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—En tales circunstancias, profesor, y teniendo en cuenta su obstinada oposición —dijo Schwonder muy agitado—, nos veremos obligados a elevar una queja contra usted ante nuestros superiores.

—¿Ah, con qué así es la cosa? —La voz de Filip Filipovich adquirió un tono de temible cortesía—. Aguarden un momento, por favor.

"Este es un hombre", pensó el perro con entusiasmo; "realmente, es mi tipo. ¿Qué les pasará, a ésos,? ¡Ni pensarlo! Todavía no lo sé, pero tendrán su merecido... ¡Dale! Ah, si pudiese prenderme de ese gran pelele, morderle los tendones de la pantorrilla... Grrr... Grrr..."

Filip Filipovich había tomado el auricular del teléfono y comenzaba a hablar:

—Por favor... Sí, se lo agradezco. Quisiera comunicarme con Piotr Alexandrovich, por favor. El profesor Preobrajenski... ¿Piotr Alexandrovich? Me alegro mucho de oírlo. Muy bien, muchas gracias... Piotr Alexandrovich, su operación queda anulada. ¿Qué? Pues... Anulada, suprimida... Bueno, como todas las otras operaciones, además. He aquí la razón: suspendo todas mis tareas en Moscú y en Rusia en general... Hace un momento, cuatro personas, entre las cuales hay una mujer vestida de hombre, vinieron a mi casa; dos de ellas tenían revólveres y trataron de aterrorizarme con el objeto de apoderarse de mi departamento.

—Permítame, profesor —exclamó Schwonder con el rostro demudado.

—Perdóneme... no puedo repetir todo lo que me dijeron. No me agradan las estupideces. Me basta con decirle que me propusieron renunciar a mi sala de curaciones. En otros términos, que me obligan a operarle a usted en el lugar donde hasta ahora disecaba mis conejos. No sólo no puedo hacerlo, sino que tampoco tengo derecho a trabajar en semejantes condiciones. Por tal razón pongo término a mis actividades y me marcho a Sotchi. Puedo dejarle las llaves a Schwonder. Que él lo opere.

Los cuatro se quedaron paralizados de asombro. La nieve se les derretía sobre los calzados.

—¿Qué se puede hacer?... Pues, me siento yo mismo muy fastidiado... ¿Cómo?... ¡Oh, no, Piotr Alexandrovich! ¡No! Esto no puede durar, llegué al colmo de mi paciencia... Y es la segunda vez desde agosto... ¿Cómo? Hmmm... Como quiera. Aunque con una sola condición: por quien usted quiera, cuando quiera y lo que quiera, pero que sea un papel que prohiba a Schwonder o a cualquier otro acercarse a la puerta de mi departamento. Un papel definitivo. Efectivo. ¡Verdadero! Una coraza... Que ni siquiera se mencione más mi nombre... Por supuesto. Para ellos, estoy muerto... Sí, sí, se lo ruego... ¿Quién? Ah, ah... ¡Es diferente!... Ah, ah ... Bien, aquí se lo paso.

Filip Filipovich se volvió con perfidia hacia Schwonder:

—Por favor: le van a hablar.

—Permítame, profesor —dijo Schwonder furioso y desconcertado a la vez—, usted cambió el sentido de nuestras palabras.

—Le ruego no emplear tales expresiones.

Con aire extraviado, Schwonder tomó el teléfono:

—Escucho... Sí... El presidente del comité del edificio... No señor, hemos actuado de acuerdo con las disposiciones... Por cierto, el profesor tiene una posición totalmente excepcional... Estamos al corriente de todos sus trabajos... Le dejamos cinco habitaciones... Muy bien, ya que es así... Bien...

Colgó el receptor; tenía el rostro arrebatado.

"¡Qué tapa! ¡Qué hombre!", apreció el perro para sí mismo, "debe saber cómo actuar, sin duda. Ahora puede pegarme cuanto quiera, ya no me moveré de aquí."

Los otros tres consideraban boquiabiertos al desdichado Schwonder.

—Es una vergüenza —musitó tímidamente este último.

—Si llegásemos a tener una discusión —adelantó la mujer—, le demostraría a Piotr Alexandrovich que...

