—¡Anteayer! —precisó Bormental.
—¡Ahí tiene! ¡Y métaselo bien en la cabeza! ¿Con qué objeto se sacó la pomada de óxido de cinc que tenía en la nariz?... Tendría que callarse y hacer caso a lo que se le dice. Estudiar, para llegar a ser un miembro más o menos aceptable de la sociedad socialista. A propósito, ¿quién es el atorrante que le dio ese libro?
—Para usted todos son atorrantes —respondió Bolla espantado y aturdido por ese ataque en dos frentes.
—Creo que lo adivino —proclamó Filip Filipovich enrojeciendo de ira.
—Bueno, de acuerdo. Me lo dio Schwonder. No es un atorrante... Era para procurarme una formación...
—¡Ya veo qué formación le procuró Kautsky! —gritó el profesor que se empezaba a poner lívido.
Presionó rabiosamente un botón en la pared.
—El ejemplo de hoy lo demuestra a las mil maravillas. ¡Zina!
—¡Zina! —gritó Bormental.
—¡Zina! —aulló Bolla, aterrorizado.
Zina acudió, completamente pálida.
—Zina, allá en la sala de espera... ¿Está realmente en la sala de espera?
—Sí, está —contestó humildemente Bolla— tiene las tapas color verde cardenillo.
—Un libro de tapas verdes...
—¡Claro, lo van a quemar! —exclamó Bolla, desesperado—. ¡Pertenece al Estado, viene de una biblioteca!
—La Correspondencia de... cómo se llama... Engels con ese otro demonio... ¡Al fuego!
Zina desapareció.
—Ese Schwonder —exclamó Filip Filipovich desquitándose con un alón de pavita—, le juro que lo colgaría en el primer árbol que encontrase, palabra de honor. Ese cerdo increíble se enquistó en la casa como un flemón. No le basta con escribir imbecilidades difamatorias en los periódicos...
Bolla ladeó la vista hacia el profesor con los ojos llenos de perversa ironía. Filip Filipovich le devolvió su mirada torva y permaneció callado.
—"En este departamento no ocurrirá nada bueno", —pensó de pronto, proféticamente, Bormental.
Zina trajo, sobre una fuente redonda, una torta roja por un lado y rosada por el otro y colocó una cafetera sobre la mesa.
—No comeré torta —amenazó Bolla.
—Nadie le invitó a hacerlo. Manténgase con corrección. Sírvase, doctor.
La comida terminó en silencio.
Bolla sacó un cigarrillo arrugado de su bolsillo y se puso a fumar. Filip Filipovich acabó su café, miró su reloj e hizo sonar el cuarto de las ocho. Luego, como solía hacerlo con frecuencia, se reclinó en el respaldo gótico y tomó el diario que estaba en la mesita.
—Por favor, doctor, acompáñelo al circo. Pero por amor de Dios, fíjese que en el programa no figuren gatos.
—¿Dejan entrar a esos canallas en los circos? —inquirió Bolla con tono sombrío.
—Dejan entrar un poco de todo —contestó ambiguamente Filip Filipovich, y tendiéndole el diario a Bormental, preguntó:
—¿Qué programas hay?
En el circo Solomonsky —comenzó a leer Bormental—, están los cuatro... Iusemes y "el hombre del punto muerto".
—¿Qué son esos Iusemes? —preguntó Filip Filipovich, receloso.
—Sólo Dios lo sabe. Es la primera vez que veo tal nombre.
—Entonces mejor mirar qué hay en el Nikitin. Es necesario que todo sea absolutamente claro.
—En el Nikitin... Nikitin... Aquí está, hay elefantes y "los reyes de la acrobacia".
—Muy bien. ¿Qué tiene que decir de los elefantes, mi querido Bolla? —interrogó escéptico el profesor.
Bolla se ofuscó.
—¡Qué! ¿Se imagina que no entiendo nada? Un gato es otra cosa... Los elefantes son animales útiles.
—Perfecto. Ya que son útiles, vaya a verlos. Trate de obedecer a Iván Arnoldovich. ¡Y no vaya a vagar por el buffet! Por favor, doctor, nada de cerveza para Bolla.
