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—Zina —ordenó el amo— llévalo inmediatamente a la sala de curaciones y dame un guardapolvo.

La mujer silbó, chasqueó los dedos y el can, tras vacilar un instante, la siguió. Entraron en un angosto corredor débilmente iluminado, pasaron frente a una puerta barnizada, en el extremo del corredor dieron una vuelta hacia la derecha y se hallaron en una habitación oscura en la cual reinaba un olor que inmediatamente le desagradó. Un chasquido seco y la oscuridad se convirtió en luz enceguecedora, una verdadera luz diurna que parecía surgir de todas partes.

¡Ea, no, gimió Bola para sí, perdóneme pero no me entregaré! Que se vayan al diablo, ellos y su salchichón. Ahora comprendo donde me atrajeron: a un hospital para perros. Me van a hacer tomar aceite de ricino y usarán cuchillos para cortarme el flanco... como si ya no me doliese bastante.

—¿Adónde vas? —exclamó la que llamaban Zina.

Retorciéndose para huir, el perro se ovilló sobre sí mismo y, con su flanco sano fue a golpear la puerta con tal violencia que todo el departamento tembló. Luego, arrojándose hacia atrás empezó a girar como un trompo, volcando un balde blanco que desparramó en el suelo una multitud de copos de algodón. Las paredes, contra las cuales se adosaban armarios llenos de instrumentos resplandecientes, comenzaron a girar en torno de él, luego un delantal blanco y el rostro deformado de una mujer se abalanzaron a su encuentro.

—¡Qué haces, maldito animal, quédate aquí! —gritaba Zina, desesperada.

¿Dónde estará la escalera de servicio?, se preguntó. Tomó impulso y se arrojó de cabeza contra un vidrio con la esperanza de encontrar una salida. Volaron ruidosamente mil añicos y se rompió un gran frasco esférico del que se volcó, esparciéndose. por el piso, una inmundicia rojiza de olor horrendo. Entonces se abrió la verdadera puerta.

—¡Quédate quieto, pedazo de bruto! —gritó el señor con el guardapolvo a medio poner y saltando para agarrarlo por la cola. ¡Zina, préndelo del pescuezo, vaya granuja!

—¡Bondad divina, qué perro!

La puerta se abrió aún más y otro personaje de sexo masculino, que también vestía guardapolvo, entró en la habitación. Pisoteando fragmentos de vidrio, no reparó en él sino que se dirigió al armario, que abrió, inundando el cuarto con un olor dulzón y empalagoso. Luego se echó con todo su peso sobre el animal, el cual no desperdició la oportunidad de morderlo en un tobillo, justo encima del botín. El personaje profirió un grito de dolor, pero no renunció. El liquido empalagoso quitaba el aliento y mareaba. Sintió que las patas se le aflojaban, dio todavía algunos pasos vacilantes y se desplomó en medio de los filosos trozos de vidrio. "Bueno, todo terminó, pensó seminconsciente. ¡Adiós Moscú! Ya no volveré a ver a los hermanos Tchiclikin, ni a los proletarios, ni al salchichón de Cracovia. Habré merecido muy bien mi paraíso de perro. Hermanos, desolladores, ¿por qué me trataron así?"

Entonces se acostó definitivamente sobre el flanco y reventó.

* * *

Cuando resucitó experimentaba un leve mareo y sentía algunas náuseas, pero el dolor en el flanco había desaparecido, reemplazado por una deliciosa sensación de ausencia. Levantó lánguidamente un párpado y vio por la comisura del ojo derecho, las vendas apretadas que le sostenían el vientre y los flancos.

"Estos hijos de perra se salieron con la suya, pensó confusamente, pero hay que reconocer que lo hicieron bien."

De Sevilla a Granada... En las quietas tinieblas de la noche¹canturreaba distraídamente una voz en falsete por encima de su cabeza.

¹Canción muy conocida a comienzos del siglo XX, con letra de Alexei Tolstoi (N. de la T.]

Sorprendido, el perro abrió bien grandes ambos ojos y divisó a dos pasos de él una pierna de hombre posada sobre un taburete blanco. El pantalón y el calzoncillo arremangados dejaban al descubierto una piel amarillenta maculada con sangre seca y tintura de yodo.

