Выбрать главу

Pero el guardián seguía jugando con el mechero, encendiéndolo y apagándolo y encendiéndolo, se decidió a chamuscar más el marco, un marco muy bueno, antiguo.

'Encima eso', contestó despectivo. 'Encima esa mierda de gorda vale millones, hay que joderse.'

El buen marco ennegrecido. Mi padre pensó en mencionarle ahora la cárcel, pero lo descartó al instante. Pensó un momento, pensó otro momento y por fin cambió de táctica. De pronto recogió el extintor del suelo y le dijo: Tiene usted razón, Mateu, le doy la razón. Pero no lo queme porque se podrían incendiar otros cuadros. Déjeme hacer a mí. Me lo voy a cargar con el extintor este, que pesa lo suyo. A la gorda le va a caer un buen peso encima y se va a ir a la mierda'.

Y Ranz alzó el extintor y lo sostuvo en alto con las dos manos como un levantador de pesas, dispuesto a arrojarlo con gran violencia contra Sofonisba y contra Artemisa.

Fue entonces cuando Mateu se puso serio.

'Oiga oiga', le dijo Mateu serio, 'pero qué va a hacer usted, que así va a dañar el cuadro.'

'Lo machaco', dijo Ranz.

Hubo un momento de vacilación, mi padre con los brazos en vilo soportando el extintor tan rojo, Mateu con el mechero en la mano aún encendido, en vilo la llama que vacilaba. Miró a mi padre, miró al cuadro. Ranz no podía aguantar más el peso. Entonces Mateu apagó el mechero, se lo echó al bolsillo, abrió los brazos como un luchador y le dijo conminatorio: 'Quieto ahí, quieto, ¿eh? No me obligue'.

Mateu no fue despedido porque mi padre no informo de aquel episodio, tampoco lo denunció a él el guardián por haber querido pulverizar el Rembrandt con un extintor averiado.

Nadie más notó la quemazón del marco (si acaso algún visitante indiscreto al que se recomendó no hacer preguntas y el sustituto sobornado), y al poco fue cambiado por uno muy parecido, aunque no era antiguo. Según Ranz, si Mateu había sido un vigilante celoso durante veinticinco años, no tenía por qué no seguirlo siendo tras un ataque pasajero de saña. Es más, achacaba su acción y atentado a la falta de acción y atentados, y veía una prueba de su fiabilidad en el hecho de que al ver el cuadro de su ojeriza amenazado por otro individuo que además era un superior, había prevalecido su sentido de la responsabilidad custodia sobre su sincero deseo de abrasar a Artemisa. Fue inmediatamente trasladado a otra sala, de primitivos, cuyas figuras son menos rotundas y es más difícil que irriten (y algunos son palinsquemáticos, es decir, cuentan en la misma superficie o espacio sus historias completas). Por lo demás, mi padre se limitó a interesarse aún más por su vida, a darle ánimos ante la vejez que encaraba y a no quitarle ojo durante las fiestas que dos veces al año, en día de cierre, se organizaban para todo el personal del museo, preferentemente en la sala grande de los Velázquez. Todos los empleados con sus respectivas familias, desde el director (que sólo hacía acto de presencia un minuto y daba una mano floja) hasta las mujeres de la limpieza (que eran las que más alborotaban y más disfrutaban porque debían quedarse luego a barrer los estragos), se reunían para beber y comer y departir y bailotear (departir es un decir) en una suerte de verbena bianual concebida por mi propio padre según el modelo o razonamiento carnavalesco para mantener contentos a los vigilantes y permitir que se desahogaran y perdieran la compostura allí donde los demás días debían guardarla. Él mismo cuidaba de que la comida y bebida que se les servía fueran tales que sus manchas no pudieran arruinar ni dañar las pinturas, y de ese modo se consentían muchos atropellos y excesos: yo he visto de niño gaseosa sobre Las Meninas y merengues sobre La rendición de Breda.

