Выбрать главу

Hace casi un año, cuando Luisa y yo nos casamos, ofrecía la imagen de un hombre mayor presumido y risueño, complacidamente juvenilizado, burlona y falsamente atolondrado. Desde que tengo memoria de él ha llevado siempre el abrigo echado sobre los hombros, sin meterse nunca las mangas, en una mezcla de reto al frío y creencia firme en un compendio de detalles externos que darían como resultado un hombre elegante o por lo menos desenvuelto. Hace un año conservaba casi todo su pelo, blanco y compacto y extremadamente bien peinado con la raya a la derecha (una raya muy marcada, de niño), sin permitir que le amarilleara, una cabeza algodonosa o polar que surgía muy erguida de camisas planchadísimas y corbatas de muy vivos colores agradablemente combinados. Todo en él ha sido siempre agradable, desde su carácter superficialmente apasionado hasta sus maneras sobriamente desenfadadas, desde su mirada vivaz (como si todo le divirtiera, o a todo le viera la gracia) hasta sus continuas bromas afables, un hombre con vehemencia y guasa. Tenía unas facciones no del todo correctas, y sin embargo pasó siempre por un individuo guapo, al que gustaba gustar a las mujeres, pero acaso se conformaba con que eso ocurriera solamente a distancia. Hace casi un año quien lo hubiera conocido entonces (y Luisa lo conoció poco antes) lo habría visto seguramente como a un antiguo conquistador marchito y rebelde ante su decaimiento, o quizá al revés, como a un mujeriego teórico y nunca gastado, alguien con las condiciones para haber llevado una vida galante intensa y que sin embargo, por fidelidades buscadas o por falta de ocasión verdadera o incluso de arrojo, no se hubiera quemado poniéndose a prueba; alguien que, lo mismo que la vejez, hubiera ido aplazando siempre la puesta en práctica de sus seducciones, quizá para no herir a nadie. (Pero los hijos lo ignoramos todo sobre los padres, o tardamos en interesarnos.) Lo más llamativo de su rostro eran sus ojos increíblemente despiertos, deslumbradores a veces por la devoción y fijeza con que podían mirar, como sí lo que estuvieran viendo en cada momento fuera de una importancia extrema, digno no sólo de verse sino de estudiarse detenidamente, de observarse de manera excluyente, de aprehenderse para guardar en la propia memoria cada imagen captada, como una cámara que no pudiera confiar en su mero proceso mecánico para el registro de lo percibido y hubiera de esforzarse mucho, poner de su parte. Esos ojos halagaban lo que contemplaban. Esos ojos eran de color muy claro pero sin gota de azul en ellos, de un castaño tan pálido que a fuerza de palidez cobraba nitidez y brillo, casi de color vino blanco cuando el vino no es joven y la luz los iluminaba, en la sombra o la noche casi de color vinagre, ojos de líquido, de rapaz mucho más que de gato, que son los animales que más admiten esa gama de colores. Pero en cambio sus ojos no tenían el estatismo o perplejidad de esas miradas, sino que eran móviles y centelleantes, adornados por largas pestañas oscuras que amortiguaban la rapidez y tensión de sus desplazamientos continuos, miraban con homenaje y fijeza y a la vez no perdían de vista nada de lo que ocurría en la habitación o en la calle, como los ojos del espectador de cuadros experimentado que no necesita una segunda ojeada para saber lo que está pintado en el fondo del cuadro, sino que con sus ojos globalizadores sabría reproducir la composición al instante, nada más verla, si supieran dibujar también ellos. El otro rasgo llamativo de la cara de Ranz y el único que yo he heredado era su boca, carnosa y demasiado delineada, como si hubiera sido añadida en el último instante y perteneciera a otra persona, levemente incongruente con las demás facciones, separada de ellas, una boca de mujer en un rostro de hombre como tantas veces me han dicho a mí de la mía, una boca femenina y roja que vendría de quién sabe qué bisabuela o antepasada, alguna mujer presumida que no quiso que desapareciera de la tierra con ella y nos la fue transmitiendo, despreocupada de nuestro sexo. Y aún había un