—¿Te apetecen esas dos? —me dijo de pronto. Se había girado casi completamente y miraba sin trabas ni disimulo a las treintañeras, quienes a su vez acusaban la mirada directa y sin pestañas y separada y de repente hablaban más bajo, o momentáneamente no hablaron, al sentirse observadas y consideradas, o quizá admiradas sexualmente. Su última frase antes de la interrupción o el amortiguamiento, pronunciada por la que estaba de espaldas, había llegado casi al tiempo que la pregunta de Custardoy, quizá la habían oído pese a la yuxtaposición, Custardoy me había preguntado seguramente para que ellas le oyeran, para que supieran, para que estuvieran al tanto de su inminencia. 'Estoy ya más aburrida de los tíos', había dicho la de los muslos blancos. '¿Te apetecen esas dos?', había dicho Custardoy (lograr ser percibido es fácil, basta sólo levantar la voz). Entonces habían contenido la respiración y nos habían mirado, la pausa necesaria para enterarse de quién nos está deseando. Acuérdate de que me he casado. Para ti las dos. Custardoy bebió un trago más de cerveza y se levantó con el tabaco y el mechero en la mano (ya nada de espuma).
Sus pocos pasos hacia la barra sonaron metálicos, como si llevara en las suelas unas placas o láminas de bailarín de claqué, o acaso eran alzas, de pronto me pareció más alto, al alejarse.
Las dos mujeres ya reían con él cuando yo saqué mi dinero del bolsillo del pantalón y lo dejé en la mesa y salí para volver a casa con Luisa. Salí sin despedirme de Custardoy (o lo hice con un gesto de la mano a distancia) ni de las treintañeras que se convertirían en sus desconocidas y espantadas íntimas al cabo de un rato de cerveza y chicle y ginebra y tónica y hielo, y humo de cigarrillos, y cacahuetes, y risas, y rayas, y la lengua al oído, y también de palabras que yo no escucharía, el incomprensible susurro que nos persuade. La boca está siempre llena y es la abundancia.
Esa noche, viendo el mundo desde mi almohada con Luisa a mi lado, como es costumbre entre los recién casados, con la televisión delante y en las manos un libro que no leía, le conté a Luisa lo que Custardoy el joven me había contado y lo que yo no había querido que me contara. La verdadera unidad de los matrimonios y aun de las parejas la traen las palabras, más que las palabras dichas —dichas voluntariamente—, las palabras que no se callan —que no se callan sin que nuestra voluntad intervenga—. No es tanto que entre dos personas que comparten la almohada no haya secretos porque así lo deciden —qué es lo bastante grave para constituir un secreto y qué no, si se lo silencia— cuanto que no es posible dejar de contar, y de relatar, y de comentar y enunciar, como si esa fuera la actividad primordial de los emparejados, al menos de los que son recientes y aún no sienten la pereza del habla. No es sólo que con la cabeza sobre una almohada se recuerde el pasado e incluso la infancia y vengan a la memoria y también a la lengua las cosas remotas y las más insignificantes y todas cobren valor y parezcan dignas de rememorarse en voz alta, ni que estemos dispuestos a contar nuestra vida entera a quien también apoya su cabeza sobre nuestra almohada como si necesitáramos que esa persona pudiera vernos desde el principio -sobre todo desde el principio, es decir, de niños- y pudiera asistir a través de la narración a todos los años en que no nos conocíamos y en que creemos ahora que nos esperábamos. No es sólo, tampoco, un afán comparativo o de paralelismo o de búsqueda de coincidencias, el de saber cada uno dónde estaba el otro en las diferentes épocas de sus existencias y fantasear con la posibilidad improbable de haberse conocido antes, a los amantes su encuentro les parece siempre demasiado tarde, como si el tiempo de su pasión nunca fuera el más adecuado o nunca lo bastante largo retrospectivamente (el presente es desconfiado), o quizá es que no se soporta que no haya habido pasión entre ellos, ni siquiera intuida, mientras los dos estaban ya en el mundo, incorporados a su paso más raudo y sin embargo con la espalda vuelta hacia el uno el otro, sin conocerse ni tal vez quererlo. No es tampoco que se establezca un sistema de interrogatorio diario al que por cansancio o rutina ningún cónyuge escapa y acaban todos contestando. Es más bien que estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa. O acaso es que hay tanto tiempo pasado en compañía mutua (por poco que sea en los matrimonios modernos, siempre tanto tiempo) que los dos cónyuges (pero sobre todo el varón, que se siente culpable cuando permanece en silencio) han de echar mano de cuanto piensan y se les ocurre y les acontece para distraer al otro, y así acaba por no quedar apenas resquicio de los hechos y los pensamientos de un individuo que no sea transmitido, o bien traducido matrimonialmente. También son transmitidos los hechos y los pensamientos de los demás, que nos los han confiado privadamente, y de ahí la frase tan corriente que dice: 'En la cama se cuenta todo', no hay secretos entre quienes la comparten, la cama es un confesionario. Por amor o por lo que es su esencia —contar, informar, anunciar, comentar, opinar, distraer, escuchar y reír, y proyectar en vano— se traiciona a los demás, a los amigos, a los padres, a los hermanos, a los consanguíneos y a los no consanguíneos, a los antiguos amores y a las convicciones, a las antiguas amantes, al propio pasado y a la propia infancia, a la propia lengua que deja de hablarse y sin duda a la propia patria, a lo que en toda persona hay de secreto, o quizá es de pasado.