Durante muchos años, de niño y también luego, de adolescente y muy joven, cuando aún miraba con ojos dubitativos a la chica de la papelería, supe sólo que mi padre había estado casado con la hermana mayor de mi madre antes que con mi madre, con Teresa Aguilera antes que con su hermana Juana, las dos niñas a las que se refería a veces mi abuela cuando contaba anécdotas del pasado, o más bien decía sólo 'las niñas' para diferenciarlas de sus hermanos, a los que en cambio llamaba 'los muchachos'. No es solamente que los hijos tarden mucho en interesarse por quiénes fueron sus padres antes de conocerlos (por lo general ese interés se produce cuando esos hijos se acercan a la edad que tenían los padres cuando en efecto los conocieron, o cuando a su vez tienen hijos y entonces se recuerdan de niños a través de ellos y se preguntan perplejos por las tutelares figuras con que ahora se corresponden), sino que los padres se acostumbran a no despertar curiosidad alguna y a callar sobre sí mismos ante sus vástagos, a silenciar quiénes fueron o acaso lo olvidan. Casi todo el mundo se avergüenza de su juventud, no es muy cierto que se añore como se dice, más bien se relega o rehuye y con facilidad o esfuerzo se confina el origen a la esfera de los malos sueños, o de las novelas, o de lo que no ha existido. La juventud se oculta, la juventud es secreta para quienes ya no nos conocen jóvenes.

Ranz y mi madre nunca ocultaron el matrimonio de Ranz con quien habría sido mi tía Teresa de haber vivido (o no lo habría sido), un matrimonio brevísimo de cuya disolución sólo supe que la había causado la temprana muerte, pero en cambio no supe (no lo pregunté tampoco) el porqué de esa muerte durante muchos años, y durante muchos más creí saberlo en esencia y se me engañaba, cuando por fin pregunté se me dio una respuesta falsa, que es otra de las cosas a las que se acostumbran los padres, a mentir a los niños sobre su juventud olvidada. Se me habló de la enfermedad y eso fue todo, se me habló de una enfermedad durante muchos años, y resulta difícil poner en duda lo que se sabe desde la infancia, se tarda en recelar de ello. La idea que por consiguiente tuve siempre de ese matrimonio tan breve fue la de un error comprensible a los ojos de un niño o de un adolescente que prefiere pensar en la inevitabilidad de sus padres unidos para justificar su existencia y creer por tanto en su propia inevitabilidad y justicia (me refiero a los niños perezosos, normales a los que no van al colegio si tienen un poco de fiebre y no han de trabajar repartiendo cajas con una bicicleta por las mañanas). La idea fue vaga en todo caso, y el error explicable consistía en que Ranz podía haber creído querer a una hermana, la hermana mayor, cuando en realidad quería a la otra, la hermana menor, demasiado menor acaso en el momento de conocer él a ambas para que mi padre la tomara en serio. Tal vez me fue así contado, pudiera ser, por mi madre o más bien mi abuela, no lo recuerdo, una respuesta breve y quizá embustera a una infantil pregunta, desde luego Ranz nunca me habló de estas cosas. También era fácil que en la imaginación del niño apareciera otro factor, este piadoso: la consolación del viudo, sustituir a la hermana, paliar la desesperación del marido, ocupar el lugar de la muerta. Mi madre podía haberse casado con mi padre un poco por pena, para que no se quedara solo; o bien no, podía haberlo querido secretamente desde el principio y haber deseado secretamente la desaparición del obstáculo, de su hermana Teresa. O ya que se producía, haberse alegrado de la desaparición al menos en un aspecto. Ranz nunca había contado nada. Hace algunos años, siendo ya adulto, yo intenté preguntarle y me trató como si aún fuera niño. 'Qué te importa todo eso', me dijo, y cambió de tema. Al insistir yo (estábamos en La Dorada) se levantó para ir al lavabo y me dijo zumbón con su mejor sonrisa: 'Escucha, no me apetece hablar del pasado remoto, es de mal gusto y le hace recordar a uno los años que tiene. Si vas a seguir, es mejor que para cuando vuelva hayas abandonado la mesa. Quiero comer tranquilo y en el día de hoy, no en uno de hace cuarenta años.' Como si estuviéramos en casa y yo fuera un niño pequeño al que se pudiera mandar a su cuarto, me dijo que me largara, ni siquiera consideró la posibilidad de enfadarse y ser él quien se marchara del restaurante.

