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—¿Por qué despanzurraste la lechuza, maldito animal? ¿Qué te había hecho? Ea, te lo pregunto... ¿Y por qué rompiste el profesor Mechnikov?

—Hay que pegarle latigazos aunque sea por lo menos una vez, Filip Filipovich —decía Zina, indignada—, de lo contrario se volverá completamente insoportable. Mire lo que hizo con sus galochas.

—No pegaremos a nadie —se irritaba Filip Filipovich—. Recuérdalo: sé buena de una vez por todas. Tanto el hombre como el animal, sólo se deben tratar por medio de la persuasión. ¿Comió carne hoy?

¡Por Dios! Desvalijó la casa. ¡Vaya pregunta la que me hace, Filip Filipovich! Me sorprende que no reviente.

—Déjalo saciar su hambre... —¿Qué te había hecho la lechuza, bribón?

—¡Wuuuuuu! —lloriqueó Bola, servil, acostándose sobre el vientre con las patas separadas.

A pesar de sus protestas, fue arrastrado por el cuello a través del vestíbulo hasta el consultorio del doctor. Se lamentaba, mostraba los dientes, se aferraba a la alfombra, se paraba sobre las patas traseras como en el circo. La lechuza, en jirones, yacía sobre la alfombra en medio de la habitación; de su vientre desgarrado salían recortes de trapo rojo que olían a naftalina. Sobre la mesa se hallaban los trozos de un busto de yeso convertido en añicos.

—No limpié nada a propósito para que usted pudiese admirar el espectáculo —proclamó Zina indignadísima, Saltó sobre la mesa, el muy canalla, y ¡clac! ¡se le prendió de la cola! Antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, ya la había hecho pedazos. Póngale el hocico encima para que aprenda a arruinar las cosas.

Y empezaron los alaridos. El perro, que parecía estar pegado a la alfombra, fue llevado hasta la lechuza y le apoyaron el hocico encima; se echó a llorar amargamente y pensó: "Pégueme, pero no me expulse del departamento".

—Hay que llevar la lechuza hoy mismo al taxidermista. Y tú, Zina, toma estos 8 rublos y 16 kopecks para el tranvía, y vete al almacén de Muir a comprarle un buen collar y una cadena.

Al día siguiente pusieron a Bola un ancho collar brillante. La primera vez que se vio en un espejo quedó horrorizado y, con la cola entre las piernas, se refugió en el cuarto de baño meditando la manera de librarse del collar.

Pero muy pronto comprendió que era un imbécil. Zina lo llevó a pasear, sujeto de la cadena, por la calle Obukhov. El perro caminaba como un detenido, temblando de vergüenza. Pero al llegar a la Iglesia de Cristo en la Prechistienka, comprendió toda la importancia que un collar otorga en la vida. La rabia y la envidia se leían en los ojos de todos los demás canes que se cruzaban con él, y cerca de la calle Miortvyi, una especie de bastardo flaco y de cola cortada lo trató con sus ladridos de "lacayo" y "basura de lujo". En el momento en que atravesaban los rieles del tranvía, el miliciano miró el collar con respeto y satisfacción. Y a su regreso se produjo un acontecimiento absolutamente insólito: Fiodor, el portero, abrió la puerta principal para hacerlo entrar y dirigiéndose a Zina observó:

—Mira ese mendigo que había recogido Filip Filipovich; está gordo como un fraile.

—No es extraño, come como cuatro —explicó la hermosa Zina, con las mejillas sonrosadas por el frío.

"Un collar tiene el mismo valor que un porta documentos", pensó astutamente el perro. Y meneando la grupa subió al Hermoso Piso como un gran señor. Después de haber reconocido los méritos del collar, Bola hizo su primera visita a la parte principal del paraíso, cuyo acceso le había sido categóricamente rehusado hasta entonces: el reino de Daría Petrovna, la cocinera.

