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– A mí me parece bien. Es la primera vez que tengo tanto espacio para mí sola.

Su falta de pretensiones era refrescante y, de repente, a Max se le ocurrió que, igual que a sus primos, probablemente ella se encontraría más a gusto allí. Las habitaciones de invitados eran lujosas y tenían todos los lujos que cualquier diseñador podría soñar, pero en una de ellas sería exactamente eso, una invitada. En el apartamento, podría hacer lo que quisiera, estaría a sus anchas.

– Bueno, si no necesitas nada, voy a dejarte para que puedas irte a la cama. Te veré mañana a eso del mediodía.

– Buenas noches, Max. Y gracias por traerme el mensaje.

Jilly esperó a oír sus pisadas en el patio; entonces, fue hasta la puerta y echó la llave.

Suspiró. Casi se había muerto de vergüenza cuando Max entró y la sorprendió casi desnuda. Y ella lo había empeorado todo al comportarse como una timorata temerosa de ser atacada.

Max Fleming era todo un caballero. Tras lanzar una breve mirada a sus piernas, había subido la vista, la había clavado en su rostro y no había vuelto a bajarla. ¿Acaso sus piernas no merecían una segunda mirada? Era difícil de saber, pero le temía tener los muslos demasiado gordos. Claro que sí, comía mucho chocolate. Volvió a suspirar. Siempre comía demasiado chocolate. Quizá debiera volver a hacer ejercicio, a correr por las mañanas. O a ir al gimnasio.

Jilly se echó el pelo hacia atrás, se miró en el espejo que había cerca de la puerta y se preguntó si le sentaría bien teñirse de rubia. Ridículo, tenía las cejas demasiado oscuras para eso.

Por fin, dejó de retrasar el momento de leer la nota que Max Fleming había puesto encima de la mesa y la agarró.

Tenía las gafas en el dormitorio y casi se pegó el papel a la nariz para poder leer lo que decía. Sin embargo, no le hicieron falta las gafas para ver que Richie no le había dejado ningún teléfono personal, sólo el de la oficina. O quizá la secretaria, que podía ser la misma persona con la que había hablado por teléfono, intencionadamente no lo había hecho. O quizá se estuviera engañando a sí misma. Y también podía ser que Richie no tuviera ninguna gana de verla.

Un bostezo acabó por convencerla de que era hora de acostarse.

Jilly tenía por costumbre acostarse pronto y levantarse temprano. Le despertó el ruido del tráfico y tardó un momento en recordar dónde estaba. Sí, estaba en Londres, tenía un trabajo nuevo y, optimista por naturaleza, sabía que pronto vería a Richie. ¡Un mensaje a través de una secretaria! ¿A quién quería impresionar?

Miró el despertador que había puesto para que le despertara a las siete. Eran las seis, pero ya había dormido suficiente.

Saltó de la cama y se puso el chándal. El día no había abierto aún cuando salió de la casa; pero cuando llegó al parque, notó que el cielo empezaba a adquirir un tono rosado y que la escarcha brillaba sobre la hierba. Hacía frío y le salía vaho de la boca, pero aquel lugar era precioso.

Max también se había levantado temprano y pasó media hora en el gimnasio que tenía en el sótano de la casa. Había descuidado el ejercicio, hecho que su pierna llevaba recordándole un tiempo. Vio a Jilly cuando salió de la casa y estaba en la cocina, esperándola, cuando volvió. Abrió la puerta trasera de la casa, la de la cocina, y la llamó.

– Jilly, he preparado té. Ven a tomar una taza.

Ella vaciló, respirando pesadamente. Cuando se volvió y empezó a caminar hacia él, a Max se le ocurrió que más que una invitación había parecido una orden.

– ¿Prefieres un zumo de naranja? -le preguntó Max después de que Jilly entrase y cerrase la puerta de la cocina-. Sírvete tú misma lo que quieras.

– Gracias.

Jilly se sirvió un vaso de zumo en un vaso que ya estaba encima de la mesa. Max Fleming tenía un aspecto muy diferente por la mañana, con esa vieja camiseta empañada en sudor, el pelo revuelto y el rostro enrojecido por el ejercicio. Se le veía más grande y mucho más vital que con el traje. Pero no se había equivocado respecto a esos hombros, eran enormes.

