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– Sí, me lo ha dicho. Pero tenías razón, mi prima está de vacaciones, en Florida, y no tengo sitio donde hospedarme.

– Ése no es motivo para que vuelvas a… -Max se interrumpió, -no recordaba exactamente de dónde había dicho Jilly que venía.

– El norte de Watford -le recordó ella.

– Sí, de un sitio del que nadie ha oído hablar -añadió él con ánimo de venganza-. En fin, no creo que tu prima vaya a pasarse el resto de la vida de vacaciones.

– Hasta fin de mes.

– Exactamente. Dos semanas más. Hasta entonces, podrás quedarte en un hotel.

¿Así, sin más?

– Estoy segura de que intenta ayudarme, señor Fleming, pero…

– Max y de tú -le recordó él.

– Max -respondió ella algo incómoda. Jamás había llamado a un jefe por el nombre de pila y de tú-. Llevo realizando trabajo temporal desde noviembre y, en caso de que no lo hayas notado, acaban de pasar las navidades. He tenido que pagar el tren y…

– En otras palabras, ¿que no sea tan imbécil?

– Yo no he dicho eso…

– Pero lo has pensado y tienes razón. De todos modos puedes estar segura de que no vas a ir a ninguna parte, Jilly. Durante las dos últimas semanas, eres la primera chica que ha pisado este despacho y que es casi tan profesional como Laura -Max notó que fruncía el ceño-. Mi secretaria. Está cuidando a su madre que está enferma.

– Sí, algo me ha dicho la señora Garland al respecto.

– ¿En serio no tienes ningún otro sitio donde hospedarte en Londres?

– Podría considerar algún banco en un parque. También está el puente de Waterloo…

– ¡Déjate de tonterías, estoy hablando en serio! -le interrumpió él irritado.

Tenía que haber una solución. Llamaría a Amanda; después de haberle encontrado la secretaria perfecta, no le quedaba duda de que su hermana haría cualquier cosa por ayudarle a conservarla.

– Siéntate.

– ¿Y el informe?

Max no contestó. Se limitó a clavarle los ojos y a esperar a que lo obedeciera. Jilly volvió a la silla delante del escritorio y se sentó sin añadir palabra.

Max descolgó el teléfono y marcó un número.

– ¿Amanda? Necesito otro favor.

– Por favor, no me digas que has conseguido espantar a la pobre chica. Te advertí que…

– La «pobre chica» no necesita tu compasión en absoluto. Lo que necesita es un techo para pasar las dos próximas semanas.

– ¿Y qué?

– ¿Es que no puedes buscarle un sitio?

– Tengo una agencia de empleo, querido, no una agencia de alquileres inmobiliarios -Max esperó-. No comprendo por qué recurres a mí para esto.

– ¿A quién si no?

– Querido, tú tienes la respuesta. Tienes espacio suficiente en esa casa para veinte secretarias si quieres. Ofrécele una de tus múltiples habitaciones de sobra. Además, así la tendrás a mano cuando se te ocurra alguna de tus brillantes ideas en mitad de la noche.

– No puedo…

– ¿Por qué no? En serio, Max, si lo que te preocupa es que piense que vas detrás de su joven y turgente cuerpo dile que eres gay.

– ¡Mandy!

– ¿No? ¿Tu machismo no te lo permite? Bueno, en ese caso, tendrás que convencerla de que Harriet es una perfecta carabina, -y, dicho eso, Mandy colgó.

Capítulo 3

MAX colgó el auricular y miró a la chica que estaba sentada frente a él. La solución que Amanda había dado al problema era tan evidente que debería habérsele ocurrido a él.

Jilly lo miraba con expresión expectante y Max tragó saliva.

– Mi hermana lo ve todo muy claro -dijo él-. La respuesta es evidente, te hospedarás aquí.

– ¡Aquí! -Jilly enrojeció en un segundo-. ¿En tu casa? Pero eso…

Al instante, Max se dio cuenta de que su proposición parecía confirmar las sospechas de la madre de Jilly sobre Londres en general y los hombres en particular, y rápidamente reconsideró su plan de instalarla en una de las habitaciones de invitados.

– Encima del garaje hay un apartamento -dijo Max rápidamente-. No es una maravilla, pero es mejor que el puente de Waterloo.