El departamento íntegro no valía dos pulgadas del reino de Daría. Cada día, en la hornalla ennegrecida y con paredes revestidas de azulejos, las llamas chisporroteaban furiosamente, el horno crepitaba. En medio de un torbellino purpúreo, reluciente de grasa, el rostro de Daría Petrovna vivía el eterno tormento del fuego. En su peinado, que siguiendo la moda le cubría las orejas y se levantaba sobre la nuca formando un abanico de cabellos claros, resplandecían veintidós brillantes de pacotilla. En las paredes colgaban de los ganchos cacerolas doradas y toda la cocina concentraba olores, borbotaba y chirriaba en los recipientes cubiertos...

—¡Lárgate! —gritó Daría Petrovna—. ¡Afuera, granuja, vagabundo! ¿No comiste ya bastante? Espera un poco, vas a ver...

"¿Qué ocurre? ¿Por qué ladrar así? (El perro parpadeaba con ojos enternecedores.) ¿Granuja, yo? ¿No observó mi collar?"

Bola poseía un don especial para conquistar el corazón de la gente. Dos días más tarde había encontrado un lugar donde acostarse junto al balde del carbón, y desde allí miraba trabajar a Daría Petrovna. Ésta, utilizando un cuchillo de hoja angosta y bien afilada, había cercenado la cabeza y las patas de unas desdichadas perdices indefensas y, verdugo implacable, después de desprender la carne de los huesos y destripar las avecillas, se puso a desmenuzar algo con la cuchilla de picar. Bola se entretenía con una cabeza de perdiz. Daría sacó de una jarra de leche trozos de pan remojados, los mezcló sobre la mesa con una pasta de carne, agregó sal, crema y empezó a preparar croquetas. La hornalla roncaba como un incendio; en la sartén, la grasa hirviendo crujía y saltaba. La puerta de la hornalla se abrió de pronto, descubriendo un terrorífico infierno del que brotaban lampos de llamas.

Por la noche las fauces ardientes se apagaban y por la ventana de la cocina, encima del visillo blanco, entraban, densas y graves, las sombras de la Prechistienka, iluminadas por una estrella solitaria. El piso estaba húmedo, las cacerolas resplandecían misteriosamente; sobre la mesa había una gorra de bombero. Bola, acostado sobre la hornalla tibia como un león de piedra sobre su zócalo, e irguiendo una oreja curiosa, miraba a un hombre agitado, con bigote negro y ancho cinturón de cuero que besaba a Daría Petrovna detrás de la puerta entreabierta de la habitación que ésta ocupaba con Zina. El rostro de la cocinera ardía íntegramente con los tormentos de la pasión, excepto la nariz cubierta por un polvo cadavérico. Un rayo de luz iluminaba la figura del bigotudo sobre el cual pendía aún una rosa de papel.

—¡Eres un verdadero demonio! —murmuraba en la penumbra Daría Petrovna—. ¡Detente! Zina está por llegar. Pero, ¿qué te pasa? ¿Tú también te hiciste rejuvenecer?

—¡No hace falta —contestaba el bigotudo con voz ronca, conteniéndose apenas—, con lo ardiente que eres!

Ciertas noches, cuando la estrella de la Prechistienka quedaba oculta por los pesados cortinados del consultorio, si no había representación de "Aída" en el Bolchoi, ni reunión en la Sociedad de Cirugía de la U.R.S.S., el dios se retiraba a ese cuarto y se instalaba en un mullido sillón. Las luces del cielorraso estaban apagadas. Sólo brillaba una lámpara verde sobre el escritorio. Bola permanecía entonces extendido en la penumbra, sobre la alfombra, y sus ojos no se desprendían de las cosas terribles que sucedían ante su vista. Había recipientes de vidrio que contenían cerebros humanos bañados en un liquido turbio de olor acre y repugnante. Los brazos del dios, desnudos hasta el codo, estaban revestidos en sus extremos por guantes de goma rojos y los gruesos dedos ágiles se desplazaban sobre las circunvoluciones. Algunas veces el dios tomaba un pequeño cuchillo brillante y con infinitas precauciones recortaba un trozo de los cerebros amarillos y elásticos.

Hacia las orillas del Nilo Azul...—tarareaba a media voz el dios, mordisqueándose el labio y recordando los coros del Bolchoi.