– ¿Por dónde has ido? -le preguntó él.

Ella lo miró por encima del borde del vaso.

– No lo sé. He estado en un parque que vi ayer. Había una casa enorme y un estanque…

– La casa es Kensington Palace -Max casi se echó a reír al verle la expresión.

– ¡Kensington Palace! -exclamó Jilly, horrorizada-. Oh, Dios mío, dime que no he cometido allanamiento de morada.

– No lo haré si no quieres que te lo diga -pero la vio aún asustada-. No, no lo has hecho, Jilly. El parque, Kensington Gardens, está abierto al público.

– Gracias a Dios -su alivio fue casi cómico-. El único problema ha sido que lo estaba pasando tan bien que he ido demasiado lejos.

– Sí, suele pasar. Yo también corría… en los tiempos en los que podía correr con cierto estilo.

Jilly bebió un sorbo del zumo que se había servido.

– Fue un accidente de esquí -añadió Max, respondiendo a la pregunta que ella le había hecho con la mirada.

– Lo siento.

– No es para sentirlo. Fui yo el que tuvo suerte; al menos, eso es lo que me dijeron. Me costó una rodilla… mi mujer y un viejo amigo mío murieron.

Los ojos de Jilly se humedecieron, y Max esbozó una sonrisa irónica antes de continuar.

– No es tan terrible, Jilly. En serio. Sólo me duele un poco cuando hace frío o cuando el ambiente está húmedo, por eso es por lo que me limito a hacer ejercicio en el gimnasio -Max se indicó la camiseta manchada de sudor. Luego, se maldijo a sí mismo por haberse puesto en situación de dar compasión-. El gimnasio está en el sótano. Puedes usarlo cuando quieras. Es mejor que salir a correr cuando hace este frío.

– Me gusta el frío -respondió ella, rechazando la invitación-. Pero si te duele la rodilla, quizá debieras ir a vivir a un lugar cálido y seco.

– Quizá. Y quizá será mejor que vayas a darte una ducha o empezarás a trabajar tarde.

¡Vaya un tirano! En fin, Harriet se lo había advertido.

– No te preocupes, no voy a cobrarte las horas en las que no trabaje -contestó Jilly al tiempo que se ponía en pie.

Sin perder un momento más, se marchó de allí. Max aún estaba mirando la puerta por la que Jilly había salido cuando Harriet entró en la cocina.

– ¿Hemos tenido compañía? -preguntó el ama de llaves.

– Sólo un poco de té y compasión, Harriet.

Harriet arqueó las cejas.

– Alguien ha tomado zumo de naranja.

– Y yo el té y la compasión -no podía seguir así, tenía que acabar con esa tontería-. Jilly ha preferido tomar zumo al volver de correr por el parque. ¿Qué opinas de ella?

– ¿De Jilly? Es una chica encantadora. No se da aires de nada…

– ¿Al contrario que las otras secretarias de Amanda?

– Sí, es completamente diferente, Max.

– ¿Qué opinarías si te dijera que ha venido a Londres para estar cerca de Rich Blake?

Harriet dejó de limpiar la mesa y centró toda su atención en él.

– ¿El de la televisión? -Max asintió y Harriet frunció el ceño-. Oh, Dios mío. ¿Qué clase de relación hay entre ellos?

– Al parecer, fueron al colegio juntos. No sé si es producto de mi imaginación, pero tengo la sensación de que está enamorada de él; o cree que lo está, que es lo mismo.

– En ese caso, será mejor que le compre varias cajas de pañuelos de papel, va a necesitarlos.

Max se encogió de hombros.

– Puede que estemos juzgando mal a ese tipo. Anoche hizo que su secretaria llamara a Jilly para decirle que se pondría en contacto con ella pronto.

– ¿Que fue la secretaria quien llamó por él? ¿Y cómo se lo ha tomado Jilly?

Max recordó la palidez del rostro de Jilly al enterarse de que Rich no se había molestado en llamarla personalmente.

– Tienes razón, Harriet, ten unas cajas de pañuelos de papel a mano.