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Sólo había un hombre con el que quería compartir la cama y… Abrió el bolso, sacó un pañuelo y se secó una ridícula lágrima.

Decidió que ya había perdido demasiado tiempo en los lavabos, tenía que ir a por el abrigo. El abrigo de la esposa de Max.

Se miró el vestido y se juró llevarlo el lunes a la tienda de caridad con el resto de la ropa que había elegido. Y los zapatos.

Capítulo 9

JILLY se detuvo al ver a Max apoyado contra la pared hablando con la empleada que atendía el guardarropa.

– Ah, querida, ya estás aquí -dijo Max en tono suave, sonriendo-. Creía que te habías perdido. Nuestra mesa está lista y el chef nos puede matar si dejamos que se enfríe la comida.

Antes de que Jilly pudiera decirle lo que el chef podía hacer con la comida y con la mesa, Max la tomó del brazo y la empujó hacia el comedor.

Si no quería dar un escándalo, la única opción que le quedaba era ir con él. Y eso hizo.

Entraron en un comedor de techo bajo y les llevaron a una mesa con vistas al río. Una vela parpadeó, su luz hizo brillar la cubertería. Max permaneció de pie mientras el camarero ayudaba a Jilly a sentarse; entonces, una vez que la vio sentada, se permitió hacer lo mismo.

– Y ahora, querida -dijo Max en tono sumamente suave-, ¿te importaría decirme qué demonios te pasa?

¿Querida? ¿Y qué debía hacer ella? ¿Pedirle disculpas? ¿Darle explicaciones? ¿Cuál sería la reacción de Max si le dijera que no le importaba en lo más mínimo que Richie se fijara en ella, que lo único que le importaba era él, Max? No, no podía darle explicaciones.

– Dime, Max, con toda esa actitud tuya tan varonil… ¿impresionabas mucho a las mujeres en los días que eras un playboy?

Jilly vio una sombra de perplejidad asomar a los ojos de Max; después, él echó hacia atrás la cabeza y rió. Fue una risa inesperada, pero su sonido era cálido, especial, y Jilly se le unió.

– ¿Y bien? -insistió ella tras unos momentos.

– Jilly, compórtate.

– No quiero comportarme. Además, me pareces que piensas que soy incapaz de hacerlo -eso hizo que dejara de reír-. Según el periódico de hoy, eras un playboy. Y perdóname, pero me resulta difícil creerlo.

– Bueno, eso fue hace mucho tiempo. Excesos de juventud.

Así que era verdad. Y no, no era difícil imaginarlo, especialmente cuando Max sonreía, cuando sonreía de verdad como estaba haciendo en ese momento.

– Y la respuesta a tu pregunta es sí -continuó él-. Toda esa seguridad en uno mismo impresionaba mucho a las mujeres.

– Ah. ¿Y qué pasó?

– ¿Quieres que te describa en detalle mis indiscreciones de juventud?

– No. Quiero saber por qué dejaste de ser un playboy.

– Hice lo que casi todos los hombres acaban haciendo: dejé de perseguir a muchas mujeres y me concentré en una sola… -Max hizo un gesto al camarero que estaba cerca para cuando le necesitasen y éste se acercó a la mesa y sirvió vino en dos copas-. Espero que te guste el vino que he elegido, es uno de mis preferidos.

Jilly se lo quedó mirando, después miró el vaso que tenía a su derecha.

– ¿Por qué? No voy a beber alcohol, ¿no? -Jilly se sirvió agua de la jarra que había en la mesa.

– No me hagas caso, Jilly. Tienes derecho a estropear tu vida tanto como cualquiera. Así que… ¿te parece que empecemos a comer?

Max fue a agarrar un tenedor, pero Jilly, extendiendo la mano, la puso en la de él.

– Max…

Max contuvo la respiración, sin importarle lo que ella iba a decirle. Lo único que podía sentir eran los fríos dedos de Jilly en la mano, y un inmenso deseo de levantarse y estrecharla en sus brazos.

– Aún no te he dado las gracias.

Max no sabía qué había esperado que dijera, pero no era gracias.

– No me las des todavía, no te estoy haciendo ningún favor.

