– Las quejas dirígelas al demonio de las tijeras, Max. A mí no me han dejado tomar baza en el asunto -Jilly se metió en la limusina como si estuviera acostumbrada de toda la vida-. Bueno, ¿y ahora qué?
– Ahora vamos a comprarte zapatos.
– ¿Zapatos?
– Los de Charlotte te están pequeños y, si te duelen los pies, no podrás estar guapa.
– Lo único que necesito es un par -protestó ella después de que Max hubiera apartado media docena de pares de zapatos de noche-. Sólo puedo comprarme un par. Estos plateados están muy bien, son muy parecidos a los de Charlotte.
– Estoy de acuerdo.
Y mientras Jilly pagaba por los zapatos plateados, Max le dio su tarjeta de crédito al dependiente y pagó con ella los otros cinco pares.
– Jilly, vas a tener que disculparme, pero tengo que hacer unos recados. El chofer sabe dónde tiene que llevarte ahora.
– ¿Eh? ¿Y dónde es eso?
– El salón de belleza. Tratamiento facial, masaje y todo lo que se te antoje. Está todo arreglado.
Jilly miró el bastón de Max.
– Quédate tú con el coche, Max, yo puedo tomar un taxi.
Max notó que no había puesto objeciones al salón de belleza, sólo al coche. Bien, Jilly parecía empezar a disfrutar con aquello. Y él también.
Max levantó el bastón para parar un taxi.
– Le he dicho a Harriet que te ayude a seleccionar los vestidos. Elige los que quieras porque, lo que no quieras, lo vamos a llevar a una tienda de caridad el lunes.
– Oh, pero…
– Y estate lista para las ocho y media. Tengo reservada una mesa para cenar a las nueve -entonces, Max se inclinó y le dio un beso en la mejilla-. ¿Te he dicho que estás absolutamente irresistible?
No esperó a que ella respondiera. Jilly aún estaba de pie en la acera, con la mano puesta en la mejilla, cuando el taxi de Max se puso en marcha.
Capítulo 8
A JILLY le dieron un baño de vapor, le hicieron la cera y le dieron un masaje en todo el cuerpo. Le hicieron la manicura y la pedicura y le pintaron las uñas de un color que eligió entre cientos, a tono con el carmín de labios que compró por mucho más de lo que cualquier carmín de labios tenía derecho a costar.
Escogió un sándwich en un menú tan grande como una casa antes de que le dieron una clase de maquillaje, la profesora era una mujer que fue capaz de transformar sus muy normales rasgos en algo digno de salir en la portada de la revista Vogue.
Jilly volvió flotando al coche y la cara del chofer lo dijo todo.
– ¡Vaya una transformación, señorita!
– De patito feo a cisne en un día.
– Yo no diría eso, señorita.
– ¿No?
El conductor sonrió.
– Para empezar, no era ningún patito feo.
El conductor era un bromista, evidentemente.
– Creo que será mejor que me lleve a casa, Bill. Si voy a pasarme la noche bailando, voy a necesitar antes un sueñecito.
Pero el teléfono estaba sonando cuando llegó a su apartamento, su madre quería hablar del programa de televisión, quejarse de que a su hija la hubieran cubierto de pegamento.
– ¿De qué sirve ser amiga del que lleva el programa si no hacen que ganes el premio? -dijo su madre.
– Eso no habría sido justo, mamá -respondió Jilly pacientemente.
Pero tampoco era que lo arreglasen para que no ganara. Y ya se estaba hartando de disculpar a Richie en todo momento.
Pero de haber ganado, Max no habría aparecido para llevarla a casa en la limusina con chofer. No la habría compadecido. No la habría besado. Se preguntó si le resultaría fácil convencerlo de que la besara otra vez con la excusa de que eso pondría realmente celoso a Richie.
Acababa de colgar cuando llamó Harriet.
– ¿Vas a venir a ver los vestidos, Jilly?
A Jilly le resultó algo embarazoso quedarse con ropa de Charlotte, pero Harriet, aleccionada por Max, le estaba apartando mucha más ropa de la que Jilly se habría atrevido a elegir.