tercer rasgo, las cejas pobladas y siempre enarcadas, una u otra o las dos al mismo tiempo, gestos aprendidos probablemente en su juventud, de los primitivos actores del inicio de los años treinta, y que con posterioridad a esa década quedaban más bien como una extraña originalidad involuntaria, un detalle olvidado en la sistemática anulación a que nos somete el tiempo, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo. Mi padre levantaba las pobladas cejas, primero pajizas y luego blancas, por cualquier motivo o incluso sin motivo, como si arquearlas complementara histriónicamente su manera de mirar tan precisa. De ese modo me ha mirado siempre, desde que yo era niño y tenía que alzar mi vista hasta su gran altura a menos que él se agachara o estuviera sentado o tumbado. Ahora nuestra estatura es pareja, pero sus ojos siguen mirándome con la ligera ironía de sus cejas como sombrillas abiertas y la fulgurante fijeza de sus pupilas, manchas negras de sus iris solares, como dos centros de una sola diana. O así miraba hasta hace poco. Así me miró el día de mi boda con Luisa, la joven esposa del que ya no era niño pero como niño él había conocido y tratado durante demasiado tiempo para considerarlo otra cosa, mientras que a ella, la novia, la conocía ya como adulta, o es más, como novia. Recuerdo que en un momento de la celebración me retuvo aparte, fuera del salón que habíamos alquilado en el bonito y antiguo Casino de Alcalá 15, en una pequeña habitación contigua tras la firma de los testigos (testigos falsos, amigos testimoniales, testigos de adorno). Me retuvo con una mano en el hombro (una mano en el hombro) mientras iban saliendo y regresando al salón, hasta quedarnos solos. Entonces cerró la puerta y se sentó en un butacón y yo me apoyé en la mesa con mis brazos cruzados, estábamos ambos muy vestidos de boda, él más, yo menos, aunque había sido civil, una boda civil tan sólo. Ranz encendió un cigarrillo delgado, de los que solía fumar cuando estaba en público sin tragarse el humo. Levantó las cejas enormemente, se le hicieron picudas, sonrió divertido y centró la mirada del fervor en mi rostro, en aquel instante más elevado que el suyo. Y me dijo:

—Bueno, ya te has casado. ¿Y ahora qué? Fue él el primero en hacer esa pregunta, o mejor dicho, en formular esa pregunta que yo me venía haciendo desde por la mañana, desde la ceremonia y aun antes, desde la víspera. Había pasado la noche con sueno superficial y agitado, probablemente durmiendo pero creyéndome insomne, soñando que no dormía, despertándome de veras a ratos. Hacia las cinco de la madrugada había dudado si encender la luz, pues al ser primavera ya veía el anuncio del alba que alcanzaba la calle por la persiana subida, y podía discernir mis objetos y los muebles, los de mi alcoba. 'Ya no dormiré más solo, más que ocasionalmente o de viaje', había pensado mientras dudaba si encender la luz o ver avanzar el alba por encima de los edificios y sobre los árboles. 'A partir de mañana, y es de suponer que durante muchos años, no podré tener el deseo de ver a Luisa, porque la estaré ya viendo en cuanto abra los ojos. No podré preguntarme qué cara tendrá hoy ni cómo se aparecerá vestida, porque le estaré viendo la cara desde el inicio del hoy y tal vez la veré vestirse, puede que incluso se vista como yo le indique, si le digo mis preferencias. A partir de mañana no habrá las pequeñas incógnitas que durante casi un año han llenado mis días, o han hecho que los días fueran vividos de la mejor manera posible, que es en estado de vaga espera y de vaga ignorancia. Sabré demasiado, sabré más de lo que quiero saber acerca de Luisa, tendré ante mí lo que me interesa de ella y lo que no me interesa, ya no habrá selección ni elección, la tenue o mínima elección diaria que suponía llamarse, establecer una cita, encontrarse con los ojos buscando a la puerta de un cine o entre las mesas de un restaurante, o bien arreglarse y ponerse en camino para visitarse. No veré el resultado, sino el proceso, que quizá no me interesa. No sé si quiero ver cómo se pone las medias y las