Entonces, Max le miró la mano y ella la retiró inmediatamente. Y Max tuvo que hacer un inmenso esfuerzo para no agarrarle la mano y decirle que estaba cometiendo el mayor error de su vida.

Max se resistió. Se había casado con Charlotte a pesar de las advertencias de todos sus amigos y familia en contra de ello. Cuando no se pedía consejo, no se quería. Quizá Jilly tuviera razón en lo de que almorzar con su madre no fuera buena idea. Quizá referente a su plan fuera buena idea. Y quizá él debiera acabar con aquello lo antes posible.

– Perdóname un momento, Jilly.

Max se sacó un bolígrafo del bolsillo y un diminuto cuaderno de notas. Escribió algo en un papel, lo arrancó del cuaderno y lo dobló. A continuación, miró al camarero.

– ¿Podría darle esto a mi chofer, por favor?

El camarero se marchó con la nota y Max, por fin, levantó su tenedor, contento de ver que la mano no le temblaba. Era lo único en él que no temblaba.

– Y ahora, Jilly, deja que te explique lo que es esto. Es una mezcla de faisán, conejo y paté con…

Jilly, que había estado mirando al plato exquisitamente preparado para no mirar a Max, alzó por fin los ojos.

– La educación es algo maravilloso, ¿verdad, Max? -observó ella con cinismo-. De no explicármelo, habría pensado que es un foi grass elegante con una especie de champiñones de acompañamiento.

– Y habrías estado en lo cierto -su temblor interno se intensificó, pero alzó la copa-. ¿Pax?

– Francés, latín… desde luego, los playboys sabéis como entretener a las mujeres.

– Como te he dicho, estoy falto de práctica, Jilly, pero haré lo que pueda.

¡Ya, falto de práctica! El coqueteo era algo natural en él, tan natural como respirar.

– En ese caso, Pax.

– Jilly, háblame de tu hogar. De tu familia. Lo único que sé es que tu madre te trata como una niña.

– Mi madre trabaja en la biblioteca. Lleva una furgoneta llena de libros y va por las casas de los ancianos, repartiéndolos.

– ¿Tienes hermanos?

– Tengo dos hermanos. Michael tiene diecisiete años y está decidido a ser millonario a los veinte con los programas que está haciendo. A George lo que le gusta es jugar al fútbol.

– Y quiere jugar en el Newcastle, ¿verdad?

– ¿En cuál si no?

– ¿Y tu padre? Me dijiste que era como el padre de Blake, que no le gustaba ser padre.

– No. Mi madre lo abandonó cuando George aún no se andaba.

– ¿Otra mujer por medio?

Jilly negó con la cabeza. Después, se estremeció.

– La pegaba. La última vez que la pegó fue porque George estaba llorando y mi madre no conseguía hacerle callar. Yo agarré a mis dos hermanos y los escondí en un armario. Mi padre estaba demasiado borracho para encontrarlos allí -Jilly tragó saliva-. Y mi madre no quiso decirle dónde estaban.

Max la vio recordar, revivir… Extendió una mano y rodeó la muñeca de Jilly.

– No tienes que continuar si no quieres

Pero Jilly quería hacerlo.

– Al día siguiente, mi madre metió en unas maletas lo que pudo y nos llevó a un albergue. Al cabo de un tiempo, el juez dio orden de que mi padre desalojara la casa y pudimos volver. Mi padre lo había destrozado todo, hasta el último plato. También rompió los muebles con un hacha. Pero nunca volvió.

Jilly hizo una pausa antes de añadir:

– Nunca le he contado esto a nadie, ni siquiera a Richie.

Max estaba conmovido. Dispuesto a matar. Quería abrazarla y prometerle que nadie volvería a hacerle daño nunca.

– No es extraño que tu madre quiera protegerte. Tienes suerte de que sea tan fuerte.

– ¿Fuerte? -Jilly nunca había considerado fuerte a su madre.

Su madre había soportado paliza tras paliza resignadamente, lo que la hizo abandonar la casa fue el miedo a que su marido pudiera matar a George.

– Es difícil vivir sin dinero y sin un sitio adonde ir. Muchas mujeres lo encuentran imposible -dijo Max con ternura-. Muchas mujeres no consiguen salir nunca de esa situación.