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– No puedo llamar hasta no hablar con Gemma. Le he prometido a mi madre que si algo salía mal, si mi prima no podía tenerme en su casa, volvería directamente a casa -Jilly se encogió de hombros-. Es la primera vez que salgo y… mi madre está muy preocupada.

Sí, Max lo comprendía. Su madre también se preocupaba mucho por él. Pero ahora se cuidaba mucho de decirlo en voz alta.

– En ese caso, esperemos que puedas hablar con tu prima. Si estuviera fuera, va a ser un verdadero problema para ti.

– ¿Fuera? ¿En enero? -preguntó Jilly con incredulidad.

Max siguió la mirada de ella hasta la ventana, un cielo gris invernal cubría Londres.

– Por increíble que pueda parecer, hay lugares en el mundo en los que el sol está brillando ahora mismo.

– Lugares muy caros.

– No en estos tiempos -Max se dio cuenta de que Jilly consideraba que su idea de lo que era caro y la de él debían ser muy diferentes-. Además, también puede haber ido a esquiar…

La palabra salió de sus labios antes de darse cuenta. Max sabía que era una equivocación involucrarse en la vida de otra persona. Siempre lo era.

– Gemma no es muy dada al ejercicio.

– No todos van por el ejercicio -contestó él malhumorado. Entonces, con más suavidad porque, al fin y al cabo, no era culpa de la chica haberle recordado cosas que prefería olvidar -. A algunos les interesa más el ejercicio de después de esquiar.

De súbito, la mente de Jilly se llenó de imágenes sacadas de revistas de viajes mostrando despampanantes chicas junto a rubios y fuertes instructores de esquí sentados alrededor de una hoguera en un chalet de montaña. Sí, eso sí era el estilo de Gemma.

– Pero si está fuera, no tendré dónde hospedarme -dijo Jilly-. Tendré que volver a casa. Le prometí…

– Espero que no sea antes de que mecanografíes el informe.

Un comentario imperdonable, y Max se arrepintió de sus palabras nada más pronunciarlas. Pero en vez de tirarle el cuaderno a la cabeza y decirle que lo mecanografiase él, que era lo que cualquier chica de la agencia Garland haría, Jilly Prescott se recogió un mechón de pelo que le caía por la cara.

– No, por supuesto que no. Ahora mismo me pongo con ello.

Max se la quedó mirando mientras Jilly se ponía en movimiento. ¿Estaba siendo sarcástica? No, claro que no. Aquélla no era una de las duras secretarias de la agencia de su hermana. Esta chica acababa de llegar a Londres, estaba sola y se sentía vulnerable. Y eso le irritaba a él mucho más. No quería verse en esa situación. ¿Cómo se atrevía Amanda a mandarle a una chica así?

No le importaban los problemas de Jilly. No quería saberlos. Sin embargo, algo le impulsaba a seguirla y a pedirle disculpas.

Pero Jilly ya se había sentado delante del ordenador y sus dedos se movían ágilmente por el teclado. No perdía el tiempo. Ni siquiera para hacer sus llamadas telefónicas. Max quería decirle que llamara primero, pero la vio muy rígida, muy orgullosa, imponiendo una enorme barrera a la comunicación.

– ¿Estás listo ya para almorzar, Max?

Él se volvió a Harriet, que estaba en el umbral de la puerta mirándolos a los dos.

– Estoy listo desde hace diez minutos -respondió él fríamente-. Será mejor que le prepares algo también a Jilly.

¡Jilly! ¿Cómo podía mantener una relación formal con alguien llamado Jilly? Debería haberla llamado señorita Prescott y haberla tratado de usted desde el principio. Eso habría sido lo mejor. Las cosas hubieran quedado claras desde el principio.

– Y enséñala dónde está todo para que lo sepa.

Jilly oyó la puerta del despacho de él cerrarse y relajó los hombros. Lo que le producía rigidez en los músculos era la tensión, no podía ser otra cosa. Sacó un pañuelo del bolso y se sonó la nariz. ¡Llorar! ¡Qué ridiculez! Ella no lloraba nunca.

El día anterior todo le había parecido tan sencillo… Demasiado sencillo. Si su madre no le hubiera obligado a hacer esa promesa… ¡Ojalá no hubiera sido tan estúpida de creer que nada podía salir mal!

