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– Eh, escuchadme todos, ésta es Jilly Prescott. Sed amables con ella, fue la chica que me ayudó en mi carrera a la fama.

– ¿En serio? -dijo Petra, mientras el resto de los presentes miraban a Jilly como si procediera de otro planeta-. Debo haberte entendido mal, Rich, creí que dijiste que te había acompañado al tren que te trajo a Londres. Alguien debió hacerlo; de lo contrario, no estarías aquí.

De repente, todos se echaron a reír; sobre todo, las esqueléticas mujeres con escotes hasta el ombligo. Pero eso no le molestó a Jilly, lo que sí le molestó es que Richie se riera con los demás.

Jilly se zafó de su brazo.

– Richie, lo siento, pero tengo que marcharme ya.

– ¿Que te marchas? -Richie rió como si no la creyera-. No seas tonta. Petra, ofrécele a Jilly una copa.

– Rich, los coches están llegando, tenemos que irnos ya.

– ¿Sí? Oh, en ese caso… Jilly, vamos a ir a Spangles…

– Spangles es un club -explicó Petra, como si Jilly fuera una idiota que jamás hubiera oído hablar del establecimiento.

Y cierto, era una idiota que no había oído hablar de ese sitio, pero debía haber mucha gente más en el país que no supiera dónde iban a tomar copas los famosos.

– Es una pena que no hayas traído otra ropa para cambiarte -dijo Richie en tono ausente, empezando a moverse hacia la mujer que estaba a su lado, una rubia con un vestido que se transparentaba.

– La verdad es que tengo otros planes para esta noche -y no era mentira, tenía un plan… hacer una muñeca representando a Petra y cubrirla con alfileres.

Lo que tenía que hacer en ese momento era salir de allí con su orgullo intacto; por eso, le dio un abrazo a Richie, a pesar de que no tenía ninguna gana de abrazarlo, pero lo hizo para que nadie creyera que estaba a punto de estallar de ira.

– Te llamaré un día de estos, Jilly -dijo Richie.

– Bien -dijo ella ya en marcha hacia la salida y sin volver la cabeza.

El portero le sonrió cuando salió del edificio.

– Un programa estupendo. Siento que no ganara las vacaciones -le dijo el hombre.

– Me ha faltado poco -respondió Jilly con una cínica sonrisa.

– ¿Quiere que le busque un taxi, señorita?

Jilly recordó las veinte libras que tenía en el bolso. ¿Había sospechado Max lo que iba a pasar?

No, no podía ser.

El portero seguía esperando una respuesta.

– La verdad es que se lo agradecería -contestó ella.

Pero, antes de que el portero pudiera hacerlo, un largo coche negro apareció delante de la entrada y el conductor le abrió la puerta invitando a Jilly.

– Pasaba por aquí -dijo Max desde el asiento de atrás-. Voy a casa, ¿quieres que te lleve?

– Quieres ahorrarte las veinte libras del taxi, ¿verdad? -pero Jilly se subió al coche y se sentó a su lado.

Recordó el primer taxi que tomó en Londres hacía unos días; entonces, estaba llena de ilusión y entusiasmo. Ahora, en sólo unos días, había envejecido siglos.

– Supongo que has visto ese horrible programa, ¿verdad? -comentó ella recostando la espalda en el respaldo del asiento.

– La mayor parte.

– Y mi madre, y sus amigas…

– Lo más probable es que lo hayan encontrado divertido -dijo él rápidamente.

– El público sí que se ha divertido.

– Pero tú no, ¿verdad?

Jilly se estremeció.

– Tienes frío, ¿no? -al momento, Max pareció furioso-. ¿Cómo han podido dejarte salir de allí con el pelo mojado y con este frío?

– No ha sido culpa suya. Una chica quería prestarme un secador.

– ¿Y por qué no te has secado el pelo antes de salir?

– Dímelo tú, Max. Has sido tú quien tenía este coche esperándome a la puerta.

Capítulo 5

PUEDE que no haya sido la mejor forma de retomar una relación, teniendo en cuenta que no le habías visto desde hacía tiempo -dijo Max al cabo de unos momentos de consideración-. ¿Ha cambiado mucho?

