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Max abrió la puerta de la verja.

– Nunca se sabe cuándo se va a necesitar -con un poco de suerte, podría conseguir que Rich Blake desapareciera-. Después de usted, señorita Prescott.

El conductor les abrió la puerta.

– Esto es todo un lujo, no hay que preocuparse de aparcar ni de si se ha bebido en exceso… -comentó Jilly decidida a que la conversación fuera ligera.

– ¿Ni de si la pierna me va a fallar? -interrumpió Max sonriendo.

– Yo no me refería… ¿Es por eso por lo que no conduces? Oh, Max, lo siento, no debería…

– Es sólo una rodilla floja, Jilly. Puedo conducir y conduzco cuando estoy en el campo, pero no veo razón para tener un coche en Londres llevando la vida que llevo. Y no tienes por qué sentirte mal por mencionarlo.

– Mi madre diría que estoy metiéndome en asuntos demasiado personales.

– ¿Sí? -a Max le resultó difícil no sonreír-. Háblame de tu madre, dime cómo es.

Jilly se encogió de hombros.

– Mi madre es… mi madre. Una mujer de mediana edad, con exceso de peso…

– ¿Qué opinión tiene de Rich Blake?

– Y también me trata como si fuera una niña.

– Bueno, eso le pasa a todas las madres, a la mía incluida.

Jilly lo miró, no parecía segura de poder creerlo. Al verle la expresión, Max soltó una carcajada.

– Si quieres, mañana te llevaré a almorzar con ella para que la conozcas.

– ¡Ni se te ocurra! -exclamó Jilly, horrorizada-. ¿Qué pensaría tu madre?

– Que hace demasiado que no voy, y me lo dirá.

– Me refiero a mí. Y ahora que lo pienso, debe habernos visto en el periódico, ¿no?

– No lo creo probable, pero estoy seguro de que sus amigas han estado llamándola por teléfono todo el día para decírselo. Así que, en realidad, sería mejor para ella conocerte.

Jilly pareció pensativa y Max se apresuró a añadir:

– No te preocupes. Si no le gustas, no permitirá que se le note.

– En ese caso, ¿cómo lo sabré?

– Si le gustas, te dirá que ya me advirtió que no me casara con Charlotte -Max hizo una pausa-. Es curioso, pero las madres tienen razón con bastante frecuencia. El problema es: ¿quién les hace caso? Bueno, volviendo a lo que estábamos hablando, mañana almorzamos con mi madre. Después, si quieres, iremos a dar un paseo por el castillo de Windsor.

Jilly no parecía segura.

– Confía en mí, no pasa nada porque vayamos a comer con mi madre.

El conductor salió de la vía principal y Jilly miró por la ventanilla.

– ¿Adónde vamos?

– A un restaurante a la orilla del río cerca de Maidenhead. Tienen una comida exquisita. Te gustará.

– ¿Cómo sabes que Richie va a estar allí?

– ¿Richie? -Max empezaba a preguntarse si Jilly no pensaba en otra cosa-. No, no va a estar allí.

Al menos, eso esperaba Max. Entonces, al ver la confusión de Jilly, añadió:

– Tropezarse con él dos días seguidos le daría que pensar, ¿no te parece? Y no quieres que crea que le estás persiguiendo, ¿o sí?

– Claro que no. Perdona, lo siento… No lo sentía tanto como él.

– Por el amor de Dios, Jilly, deja de disculparte en todo momento. Debería haberte dicho adónde íbamos.

Max empezó a irritarse y los dos guardaron silencio.

Veinte minutos más tarde, el coche se detuvo en una antigua posada al lado del río. No había fotógrafos a la puerta, el restaurante era sumamente exclusivo y a Max le recibieron con deferencia. Pero Jilly notó el bajo rumor que despertó su presencia mientras pasaban al lado de un mostrador de roble construido siglos atrás camino a una mesa cerca de una hoguera de leños. Y algunas cabezas se volvieron. Pero, a pesar de lo que Max le había dicho, sabía que no era por ella.