– Estoy encantada con que Max haya decidido deshacerse de esto. No es bueno aferrarse al pasado de esa manera, ¿no te parece? ¡Ah, éste sí que te va a sentar bien, Jilly! -Harriet puso un vestido de tejido de lana entre el montón que iban a llevar al apartamento de Jilly.
– No sé si lo que estamos haciendo está bien, Harriet. Puede que a Max no le guste verme con la ropa de su mujer.
– Cielos santos, criatura, tú no te pareces en nada a Charlotte, y ella nunca se ponía el mismo vestido más de dos o tres veces -Harriet se encogió de hombros-. Las mujeres desgraciadas hacen esas cosas, pero las compras jamás pueden sustituir al amor.
¿Harriet sabía lo de Charlotte y Max?
– ¿Estás segura que no quieres estas pieles? -preguntó Harriet.
– Oh, no, no, estoy completamente segura.
Harriet suspiró.
– Es una pena porque, aunque cuestan un dineral, no creo que la tienda de caridad las quiera tampoco. Las llevaré a Salvation Army, quizá allí tengan uso para ellas.
– ¿Cómo era, Harriet? Me refiero a la señora Fleming.
– ¿Charlotte?
Jilly asintió.
– Una chica de oro. Lo tenía todo: belleza, dinero y alcurnia.
– Pero no era feliz.
Harriet se enderezó.
– Max me lo ha contado todo -añadió Jilly.
– ¿Sí? ¿Te ha dicho lo maravillosa que ella era y que fue culpa de él que Charlotte muriese? -Harriet sacudió la cabeza-. Charlotte no tenía por qué haberse casado con Max, Jilly. Lo que le pasó es que no pudo soportar perder los privilegios de los que había gozado siempre, por eso se casó con Max.
Harriet llenó los brazos de Jilly de vestidos.
– No podía soportar vivir sin este lujo -continuó Harriet.
– Esto debe costar una fortuna.
– Se casó por Max por dinero. Al final, lo único que hacía era gastar y gastar. Bueno, dime, ¿qué te vas a poner para salir esta noche?
Jilly miró al montón de vestidos que tenía.
– No lo sé, hay tantos.
– Pruébate el negro -dijo Harriet señalando a un vestido que Jilly había desechado.
– Nunca me visto de negro.
Como era morena, nunca se había visto bien vestida de negro.
– Vamos, pruébatelo. Ahora que te han puesto reflejos en el pelo, seguro que te está bien. Y hay un abrigo de terciopelo negro por alguna parte, uno parecido al gris que llevaste anoche.
Jilly agrandó los ojos.
– ¿Cómo sabes qué abrigo llevaba puesto anoche?
Harriet sonrió traviesamente.
– ¿No te has visto en el London News? El periódico está en la cocina.
Max Fleming y Jilly Prescott a su llegada a Spangles anoche. Amanda miró la fotografía y luego a su hermanó, el hombre que había evitado todo tipo de reunión social desde la muerte de su esposa. En la foto, Max aparecía del brazo de una chica que, al conocerla, a Amanda le había parecido demasiado joven, demasiado corriente y demasiado poca cosa para ser empleada de su agencia. Al parecer, se había equivocado y Jilly Prescott había conseguido atraer la atención de Max cuando no lo habían logrado algunas de las chicas más encantadoras de Londres.
Aquella chica, con la actitud directa y sencilla propia de la gente del norte de Inglaterra, había conseguido llegar al corazón de Max. Quizá se debiera a que le había necesitado.
Amanda dejó el periódico en la mesa de centro y, con voz neutral, dijo:
– Max, la verdad es que no sé qué decir.
– No tienes nada que decir, Mandy. Lo único que quería era contártelo yo mismo antes de que lo vieras en los periódicos y sacaras conclusiones equivocadas. Y como alguien va a acabar llamando a mamá para contárselo, y mamá te va a llamar a ti…
– Ya, no sigas.
Max se encogió de hombros.
– ¿Y en serio no hay nada de verdad en este aparente romance? -insistió Amanda-. ¿Estás seguro que es sólo para provocar los celos de Rich Blake?