Lo cierto es que casi nadie hablaba nunca de Teresa Aguilera, y ese casi ha venido sobrando desde la muerte de mi abuela cubana, la única que a veces la mencionaba, como sin querer o poder evitarlo, aunque en su casa Teresa estaba bien presente y visible en forma de retrato póstumo al óleo hecho a partir de una fotografía. Y en la mía, esto es, en la de mi padre, estaba y está la foto que en blanco y negro sirvió de modelo, hacia la que Ranz y Juana lanzaban de tarde en tarde una mirada de paso. El rostro de Teresa es un rostro confiado y grave en esa fotografía, una mujer guapa con las cejas agudas de un solo trazo y un hoyuelo poco hondo en la barbilla —una muesca, una sombra—, el pelo oscuro recogido en la nuca y la raya en medio favoreciendo lo que se llamaba un pico de viuda, el cuello largo, la boca grande y de mujer (pero muy distinta de la de mi padre y la mía), los ojos también oscuros están muy abiertos y miran sin recelo hacia el objetivo, lleva pendientes discretos, quizá de nácar, y los labios pintados pese a su juventud extrema, como por educación se llevaban en la época que ella fue joven o estuvo viva. Tiene la piel muy pálida, enlazadas las manos, los brazos apoyados sobre una mesa, acaso la del comedor más que una de trabajo que no se ve lo bastante para saberlo y el fondo está difuminado, quizá es una foto de estudio. Lleva una blusa de manga corta, posiblemente era primavera o verano, tendrá veinte años, puede que menos, puede que aún no conociera a Ranz o que acabara de conocerlo. Estaba soltera. Hay algo en ella que ahora me recuerda a Luisa, pese a haber visto esa foto durante tantos años antes de que Luisa existiera, todos los de mi vida menos los dos últimos. Puede deberse a que uno ve un poco por todas partes a la persona a quien quiere y con quien convive. Pero ambas tienen una expresión de confianza, Teresa en su retrato y Luisa en persona continúame como si no temieran nada y nada pudiera amenazarlas nunca, a Luisa al menos mientras está despierta, cuando está dormida su rostro es más vulnerable y su cuerpo parece más en peligro. Luisa es tan confiada que la primera noche que pasamos juntos soñó, me dijo, con onzas de oro. Se desveló en mitad de la noche por mi presencia, me miró un poco extrañada, me acarició la mejilla con las uñas y dijo: 'Estaba soñando con onzas de oro. Eran como uñas, y muy brillantes', sólo alguien muy inocente puede soñar con eso y sobre todo contarlo. Teresa Aguilera podría haber soñado con esas onzas tan relucientes en su noche de bodas, he pensado al mirar su retrato en casa de Ranz después de haber conocido a Luisa y haber dormido con ella. No sé cuándo le hicieron la foto a Teresa y seguramente nadie lo supo nunca a ciencia cierta: es de muy pequeño tamaño, está en un marco de madera, sobre un estante, y desde que ella murió nadie la habrá mirado más que de tarde en tarde, como se miran las vasijas o los adornos e incluso los cuadros que hay en las casas, dejan de observarse con atención y con complacencia una vez que forman par* te del paisaje diario. Desde que murió mi madre también es» allí su foto, en casa de Ranz, más grande, y además está colgado un retrato no póstumo que le hizo Custardoy el viejo cuando yo era niño. Mi madre, Juana, es más alegre, aunque las dos hermanas se parecen algo, el cuello y el corte de cara y la barbilla son idénticos. Mi madre sonríe en su foto y sonríe en el cuadro, en ambos es ya mayor que su hermana mayor en su foto pequeña, en realidad mayor de lo que lo fue nunca Teresa, que en virtud de su muerte pasó a ser la menor sin duda, hasta yo soy mayor que ella, las muertes prontas rejuvenecen. Mi madre sonríe casi como reía: reía fácilmente, como mi abuela; las dos, ya lo he dicho, reían juntas a carcajadas a veces.