Diez minutos más tarde, Iván Arnoldovich y Bolla, que llevaba una gorra de ancha visera y vestía un abrigo de paño con el cuello levantado, salían para ir al circo. La calma renació en el departamento.
Filip Filipovich entró en su consultorio. Encendió la lámpara que cubría una pesada pantalla verde y una tranquila claridad iluminó el amplio cuarto. El profesor empezó a caminar a lo ancho y a lo largo del consultorio. Durante largo rato la brasa verdosa de su cigarro brilló en la habitación. Filip Filipovich tenía las manos en los bolsillos y sombríos pensamientos atormentaban su ancha frente de hombre de ciencia. Chasqueaba los labios, tarareaba entre dientes y murmuraba algo sin cesar. Finalmente dejó su cigarro en el cenicero, se aproximó a un armario de vidrio y encendió las tres potentes lámparas que inundaron de luz el consultorio. Del tercer estante sacó un frasco de dimensiones reducidas y lo observó con aire preocupado. En el líquido denso y transparente se hallaba suspendido el pequeño tapón blancuzco que había sido extraído del cerebro de Bolla. Con los hombros encogidos, la boca crispada, profiriendo gruñidos desarticulados, Filip Filipovich lo devoraba con los ojos, como si buscase descubrir en esa diminuta esfera flotante la clave de los increíbles acontecimientos que habían alterado la paz de la casa de la Prechistienka.
¿Acaso halló el sabio esa clave? El hecho es que después de terminar su examen, volvió a colocar el frasco en el armario, cerró la puerta del mismo con llave, guardó ésta en el bolsillo del chaleco y se dejó caer en el diván de cuero con la cabeza hundida entre los hombros y las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Permaneció largo tiempo así, masticando el extremo de un segundo cigarro y, finalmente, igual que un viejo Fausto, exclamó en la soledad verdosa del consultorio:
—Por Dios, creo que lo haré.
Nadie le contestó. En el departamento reinaba el silencio más absoluto. Como se sabe, después de las once de la noche el tránsito de la calle Obukhov cesa casi por completo. De tanto en tanto resonaban los pasos de algún transeúnte rezagado que pasaba detrás de los cortinados corridos y desaparecía en la noche. Llevándose una mano al bolsillo del chaleco, Filip Filipovich escuchaba la suave música de su reloj de repetición... Aguardaba con impaciencia el regreso de Bolla y del doctor Bormental.
* * *
Es difícil saber lo que había resuelto Filip Filipovich. Durante la semana siguiente no emprendió nada en especial y tal vez a causa de esa inactividad, la vida de la casa pareció enriquecerse excepcionalmente con varios sucesos.
Seis días después del episodio del agua y del gato, Bolla recibió la visita del joven que se había revelado ser una jovencita. Le entregó los documentos de identidad que Bolla guardó inmediatamente en su bolsillo. Luego llamó al doctor Bormental.
—¡Bormental!
—¡No! Ya le dije que me llame por mi nombre y mi patronímico, —respondió el doctor, demudado el rostro.
(Conviene hacer notar que en el curso de esos seis días, el cirujano había hallado la manera de reñir ocho veces con su alumno. En el departamento de la calle Obukhov la atmósfera estaba tensa.)
—Entonces llámeme también por mi nombre y mi patronímico —repuso Bolla con indiscutible lógica.
—¡No! —tronó Filip Filipovich desde el umbral de la puerta—. No le permitiré usar ese nombre ni ese patronímico en mi casa. Si no quiere que lo llamemos familiarmente "Bolla", el doctor Bormental y yo le diremos "Señor Bolla".
—¡No soy un señor, los señores están todos en París! —ladró Bolla.
—¡Otro trabajo de Schwonder! —gritó Filip Filipovich—. Más tarde me ocuparé de ese bribón. Mientras yo viva en este departamento, sólo habrá "señor". En caso contrario alguien tendrá que marcharse de aquí y será más bien usted y no yo. Hoy mismo publicaré un aviso en los periódicos y créame, le encontraré una habitación.