Выбрать главу

– Me las arreglaré.

– ¿Tú crees?

– Mamá, me plancho la ropa yo sola desde que tenía diez años.

– No me refería a eso -su madre hizo una pausa-. Prométeme que, si algo no va bien, si Gemma no puede o no quiere tenerte en su casa, volverás a casa inmediatamente.

– Pero…

– Jilly, aquí también hay trabajo -declaró la señora Prescott, y esperó.

Una promesa a su madre no era algo que se hiciera a la ligera. Si le prometía volver, tendría que hacerlo. Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía salir mal?

– Te lo prometo, mamá.

Se hizo un momentáneo silencio.

– ¿Vas a ponerte en contacto con Richie Blake?

– Supongo que sí -respondió Jilly, como si ninguna de las dos supiera que él era el motivo por el que quería ir a Londres.

– Puede que haya cambiado. Puede que no quiera que le recuerden su vida aquí, su pasado.

– Mamá, somos amigos. Buenos amigos.

Aún recordaba la primera vez que lo vio; un chico nuevo en la escuela con expresión de desolación, demasiado pequeño para su edad, con cabello rubio casi blanco y unas gafas sujetas a la nariz con papel celo. Un grupo de chicos más mayores habían tratado de intimidarlo, pero ella les había puesto en su sitio y había defendido al chico nuevo como una gallina a sus polluelos.

Desde entonces, él se le había pegado como una lapa. Quizá fuera por eso por lo que había visto en él lo que la mayoría de la gente no había conseguido ver. Algo especial.

Fue ella quien logró que lo contrataran como disk jokey para el baile de Navidad. Fue ella quien envió fotos de él a los periódicos locales con el fin de conseguirle publicidad gratis. Convenció a sus hermanos para que hicieran posters de él en sus ordenadores, le grabó los shows y bombardeó con las grabaciones a las emisoras locales hasta que, hartos, le admitieron en un programa juvenil de radio.

Y también le prestó el dinero para comprar el billete de tren a Londres, donde le habían ofrecido un trabajo en una emisora de comercial de la capital.

– Eres una chica estupenda, Jilly -le había dicho él en la estación-. Eres la única persona que ha creído en mí. Mi mejor amiga. Nunca te olvidaré, te lo prometo.

– Tienes mucha suerte de que se te haya presentado una oportunidad así, Jilly -le dijo Amanda Garland en tono de duda.

No era ella sola quien tenía dudas, pero las de Jilly no tenían nada que ver con su capacidad para realizar el trabajo. Eso no le preocupaba en absoluto. Pero aunque había llamado a su prima desde la estación al llegar a Londres, con lo único que había hablado era con el contestador automático.

Y ahora, como si no hubiera tenido bastante con eso, aquella mujer que la había hecho ir de Newcastle hasta allí, parecía dudar de ella. Evidentemente, su blusa planchada impecablemente no le había impresionado. Lo que no era de extrañar; en aquel mundo nuevo, todo lo que ella pudiera ponerse se vería pobretón.

Había hecho todo lo que estaba en sus manos por dar la imagen de una secretaria eficiente, inteligente y de buenos modales.

Y lo había conseguido en Newcastle; sin duda, había impresionado al abogado para el que había estado trabajando hasta la semana pasada, hasta su jubilación. Pero en el mundo de Knightsbridge, su aspecto mostraba lo que realmente era: una chica de tantas de una pequeña ciudad de la zona industrial del norte de Inglaterra. Necesitaría algo más que una blusa bien planchada para disimularlo.

En esos momentos, Amanda Garland, de la agencia Garland, la estaba mirando como si no pudiera creer haber sido capaz de ofrecer un trabajo a Jilly Prescott, por impresionante que fuera su currículum.

La verdad era que, allí sentada, en la elegante oficina lujosamente alfombrada, Jilly tampoco podía creerlo.

En los listados de la biblioteca local, había hecho una lista de las agencia de secretarias en Londres que ofrecían trabajo temporal con la esperanza de que su currículum impresionara lo suficientemente a alguien para darle una oportunidad. Al fin y al cabo, su currículum era realmente bueno.