"¡Dios mío!", pensó, "Es el que mordí. Es obra mía. Tanto peor para mí."

Se oyen las serenatas y los hombres que pelean. —la voz dejó de cantar para preguntarle—: ¿Por qué mordiste al doctor, bribón? Y por qué rompiste el vidrio, ¿eh?

—¡Wu u u u uu! —trató de gemir.

—Bueno, basta. Quédate quieto, idiota.

—¿Cómo hizo para traer un perro tan nervioso, Filip Filipovich? —preguntó una agradable voz masculina. La parte inferior del calzoncillo se deslizó hacia el pie. Brotó un olor a tabaco; se oyó un leve ruido de frascos en el armario.

—Con suavidad. Es el único medio posible cuando se trata de una criatura viviente. Por medio del terror nada se obtiene de ningún animal, cualquiera sea su nivel en la escala de la evolución. Es lo que siempre sostuve, lo que sostengo y seguiré sosteniendo. Algunos creen que se puede lograr algo por el terror. ¡No, no y no: el terror jamás sirve para nada, ya sea blanco, rojo o pardo! El terror paraliza por completo el sistema nervioso. ¡Zina! Compré para este vagabundo un rublo y 40 kopecks de salchichón de Cracovia. Hazme el favor de darle de comer cuando se le terminen las náuseas.

Se oyeron rechinar astillas de vidrio bajo la escoba y una voz de mujer que replicaba con coquetería:

—¡Cracovia! Como si no hubiese bastado con comprarle 20 kopecks de sobras en la carnicería. ¡De buenas ganas me quedaría yo con el Cracovia!

—Prueba de hacerlo y tendrás que vértelas conmigo. Es un veneno para el estómago humano. A tu edad eres todavía como un niño que se lleva a la boca todas las porquerías que encuentra. Te lo advierto: ni el doctor Bormental ni yo nos ocuparemos de ti cuando tengas cólicos...

Entretanto, varios timbrazos leves habían sonado en el departamento, al mismo tiempo que se oían con intermitencias ruidos de voces procedentes del vestíbulo. Zina salió de la habitación.

Filip Filipovich arrojó una colilla en el balde, abrochó su guardapolvo, se alisó el bigote frente al espejo y le espetó al perro:

—Chist, aquí; es la hora de la consulta.

Bola se levantó sobre sus patas aún débiles, temblando y vacilando un poco, pero muy pronto se reanimó y siguió al amplio guardapolvo de Filip Filipovich. Entró de nuevo en el angosto corredor y, al pasar, observó en el cielorraso el globo que ahora lo iluminaba. La puerta barnizada se abrió y pasó al consultorio detrás de Filip Filipovich: quedó deslumbrado por el esplendor del lugar. Había una sorprendente profusión de luz: en las molduras del cielorraso, en la mesa, en las paredes, en los vidrios de los armarios, por todas partes resplandecían lámparas. Entre la multitud de objetos que se le revelaban, Bola reparó con especial interés en una enorme lechuza posada sobre una rama apoyada en una de las paredes.

—¡Acuéstate! —ordenó Filip Filipovich.

Enfrente se abrió una puerta de madera labrada, por la que entró el hombre que había sido mordido. En la brillante claridad de esta habitación, ahora se lo veía joven, muy apuesto, con breve barba cortada en punta. Tendió una hoja de papel y anunció:

—Un viejo cliente...

Y salió sin esperar respuesta mientras Filip Filipovich, alzando los faldones de su guardapolvo, se instalaba ante su escritorio y adoptaba de pronto un aire extraordinariamente serio e importante.

"No, no es a un hospital donde llegué, es otra cosa, pensó el perro turbado, dejándose caer sobre la ornamentada alfombra junto a un pesado sofá de cuero, pero tendré que aclarar este asunto de la lechuza..."

La puerta se abrió suavemente y entró un personaje que lo asombró, a tal punto que lo hizo proferir un leve ladrido.

—¡Silencio! Vaya... amigo mío, está usted desconocido.

El recién llegado dirigió a Filip Filipovich un saludo confundido y respetuoso.