¿Qué ponía en el periódico que Harriet le había enseñado?:

Max Fleming, que ha llevado una vida de ermitaño tras el fallecimiento de su esposa en un accidente de esquí, anoche fue visto en un famoso club de la ciudad acompañado de la señorita Jilly Prescott. Antiguo playboy, a Max se le ha echado de menos en la vida nocturna de la ciudad, y esperamos que la influencia de la encantadora Jilly haga que lo veamos con más frecuencia.

Él se había descrito a sí mismo como un hombre con más dinero que sentido común, y el periódico había confirmado su reputación de playboy. Pero ahora Max se pasaba la vida trabajando, y no por dinero, sino para ayudar a las agencias internacionales de asistencia al tercer mundo. Su vida anterior, hubiera sido la que hubiese sido, había cambiado radicalmente. En ese caso, ¿qué estaba haciendo allí con ella?

Jilly lo miró mientras Max le pedía al camarero un zumo de naranja para ella y un gin tonic para él.

Las bebidas llegaron al mismo tiempo que la carta con el menú. Jilly no tomó la suya.

– Será mejor que elijas la cena por mí ya que, esta noche, sólo estoy jugando a ser adulta sin serlo.

La irritabilidad de Jilly hizo sonreír a Max.

– Será un placer. Espero que te guste la cocina francesa.

– No tengo ni idea de cómo es, a excepción que la mayonesa es el equivalente a nuestra crema para ensaladas. Aunque, ahora que lo pienso… ¿te gustaría educarme, Max?

– ¿Educarte? -Max se dio cuenta que a Jilly le estaba molestando algo-. ¿En qué quieres que te eduque?

– Para empezar, en lo que a la comida francesa se refiere. Después, podrías enseñarme qué tenedor y qué cuchillo utilizar en cada momento.

– ¿Estás enfadada porque te he pedido un zumo de naranja sin consultarte primero? Te recuerdo que has sido tú quien me ha dicho que, desde ahora, sólo vas a beber zumo de naranja. Suponía que hablabas en serio. ¿Me he equivocado?

– Utilicé «zumo de naranja» como término genérico para describir toda clase de bebidas no alcohólicas -contestó ella-: agua tónica, limonada, agua con gas, etc. ¿Quieres que continúe?

– Preferiría que no lo hicieras. Y te pido disculpas por ser tan tonto. ¿Qué te apetece beber, Jilly?

Jilly levantó su copa de zumo de naranja y bebió. Recién exprimido. Delicioso.

– Esto está bien.

– Estupendo, porque prefiero que tengas la cabeza despejada esta noche -Jilly frunció el ceño-. No quiero ser responsable de lo que puedas llegar a lamentarte en el futuro.

– ¿Lamentarme?

– De lo que te pase después de que Richie te vea con ese vestido.

– Creía que estábamos evitando a Richie.

– Podemos intentarlo, pero no puedo garantizar nada. Londres es sorprendentemente pequeño.

– Ya veo.

La expresión de Jilly apenas cambió, pero, cuando ella se levantó, a Max no le quedó duda alguna de que estaba enfadada.

– Dime, Max, ¿estás sugiriendo que lo único que Richie tiene que hacer es mirarme para que me meta en la cama con él?

– ¿Y tú me estás diciendo que aún no lo has hecho?

Jilly enrojeció de la cabeza a los pies. Entonces, se inclinó hacia adelante y, durante un segundo, Max creyó que iba a tirarle el zumo de naranja a la cabeza. Pero Jilly dejó el vaso encima de la mesa y recogió su bolso.

– Hasta el lunes, Max. A las nueve. En tu despacho. Y no te retrases.

Jilly se dio media vuelta y, con la cabeza muy alta, salió del bar.

Estaba temblando cuando llegó al guardarropa de las señoras. Estaba a muchos kilómetros de Londres y no tenía idea de cuánto le costaría un taxi, aunque temía que las veinte libras de Max, que llevaba en el bolso «por si acaso», no serían bastante.

No sabía qué le había pasado, excepto que no quería que Max la considerase una chica fácil, barata y desesperada por meterse en la cama con Richie. Ahora, obligada a enfrentarse a ello, se daba cuenta de, que jamás había querido acostarse con él. No sabía qué había querido de Richie, pero no era eso. Quizá fuese un «gracias» y que la tratara como a una amiga de verdad.