Para halagar a quien se ama se denigra el resto de lo existente, se niega y execra todo para contentar y reasegurar a uno solo que puede marcharse, la fuerza del territorio que delimita la almohada es tanta que excluye de su seno cuanto no está en ella, y es un territorio que por su propia naturaleza no permite que nada esté en ella excepto los cónyuges, o los amantes, que en cierto sentido se quedan solos y por eso se hablan y nada callan, involuntariamente. La almohada es redondeada y blanda y a menudo blanca, y al cabo del tiempo lo redondeado y blanco acaba sustituyendo al mundo, y a su débil rueda.
A Luisa le hablé en la cama de mi conversación y de mis sospechas, de la revelada muerte violenta (según Custardoy) de mi tía Teresa y de la posibilidad de que mi padre hubiera estado casado otra vez, una tercera vez que habría sido la primera de todas, antes de su unión con las niñas y de la que yo no sabría nada, de haberse dado. Luisa no comprendió que no hubiera querido seguir preguntando, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla, su mente es indagatoria y chismosa aunque también inconstante, no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra, necesitan probar, no prevén, quizá ellas sí están dispuestas a saber casi siempre, en principio no temen ni desconfían de lo que pueda contárseles, no se acuerdan de que después de saber todo cambia a veces, incluso la carne o la piel que se abre, o algo se rasga. — ¿Por qué no le preguntaste más? —me preguntó.
De nuevo estaba en la cama, como había estado aquella tarde en La Habana, unos días atrás tan sólo, pero ahora era o iba a ser lo normal, como todas las noches, de noche, yo también estaba bajo las sábanas aún muy nuevas (parte del ajuar, supuse palabra extraña y antigua, no sé cómo se traduce), ya no estaba enferma ni le hada daño un sostén tirante, sino que llevaba un camisón que yo le había visto ponerse minutos antes, en el propio cuarto, en el momento de meterse en él me había dado la espalda, aún la falta de costumbre de tener a alguien delante, dentro de unos años, acaso de meses, no se dará cuenta de que yo estoy delante, o bien no seré alguien. —No sé si quiero saber más —contesté. — ¿Cómo puede ser? Yo misma tengo ya mucha curiosidad con lo que me has dicho. — ¿Por qué? La televisión estaba encendida pero sin sonido. Vi aparecer en ella a Jerry Lewis, el cómico, una película antigua, tal vez de mi infancia, no se oía nada más que nuestras voces.
—Cómo que por qué. Si hay algo que saber sobre alguien que yo conozco, quiero saberlo. Además es tu padre. Y ahora es mi suegro, ¿cómo no va a interesarme saber lo que le pasó? Más aún si lo ha ocultado. ¿Vas a preguntarle a él? Dudé un segundo. Pensé que querría saber, no tanto lo que hubiera ocurrido cuanto si había verdad o figuración o rumor en las palabras de Custardoy. Pero de haber verdad tendría que seguir preguntando.
—No lo creo. Si él nunca ha querido hablarme de nada de eso no voy a obligarlo a estas alturas. Una vez, hace no muchos años, le pregunté por mi tía y me dijo que no quería retroceder cuarenta años. Casi me echó del restaurante en que estábamos.
Luisa se rió. Casi todo le hacía gracia, normalmente veía sólo el lado gracioso que tienen todas las cosas, hasta las más patéticas o terribles. Vivir con ella es vivir instalado en la comedia, esto es, en la juventud perpetua, como lo es vivir junto a Ranz, quizá por eso quisieron vivir con él dos mujeres, o tres. Aunque ella es realmente joven y puede cambiar con el tiempo. A ella también le gustaba mi padre, la divertía. Luisa querría escucharle.