– ¿Richie? -Jilly medió unos segundos.

Sí, había visto cambios en él. Llevaba ropa cara, aunque horrorosamente chillona, el bronceado disimulaba su palidez natural y ya no llevaba gafas, sino lentes de contacto; pero ésas eran cosas superficiales. Pensó en cómo Petra le había controlado, y él se había dejado.

– No tanto como él piensa que ha cambiado -declaró Jilly por fin-. Yo solía ir detrás de él para asegurarme de que hacía lo que tenía que hacer y estaba donde debía estar. La única diferencia que puedo ver es que yo lo hacía gratis y ahora paga a una ayudante para que lo haga.

Jilly consiguió sonreír y añadió:

– La verdad es que, si se lo pidiera, ella también lo haría gratis.

Así que Jilly era capaz de algo tan humano como los celos, ¿no?

– ¿Cómo es? Me refiero a la ayudante.

– Guapísima. Pelirroja, muy delgada y con unos ojos tan increíblemente aguamarina que sospecho que las lentes de contacto de color tienen algo que ver en el asunto.

– Así está mejor.

– ¿Qué?

Max sonrió maliciosamente.

– La crítica siempre es una buena señal. Y casi te has reído.

– Sólo de mí misma. He hecho el ridículo, ¿verdad?

– No, Jilly. Él ha progresado y te ha dejado atrás. Suele ocurrir.

– Pues no tenía derecho a dejarme atrás. Si no fuera por mí, seguiría eligiendo los discos del club de juventud local.

– Oh, vamos…

– ¡No te pongas paternalista conmigo! -Jilly estaba enfadada, realmente enfadada-. No soy una pueblerina imbécil enamorada del primero que me sonrió en el patio del colegio. Richie Blake no ha progresado, Max, yo le empujé. Él mismo lo ha admitido esta noche al pedirles a sus amigos que fueran amables conmigo, que fui yo quien le puso en el camino de la fama.

Pero también había permitido a Petra que hiciera una broma de eso. El rostro le enrojeció al recordarlo.

– En ese caso, no lo comprendo. ¿Por qué no estás ahí ahora? ¿No has dicho que Rich va a dar una fiesta para celebrar el lanzamiento del programa?

– Sí, pero pensaba que iba a ser en el estudio, que iba a ser una fiesta informal -Jilly se indicó la ropa.

– ¿Y no lo es?

– No. Y a Petra se le ha «olvidado» decirme que iba a ser en un club de moda. Petra…

– ¿La ayudante guapa?

– Petra debería haberme dicho que trajera ropa para cambiarme después del programa.

– Pero no lo hizo.

– Las mujeres que han llegado para ir a la fiesta estaban casi desnudas. Una de ellas llevaba un escote hasta aquí… -Jilly se señaló la cintura-. Y otra llevaba un vestido que se le transparentaba todo. Y otra…

– No sigas, me lo imagino -Max le agarró una muñeca mientras Jilly gesticulaba dramáticamente.

Jilly paró, lo miró y, de repente, le sobrevino un sollozo.

– ¡Oh, maldita sea! ¡Maldita sea! Me he prometido a mí misma no llorar…

Max no sabía cómo había llegado a abrazarla, pero se encontró con los brazos alrededor del cuerpo de Jilly mientras las lágrimas de ella le empapaban la camisa. Los sollozos sacudían el cuerpo de Jilly mientras él murmuraba palabras para tranquilizarla, aunque no sirvieron de nada.

– ¡Oh, Dios mío! -Jilly se apartó de él bruscamente, sorprendiéndolo-. ¡Cómo es posible que esté llorando!

Con enfado, Jilly se secó las lágrimas y continuó.

– La verdad es que no me importa…

– Eh, cálmate -dijo Max ofreciéndole un pañuelo, con el que Jilly se corrió el rímel por los ojos-. Lo que necesitas es…

– Si me dices que lo que necesito es una taza de té, Max, te prometo que te doy un puñetazo -le advirtió ella.

Lo que necesitaba era justo una taza de té, pero como Max no podía ofrecérsela, se inclinó hacia delante y abrió el pequeño mueble de las bebidas que tenía instalado en el coche.