Parpadeó, se enderezó, guardó el pañuelo y forzó una sonrisa cuando Harriet volvió a aparecer con una bandeja. Jilly se puso de pie al instante para abrirle la puerta.

– Gracias, señorita Prescott.

– Oh, por favor, llámeme Jilly y tutéeme -Harriet asintió; reapareció al momento-. Le enseñaré el baño, ¿de acuerdo? Supongo que querrá lavarse las manos antes de comer.

– Siento molestarle. Saldría a comer fuera, pero el señor Fleming tiene prisa y…

– Max siempre tiene prisa -dijo Harriet-. Algunos hombres no aprenden nunca. Además, no es ningún problema, te lo prometo. ¿Qué te apetece comer?

– Cualquier cosa. ¿Qué le ha preparado al señor Fleming? -preguntó Jilly intentando no ser una molestia, con la intención de dar el menor trabajo posible.

– Salmón ahumado. ¿Te apetece?

Jilly parpadeó. ¿Salmón ahumado? Lo había probado una vez, en la fiesta de jubilación del abogado para el que había trabajado, y aún no sabía si le gustaba o no. Casi no podía creer que se hicieran bocadillos de salmón ahumado.

– Un bocadillo de queso me servirá -dijo ella con firmeza.

Harriet esbozó una cálida sonrisa.

– Veré qué puedo hacer. Ven, voy a enseñarte el baño. Luego, cuando estés lista, ven a la cocina, allí comerás más tranquila.

Las paredes del baño eran de mármol, el suelo estaba alfombrado, había un enorme espejo encima del lavabo y toallas espesas. No tenía nada que ver con el baño de la oficina en la que había trabajado hasta ahora, la clase de oficina a la que volvería inmediatamente si Gemma no aparecía pronto.

Después, cuando se secó las manos con una de las suaves toallas, se rehízo la trenza, volvió a ponerse carmín de labios y fue a la cocina.

– Siéntate, ponte cómoda -dijo Harriet.

– Debería seguir trabajando en el informe…

– Que Max no se levante nunca de su escritorio no quiere decir que tengas que seguir su ejemplo. Además, no puedes comer y mecanografiar al mismo tiempo, ¿no te parece? -Harriet le indicó con un gesto que se sentara a la mesa.

Harriet era alta, elegante, y sus cabellos canos tenían un corte perfecto. No se parecía en nada a la idea que Jilly tenía de un ama de llaves. Aunque la verdad era que Jilly nunca antes había visto a un ama de llaves.

– No, supongo que no. Pero tengo que hacer un par de llamadas. El señor Fleming me ha dicho que puedo utilizar el teléfono.

– Si son llamadas personales, ¿por qué no utilizas mi teléfono? De ese modo, no podrá interrumpirte aunque quiera.

Una sonrisa irónica mientras la conducía a través de una puerta que había en un rincón de la cocina indicó a Jilly que Harriet sabía lo mucho que Max Fleming podía incomodar. La oficina del ama de llaves era diminuta, no mucho más grande que un armario, pero tenía escritorio, mesa de despacho y teléfono; lo demás estaba colocado en estanterías.

– Haz las llamadas que necesites.

– Gracias y perdone, señora…

– Jacobs. Pero, por favor, llámame Harriet y tutéame. Todo el mundo me llama de tú.

– Gracias, Harriet.

Cuando Jilly llamó a la oficina de su prima, le dijeron que Gemma estaba de vacaciones y que no volvería hasta finales de mes. Jilly colgó y se quedó mirando el teléfono un momento. Richie era la otra única persona que conocía en Londres. No había sido su intención llamarlo hasta no estar bien asentada y poder decirle con aire casuaclass="underline" «Hola. Estoy trabajando en Londres y se me ha ocurrido llamar para saludarte…». Pero aquello era una emergencia. Buscó su número de teléfono en la agenda y marcó.

– Producciones Rich.

– ¿Podría hablar con Richie Blake, por favor?

– ¿Con quién?

– Con Richie… -pero recordó que ahora se llamaba Rich, Rich Blake, la nueva estrella de la televisión-. Con Rich Blake. Soy Jilly Prescott, una amiga suya.