te envía un informe semanal de las calorías que tomo? ¿No te cuenta si me como el arroz con leche o se dejo un poco?

– Harriet Jacobs jamás te prepararía algo tan vulgar como arroz con leche.

– Harriet es un tesoro y hace todo lo que puede, Mandy. Lo que pasa es que últimamente no tengo mucho apetito.

– Bien, pues hoy vas a comerte todo lo que te pongan delante.

– ¡Menuda niñera estás hecha! -Max se rió-. Está bien, vamos a hacer un trato. Comeré exactamente lo mismo que tú, tenedor por tenedor. Vamos a ver hasta dónde estás dispuesta a llegar en tu campaña por cebarme con este guiso que has pedido también para ti misma.

– Eres un gusano -murmuró ella. Y Max lo admitió con un gesto-. ¿Tienes idea del esfuerzo que me cuesta mantener esta figura?

– Has sido tú quien ha elegido el faisán -observó Max-. Y el clarete. En cuanto a tu figura, a ti tampoco te vendría mal ganar unos kilos.

– Después de esta comida voy a parecer una vaca.

– Si te la comes, cosa que dudo. Más bien, te dedicarás a juguetear con el tenedor.

– Las curvas no están de moda, Max. Pero, de todos modos, te equivocas. Estoy decidida a comerme hasta la última lenteja del plato, así que será mejor que te prepares para cumplir con tu parte del trato -Max se burló de ella con una sonrisa-. Y también me beberé el vino que me corresponda.

– ¿Vaso por vaso?

Max parecía decidido a empujarla hasta el límite. Amanda lanzó un gruñido.

– Max, ten compasión de mí, es mediodía y tengo que trabajar esta tarde, aunque tú no tengas que hacerlo -entonces, riendo, se rindió-. ¡Qué demonios, es por una buena causa!

Verle sonreír así valía la pena el esfuerzo que tendría que hacer en el gimnasio.

Hacía mucho que no veía sonreír a Max, eso sin hablar de una auténtica risa. Si para eso tenía que sacrificarse, lo haría con sumo gusto. Aunque, por supuesto, la cosa no era tan simple. Su hermano era un hombre complejo, y nunca hacía nada sin un motivo. Incluso algo tan sencillo como invitar a su hermana a almorzar. ¿Qué tenía Jilly Prescott que le había hecho salir del mausoleo en el que se había convertido su casa?