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Cuando trabajaba en el Prado recuerdo su pánico a cualquier accidente o pérdida, a cualquier deterioro y al más mínimo desperfecto, así como a los guardianes y vigilantes del museo, a los que, según decía, habría que pagar maravillosamente y procurar tener muy contentos, ya que de ellos dependía no sólo la seguridad y el cuidado, sino la propia existencia de las pinturas. Las Meninas, decía, existen gracias a la benevolencia o perdón cotidiano de los guardianes, que podrían destruirlas en cualquier momento si lo quisieran, por eso hay que mantenerlos orgullosos y alegres y en estado psíquico satisfactorio. Él, con diversos pretextos (no era su tarea, no lo era de nadie), se encargaba de saber cómo les iba la vida a esos vigilantes, si estaban tranquilos o por el contrario alterados, si los agobiaban las deudas o se defendían, si sus mujeres o sus maridos (el personal es mixto) los trataban bien o los brutalizaban, si sus hijos eran motivo de dicha o pequeños psicópatas que los sacaban de quicio, siempre interesándose y velando por ellos para salvaguardar las obras de los maestros, protegerlas de sus posibles iras o arrebatos de resentimiento. Mi padre era bien consciente de que un hombre o una mujer que pasa sus días encerrado en un sala viendo siempre las mismas pinturas, horas y horas cada mañana y algunas tardes sentado en una sillita sin hacer otra cosa que vigilar a los visitantes y mirar las telas (prohibido hasta hacer crucigramas), podía enloquecer y propiciar amenazas o desarrollar un odio mortal hacia esos cuadros. Por esa razón se ocupaba personalmente, durante sus años metido en el Prado, de cambiar cada mes el emplazamiento de los guardianes, para que al menos fueran viendo los mismos lienzos sólo durante treinta días y su odio se amortiguara, o bien cambiara de destinatarios antes de que fuera demasiado tarde. La otra cosa de la que era bien consciente era esta: aunque ese guardián sufriera castigo y fuera a parar a la cárcel, si el guardián decidía una mañana destruir Las Meninas, Las Meninas quedarían tan destruidas como los Durero de Bremen si los destruyeron los bombardeos, ya que no habría vigilante para impedir el destrozo si fuera el propio vigilante el que destrozara, con todo el tiempo del mundo para llevar a cabo su fechoría y nadie que lo parara salvo sí mismo. Sería irreversible, no habría manera de recuperarlas. En una ocasión salió de su despacho casi a la hora de cerrar, cuando la mayoría de los visitantes habían salido, y encontró a un viejo guardián llamado Mateu (llevaba allí veinticinco años) jugando con un mechero no recargable y el borde de un Rembrandt, concretamente el borde inferior izquierdo del titulado Artemisa, de 1634, el único Rembrandt seguro del Museo del Prado, en el que la susodicha Artemisa, con rasgos muy parecidos a los de Saskia, mujer y frecuente modelo del pintor genio, mira de soslayo una enrevesada copa que le ofrece una sirvienta joven arrodillada y casi de espaldas. La escena se ha interpretado de dos formas, como Artemisa, reina de Halicarnaso, en el momento de ir a beber la copa con las cenizas de Mausolo, su marido muerto para quien hizo erigir un sepulcro que fue una de las siete maravillas del mundo antiguo (de ahí mausoleo), o como Sofonisba, hija del cartaginés Asdrúbal, que para no caer viva en manos de Escipión y los suyos, que la reclamaban formalmente, pidió a su nuevo esposo Masinisa una copa con veneno como regalo de boda, copa que según la historia le fue procurada por mor de la fidelidad en peligro, y eso que Sofonisba no había sido sólo suya y había estado casada ya antes con otro, el jefe Sifax de los masesilianos, a quien de hecho acababa de robársela el segundo y saqueador marido (susodicho Masinisa) durante la confusa toma de Cirta, hoy Constantina en Argelia. Así, es difícil saber ante el cuadro si en honor de Mausolo va a beber Artemisa maritales cenizas o marital veneno Sofonisba por culpa de Masinisa; aunque por la expresión soslayada de ambas más parece que una u otra fueran a ingerir, no sin vacilaciones, alguna pócima adulterina. Sea como sea, al fondo hay una cabeza de vieja que observa la copa más que a la sirvienta o a la propia Artemisa (de ser Sofonisba, es posible que la vieja le haya puesto el veneno), no se la ve bien del todo, el fondo es una penumbra demasiado misteriosa o está demasiado sucio, y la figura de Sofonisba es tan luminosa y abulta tanto que hace a la vieja aún más dudosa.

En aquella época no había alarmas de incendio automáticas en el Prado, pero sí extintores. Mi padre desenganchó uno que estaba a mano con cierto esfuerzo, y aunque no sabía usarlo, con él malamente oculto a la espalda (tremendo peso de color conspicuo), se aproximó lentamente a Mateu, que ya había achicharrado una esquina del marco y pasaba ahora la llama muy cerca del lienzo, arriba y abajo y de punta a punta, como si quisiera iluminarlo todo, la sirvienta y la vieja y Artemisa y la copa, también una mesa camilla sobre la que hay unos pliegos escritos (la reclamación formal de Escipión acaso) y sobre la que Sofonisba apoya su mano izquierda más bien rolliza.