ajusta a la cintura y las ingles ni saber cuánto tiempo pasa en el cuarto de baño por la mañana, si se pone cremas para dormir o qué humor tiene cuando se despierta y nieve a su lado. Creo que a la noche no quiero encontrármela bajo las sábanas en camisón o pijama, sino desnudarla desde su vestido de calle, privarla de la apariencia que ha tenido durante la jornada, no de la que acaba de adquirir ante mí, a solas en nuestro dormitorio, tal vez dándome la espalda. Creo que no quiero esa fase intermedia, como tampoco, probablemente, saber demasiado bien cuáles son sus defectos, ni estar al tanto obligadamente de los que le vayan surgiendo al pasar de los meses y de los años, que ignorarán las otras personas que la vean, nos vean. Creo que tampoco quiero hablar de nosotros, decir hemos ido o vamos a comprar un piano o vamos a tener un hijo o tenemos un gato. Puede que tengamos hijos y no sé si quiero, aunque no me opondría. Sé que me interesa, en cambio, verla dormir, ver su rostro cuando esté sin conciencia o esté en letargo, conocer su expresión dulce o dura, atormentada o plácida, aniñada o envejecida mientras no piensa en nada o no sabe que piensa, mientras no actúa, mientras no se comporta de manera estudiada, como hacemos todos en uno u otro grado ante cualquier testigo, aunque el testigo no nos importe y sea nuestro propio padre o nuestra mujer o marido. La he visto dormir ya algunas noches, pero no las bastantes para reconocerla en su sueño, en el que por fin a veces dejamos de parecemos a nosotros mismos. Por eso me caso mañana seguramente, el día a día es la causa, también porque es lógico y porque nunca lo he hecho, las cosas más decisivas se hacen por lógica y para probarlas, o lo que es lo mismo, porque resultan irremediables. Los pasos que uno da una noche al azar y sin consecuencia acaban llevando a una situación irremediable al cabo del tiempo o del futuro abstracto, y ante esa situación llegada nos preguntamos a veces con ilusión incrédula: "¿Y si no hubiera entrado en ese bar? ¿Y si no hubiera acudido a esa fiesta? ¿Y si no hubiera respondido al teléfono un martes? ¿Y si no hubiera aceptado el trabajo aquel lunes?". Nos lo preguntamos ingenuamente, creyendo por un instante (pero sólo un instante) que en ese caso no habríamos conocido a Luisa y no estaríamos al borde de una situación irremediable y lógica, que justamente por serlo ya no podemos saber si queremos o nos aterra, no podemos saber si queremos lo que nos pareció que queríamos hasta hoy mismo. Pero siempre conocernos a Luisa, es ingenuo preguntarse nada porque todo es así, nacer depende de un movimiento azaroso, una frase pronunciada, por un desconocido en el otro extremo del mundo, un interpretado gesto, una mano en el hombro y un susurro que pudo no ser susurrado. Cada paso dado y cada palabra dicha por cualquier persona en cualquier circunstancia (en la vacilación o el convencimiento, en la sinceridad o el engaño) tienen repercusiones inimaginables que afectan a quien no nos conoce ni lo pretende, a quien no ha nacido o ignora que podrá padecernos, y se convierten literalmente en asunto de vida o muerte, tantas vidas y muertes tienen su enigmático origen en lo que nadie advierte ni nadie recuerda, en la cerveza que decidimos tomarnos tras haber dudado si nos daba tiempo, en el buen humor que nos hizo mostrarnos simpáticos con quien acababan de presentarnos sin saber que venía de gritar o de hacer daño a alguien, en la tarta que nos detuvimos a comprar camino de un almuerzo en casa de nuestros padres y por fin no compramos, en el afán de escuchar una voz aunque no nos importara mucho lo que dijera, en la aventurada llamada que hicimos por tanto, en nuestro deseo de permanecer en casa que no cumplimos. Salir, y hablar, y hacer, moverse, mirar y oír y ser percibidos nos pone en constante riesgo, ni siquiera encerrarse y callar y quedarse quieto nos salva de sus consecuencias, de las situaciones lógicas e irremediables, de lo que es hoy inminente y era tan inesperado hace ya casi un año, o hace cuatro, o diez, o cien, o incluso ayer mismo.