Jilly no podía creerlo. ¿Cómo se atrevía Amanda a llamar monstruo a su hermano? Max Fleming era un verdadero encanto, y le dieron ganas de ponerse de pie de un salto, sentarse encima de él y abrazarlo. No obstante, la expresión de Max y su rigidez sugerían que no sería buena idea.

– ¿Y bien? -le instó él al verla vacilar-. ¿A qué esperas? Quiero que ese informe esté en el Ministerio hoy mismo.

– Ahora mismo voy a pedir un mensajero -repuso ella.

Entonces, desde la puerta, Jilly volvió la cabeza.

– Gracias, Max.

Él hizo un gesto impaciente con la mano, bajando la cabeza inmediatamente para volver a sus números y sus notas.

El apartamento era pequeño, pero tenía de todo. Una escalera de piedra a un lado del garaje conducía a una puerta que, una vez abierta, daba a un pequeño recibidor y luego directamente al cuarto de estar.

– Está muy bien -dijo Jilly cuando, por fin, después del trabajo, Harriet la llevó allí. Max Fleming tenía razón, no era una maravilla, pero era cómodo y valía diez veces más que cualquier cosa que ella pudiera pagar-. ¿Por qué está vacío?

– Hace años era donde vivía el chofer, el padre de Max se negó a aprender a conducir. Amanda y Laura querían que Max contratara un chofer después del accidente, pero Max se negó rotundamente. Decía que, si quería salir, ya contrataría un chofer y un coche para la ocasión, o que tomaría un taxi. Aunque la verdad es que ya no sale casi nada.

A Jilly le hubiera gustado preguntar por qué, pero la otra mujer no le dio la oportunidad de hacerlo.

– Te he traído lo más indispensable; como pan, té, leche y esas cosas. Y el teléfono está conectado. Max ha dicho que llamar a tu casa, o a quien quieras, va con el trabajo.

– Es muy amable.

Harriet la miró de soslayo y dijo:

– No me cabe duda de que hará que te lo ganes a pulso. Max trabaja día y noche; y si le dejas, te obligará a hacer lo mismo -Harriet le dio a Jilly unas llaves-. Ésta es la de la puerta. Esta otra es la de la puerta de la verja. Haz lo que tengas que hacer y luego vuelve a la casa para cenar. La cena es a las ocho.

¿La cena? La oleada de pánico debió ser visible en su rostro, porque Harriet se apresuró a añadir sonriendo:

– No te preocupes, Max no espera que te vistas formalmente. Ponte cualquier cosa, menos vaqueros. Las sillas del comedor son muy antiguas y el tejido de los vaqueros es terrible para ellas.

– Yo… ¿Crees que a Max le molestaría que no fuera a cenar? Anoche no dormí mucho y estoy muerta de cansancio.

– Y, para colmo, te ha tenido trabajando hasta las siete -comentó Harriet, comprensiva-. Jilly, vas a tener que ser dura con él.

– Max me ha dicho que mañana puedo empezar un poco más tarde. Va a estar fuera hasta el mediodía.

– Pues hazlo, duerme hasta cuando quieras. Y no te preocupes por la cena, Max siempre trabaja hasta muy tarde y no creo que note tu ausencia. ¿Quieres que te traiga algo para comer aquí?

– No, no es necesario. Me prepararé una taza de té y una tostada y luego me acostaré. De todos modos, gracias, Harriet.

– Bien. Pero mañana por la mañana ven a la cocina y te prepararé un buen desayuno, estarás muerta de hambre.

Harriet no esperó a la respuesta. Le dio a Jilly las buenas noches y se marchó.

Jilly cerró la puerta y se apoyó en ella mirando a su alrededor, casi no podía creer la suerte que había tenido. Entonces, bostezó. Posiblemente ni siquiera tuviera ganas de prepararse una tostada. Pero sí se daría un baño y llamaría a su madre. Y… ¿qué iba a decirle a su madre?

¿Soy una secretaria tan buena que Max ha preferido ofrecerme el apartamento de encima de su garaje antes que perderme? Imaginaba perfectamente la reacción de su madre, que había criado a sus tres hijos sola y la opinión que tenía de los hombres no era muy favorable.