—Perdónenme ¿quieren iniciar esa discusión desde ahora?... —inquirió cortésmente Filip Filipovich.

Los ojos de la mujer relampaguearon.

—Comprendo su ironía, profesor, nos marchamos... Pero antes, y tan sólo en mi calidad de director de la sección cultural del edificio...

—Di-rec-to-ra —corrigió Filip Filipovich.

—... quisiera proponerle (la mujer se interrumpió y sacó de su chaqueta algunas revistas con ilustraciones en colores, aún húmedas de nieve) comprar algunas revistas a beneficio de los niños alemanes. A 50 kopecks el número.

—No, gracias —respondió brevemente Filip Filipovich, lanzando un vistazo torvo a las revistas.

Todos los rostros expresaron un total asombro. El de la mujer se ruborizó.

—¿Por qué se niega?

—No las quiero.

—¿Los niños alemanes no le inspiran lástima?

—Sí.

—¿Repara en gastar 50 kopecks?

—No.

—¿Entonces por qué?

—No quiero.

Un silencio.

—Sabe, profesor —comenzó a decir la joven con un profundo suspiro—, si usted no fuese una celebridad científica europea y si ciertas personas no interviniesen a su favor de manera tan indignante (el rubiecito le tiró el faldón de la chaqueta, pero ella no le hizo caso), personas que con seguridad algún día hemos de desenmascarar, usted merecería ser arrestado.

—¿Y por qué? —preguntó Filip Filipovich con curiosidad.

—¡Usted odia al proletariado! —replicó la mujer con altivez.

—Así es, el proletariado no me gusta —asintió tristemente el profesor, y oprimió un botón. En alguna parte sonó un timbre. Se abrió la puerta del corredor.

—Zina, puedes servir la cena. ¿Me permiten, señores...?

Los cuatro abandonaron en silencio el consultorio del profesor, atravesaron la sala de espera y el vestíbulo y se oyó cómo se cerraba ruidosamente tras ellos la pesada puerta de entrada. El perro se irguió sobre sus patas traseras e inició ante Filip Filipovich una pantomima de acción de gracias.

Los platos decorados con flores paradisíacas y bordeados con una ancha banda negra, contenían anguilas en escabeche y finas rebanadas de salmón. En la pesada bandeja de madera había un trozo de queso a punto, y en un baldecillo de plata nimbado de nieve estaba el caviar. Entre los platos brillaban algunas frágiles copas y tres botellones de cristal llenos de vodkas de varios colores. Todos estos objetos estaban dispuestos sobre una mesita de mármol arrimada al imponente aparador de roble tallado, en el que resplandecían la platería y el cristal. En medio de la habitación, como un altar, se levantaba una mesa maciza cubierta por un mantel blanco; en la mesa aguardaban dos cubiertos con las servilletas dobladas en forma de tiaras papales y tres botellas oscuras.

Zina llevó una fuente de plata con su tapa, de la que salía una especie de ronroneo. El aroma que la misma exhalaba era tal que el perro sintió inmediatamente que se le hacia agua la boca. "¡Los jardines de Semíramis!" pensó, golpeando el suelo con su cola como si ésta fuese un bastón.

—Tráelo aquí —ordenó ávidamente Filip Filipovich—. Doctor Bormental, deje ese caviar, por favor. Y si quiere seguir mi consejo, deje también la vodka inglesa y sírvanos esta simple vodka rusa.

—El bello mordido, que había trocado su guardapolvo por un traje negro de excelente calidad, se encogió de hombros, sonrió cortésmente y llenó las copas de vodka incolora.

—¿Destilada con la bendición del Estado? —preguntó.

—Dios nos guarde, amigo mío —respondió el dueño de casa—. Esta es alcohol. Daría Petrovna fábrica ella misma una vodka notable.

—Sin embargo dicen que la del Estado es muy buena: 30 grados. Filip Filipovich lo interrumpió paternalmente:

—En primer lugar, la vodka debe tener 40 grados y no 30. Segundo: sólo Dios sabe lo que meten en ella. ¿Es usted capaz de decirme lo que les puede pasar por la mente?