Pero, ahora, una vez allí, tenía la desagradable sensación de estar fuera de lugar. Sólo su obstinado orgullo se negaba a admitir la posibilidad de que pudiera no ser la primera en algo, lo que le impedía levantarse del asiento y marcharse de allí a toda prisa. Eso… y Richie. Si él había logrado lo que se proponía, ¿por qué no ella también?

– Sí, tienes mucha suerte.

Amanda Garland estaba empezando a irritarla. La suerte no tenía nada que ver en eso, sino el trabajo.

Había realizado su secretariado en una escuela de renombre y se había graduado con sobresaliente. Podía escribir en taquigrafía, sin esfuerzo, ciento sesenta palabras por minuto y mecanografiarlas con la misma facilidad. Y eso era lo que la había hecho llegar tan lejos.

– Bueno, no voy a entretenerte más. Le he prometido a Max que empezarías por la mañana. ¿Tienes sitio donde alojarte, Jilly? -preguntó Amanda, mirando la maleta que Jilly tenía en el suelo a su lado.

– Voy a hospedarme en casa de una prima hasta que encuentre un piso. La verdad es que tengo que llamarla para decirle que acabo de llegar… -iba a preguntar si podía hablar por teléfono, pero Amanda ya la estaba empujando a la puerta.

Amanda Garland se detuvo delante de la entrada de la agencia.

– Jilly, será mejor que te advierta que Max es muy exigente y que no admite que se tontee con él. Necesita desesperadamente alguien competente, una verdadera profesional de la taquigrafía. De no ser así…

De nuevo, la duda.

– ¿De no ser así? -repitió Jilly.

Amanda arqueó las cejas, sorprendida por la franqueza de Jilly.

– De no ser así, debo reconocer que no te habría considerado una candidata para el puesto.

– Me gusta la franqueza -respondió Jilly, cansada de que la mirasen por encima del hombro.

Esa mujer podía guardarse el trabajo. Había cientos de agencias en Londres y, si la agencia Garland la había hecho ir desde Newcastle debido a su velocidad en la taquigrafía, lo más probable fuese que hubiera un buen mercado de trabajo allí.

– ¿Tan terrible es mi ropa? -preguntó Jilly con la sinceridad característica de la parte de Inglaterra de la que procedía-. ¿O acaso el problema es mi acento?

Los ojos de la señora Garland se agrandaron ligeramente y sus labios parecieron moverse.

– Eres muy directa, Jilly.

– En mi opinión, es una ayuda, si es que quieres saber lo que la gente piensa. ¿Qué piensa usted, señora Garland?

– Pienso que… que quizá seas apropiada para este trabajo, Jilly -por fin, los labios de Amanda esbozaron una sincera sonrisa-. Y no te preocupes por tu acento, a Max no le importa eso en lo más mínimo. Lo único que le importará es cómo haces tu trabajo. Me temo que mi hermano es un jefe insufrible y, si quieres que te sea franca, me habría gustado que fueras un poco mayor. La verdad es que me siento como si te estuviera arrojando a un mar de aguas turbulentas.

¿Su hermano? Las mejillas de Jilly se encendieron. ¿Amanda Garland confiaba en ella lo suficiente para enviarla a trabajar con su hermano?

– Oh. Yo creía que… -se interrumpió y esbozó una amplia sonrisa-. No se preocupe, señora Garland, sé nadar. Medalla de oro. En cuanto a mi edad, envejezco por minutos.

Amanda Garland se echó a reír.

– Bien, no pierdas el sentido del humor y no aguantes impertinencias de Max. Y si te grita… pues párale los pies.

– No sé preocupe, lo haré. Además, cuando los hombres se ponen difíciles, he comprobado que imaginarlos desnudos ayuda.

La risa de Amanda se transformó en un ataque de tos.

– ¿Cuánto tiempo va a necesitarme? -le preguntó Jilly a Amanda cuando ésta última se hubo recuperado.

– Su secretaria está atendiendo a su madre, que está enferma, y la verdad es que no tengo idea de cuánto tiempo va a estar fuera. Al menos, varias semanas. Pero no te preocupes, si puedes trabajar para Max, podrás encontrar trabajo con cualquiera. Y con tus calificaciones, no me costará nada encontrarte otro trabajo.