'¿Qué hay, Mateu?', le dijo mi padre con calma. '¿Viendo mejor el cuadro?' Mateu no se volvió, conocía a la perfección la voz de Ranz y sabía que todos los días, a la salida, se daba una vuelta al azar por algunas salas para comprobar que seguían intactas.

'No', respondió en tono muy natural y desapasionado. 'Estoy pensando en quemarlo.

Mi padre, contaba, podría haberle dado un golpe en el brazo y haber hecho caer el mechero al suelo, ya inofensivo, y luego haberlo alejado de una hábil patada. Pero tenía las manos ocupadas por el extintor a la espalda, y además la sola posibilidad de fallar y aumentar el enfado del guardián Mateu le hizo desistir de probar la suerte.

Pensó que quizá era mejor entretenerlo sin que aplicara la llama (ardiendo sustancias bituminosas) hasta que al mechero no recargable se le acaba la carga, pero eso podía durar demasiado si por desgracia el encendedor estaba recién comprado. También pensó en pedir auxilio a voces, alguien aparecería, sería reducido Mateu y el fuego no se propagaría a otros cuadros, pero en ese caso adiós al único Rembrandt seguro de mano de Rembrandt del prado, adiós a Sofonisba y adiós a Artemisa, e incluso a Mausolo y a Masinisa y a Saskia y a Sifax. Volvió a preguntarle. 'Pero hombre, Mateu, ¿tan poco le gusta?' 'Estoy harto de esa gorda', contestó Mateu. Mateu no aguantaba a Sofonisba. 'No me gusta esa gorda con perlas' insistió (y es verdad que Artemisa está gorda y lleva perlas al cuello y sobre la frente en el Rembrandt). 'Parece más guapa la criadita que le sirve la copa, pero no hay manera de verle bien la cara.' Mi padre no pudo evitar dar una respuesta burlona, es decir, sorprendida y lógica:

'Ya', dijo, 'fue pintado así, claro, la gorda de frente y la sirvienta de espaldas.' El pirómano Mateu apagaba de vez en cuando el mechero durante unos segundos, pero no lo apartaba del lienzo, y al cabo de esos segundos volvía a encenderlo y a calentar el Rembrandt. A Ranz no lo miraba.

'Eso es lo malo', dijo, 'que fue pintado así para siempre y ahora nos quedamos sin saber lo que pasa, ve usted, señor Ranz, no hay forma de verle la cara a la chica ni de saber que pinta la vieja del fondo, lo único que se ve es a la gorda con sus dos collares que no acaba nunca de coger la copa. A ver si se la bebe de una puta vez y puedo ver a la chica si se da la vuelta.'

Mateu, un hombre acostumbrado a lo que es la pintura, un hombre de sesenta años que llevaba veinticinco en el Prado, de pronto quería que siguiera la escena de un Rembrandt que no entendía (nadie lo entiende, entre Artemisa y Sofonisba hay un mundo de distancia, la distancia entre beberse a un muerto y beber la muerte, entre aumentar la vida y morirse, entre dilatarla y matarse). Era absurdo, pero Ranz todavía no renunció a razonarle:

'Pero comprenda que eso no es posible, Mateu', le dijo, 'las tres están pintadas, ¿no lo ve usted?, pintadas. Usted ha visto mucho cine, esto no es una película. Comprenda que no hay manera de verlas de otro modo, esto es un cuadro. Un cuadro.

'Por eso me lo cargo', dijo Mateu, de nuevo con el mechero encendido acariciando la tela.

'Además', añadió mi padre intentando distraerlo y por un prurito de exactitud (es pedante mi padre), 'lo de la frente no es un collar, sino una diadema, aunque sea también de perlas.'

Pero a esto Mateu no hizo caso. Se sopló mecánicamente unas motas del uniforme.

El extintor sujetado a pulso le estaba destrozando a Ranz las muñecas, así que renunció a ocultarlo y pasó a sostenerlo entre sus brazos como a un bebé, su color carmín bien visible. El vigilante Mateu reparó en el aparato. "Oiga oiga, pero qué hace con eso", le reprochó a mi padre. '¿No sabe que está prohibido desmontarlos?'

Mateu se había vuelto por fin al oír el estruendo provocado por el torpe manejo del extintor, que en su trayecto de la espalda a los brazos dio contra el suelo haciendo saltar astillas, pero mi padre no se atrevió a valerse de aquel momento de alarma. Le dio que pensar, sin embargo.

'No se preocupe, Mateu', le dijo, 'me lo llevo porque hay que arreglarlo, este no marcha.' Y aprovechó para dejarlo en el suelo con gran alivio. Sacó el pañuelo de seda color cereza que llevaba como ornamento en el bolsillo de la chaqueta y se secó la frente, un pañuelo de tacto y color agradables, era de adorno más que de uso, hacía juego con el extintor.

'Le digo que me lo cargo', repitió Mateu, y le tiró un amago con el encendedor a Saskia.

'El cuadro tiene mucho valor, Mateu. Millones vale', le dijo Ranz probando a ver si la mención del dinero le hacía recobrar el juicio.