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—Le preguntaré yo —dijo. —Ni se te ocurra.

—A mí me lo contaría. Quién sabe si lleva todos estos años esperando a que aparezca en tu vida alguien como yo, alguien que pueda hacerle de intermediario contigo, los padres y los hijos sois muy torpes entre vosotros. Quizá nunca te ha contado su historia porque no sabía cómo hacerlo o tú no le has preguntado bien. Yo sí sabré hacer que me la cuente.

Jerry Lewis manejaba una aspiradora en la televisión. La aspiradora era como un perrillo y se le rebelaba.

—¿Y si es algo que no es contable?

—¿Qué quieres decir? Todo es contable. Basta con empezar, una palabra tras otra.

—Algo que ya no debe contarse. Algo cuyo tiempo ha pasado, cada tiempo tiene sus propios relatos, y si se deja pasar la ocasión, entonces es mejor callar para siempre, a veces: Las cosas prescriben y se hacen inoportunas. —Yo no creo que a nada se le pase el tiempo, todo está ahí, esperando a que se lo haga volver. Además, a todo el mundo le gusta contar su historia, incluso a los que no tienen ninguna. Si los relatos son distintos, el significado es el mismo. Me giré un poco para mirarla más de frente. Iba a estar allí siempre, a mi lado, esa es la idea al menos, formando parte de mi historia, en mi cama que no es propiamente mi cama sino la nuestra, o tal vez la suya, dispuesto a esperar la hora de su regreso pacientemente, si una vez se iba. Rocé su pecho con mi brazo al moverme, desnudo su pecho bajo la tela ligera, visible un poco bajo esa tela. Mi brazo quedó de manera que perdurara el roce, para que se interrumpiera tendría que moverse ahora ella.

—Mira —le dije—, las personas que guardan secretos durante mucho tiempo no siempre lo hacen por vergüenza o para protegerse a sí mismas, a veces es para proteger a otros o para conservar amistades, o amores, o matrimonios, para hacer la vida más tolerable a sus hijos o para restarles un miedo, ya se suelen tener bastantes. Puede que simplemente no quieran incorporar al mundo la relación de un hecho que ojalá no hubiera ocurrido. No contarlo es borrarlo un poco, negarlo un poco, negarlo, no contar su historia puede ser un pequeño favor que hacen al mundo. Hay que respetar eso.

Tal vez tú no querrías saberlo todo de mí, tal vez no querrás con el paso del tiempo, más adelante, ni que yo lo sepa todo de ti. No querrías que lo supiera todo sobre nosotros un hijo nuestro. Sobre nosotros por separado, por ejemplo, antes de conocernos. Ni siquiera nosotros lo sabemos todo sobre nosotros, ni por separado antes ni juntos ahora.

Luisa se apartó un poco en un gesto natural, es decir apartó su pecho de donde estaba mi brazo, ya no hubo roce. Cogió un cigarrillo de su mesilla de noche, lo encendió, fumó dos veces rápidas, intentó soltar ceniza que todavía no se había formado, de pronto estaba un poco nerviosa, un poco seria en contra de su costumbre. Era la primera vez que se mencionaba al hijo, ninguno de los dos había hablado nunca de ese proyecto hasta entonces, era demasiado pronto,

tampoco ahora, la primera mención no había sido un proyecto, sino hipotética y para ilustrar otro asunto. Sin mirarme dijo:

—Desde luego que querré saber si un día piensas matarme, como aquel hombre del hotel de La Habana, aquel Guillermo. —Lo dijo sin mirarme y lo dijo rápido.

— ¿Lo oíste?

—Claro que lo oí, estaba allí lo mismo que tú, cómo no iba a oírlo. —No sabía, estabas adormilada con la fiebre, por eso no te comenté nada. —Tampoco me lo contaste al día siguiente, si creíste que no me había enterado. Podías habérmelo contado como me lo cuentas todo.

O quizá es que en efecto no me lo cuentas todo.

Luisa estaba de pronto enfadada, pero no podía saber si no haberle contado lo que reconocía haber oído o si el enfado iba contra Guillermo, o quizá contra Miriam, o incluso contra los hombres, las mujeres tienen más sentido de grupo y a menudo se enfadan con todos los hombres al mismo tiempo. También podía estar enfadada porque la primera mención del hijo hubiera sido hipotética y de pasada y no una proposición ni un deseo.

Cogió el mando a distancia de la televisión y dio un veloz repaso a los otros canales para dejarla de nuevo donde estaba. Jerry Lewis intentaba comer spaghetti: había empezado a girar y girar el tenedor y ahora tenía el brazo entero envuelto en la pasta. Se lo miraba con estupor y le lanzaba bocados. Me reí como un niño, esa película la había visto en mi infancia.

- ¿Qué te pareció el tal Guillermo? —le pregunté—. ¿Tú qué crees que hará?

Ahora podía tener la conversación que en su momento no habíamos querido tener, ni Luisa ni yo, la fiebre. Puede que todo espere a su restitución, pero nada vuelve del mismo modo en que se habría dado y no se dio. Ahora ya no importaba, ella lo había expresado brutalmente y con ligereza, me había dicho: 'Querré saber si un día piensas matarme'. Yo no había contestado aún a eso, resulta tan fácil no responder a lo que no se quiere entre quienes lo comentan todo y hablan sin pausa, las palabras se superponen y las ideas no duran y desaparecen, aunque a veces vuelven, si se insiste.

—Lo peor de todo es que no hará nada —dijo Luisa—. Todo seguirá como hasta ahora, la tal Miriam esperando y la mujer agonizando, si es que está enferma o existe, como hizo bien en dudar la otra.

—No sé si estará enferma, pero seguro que existe —dije yo—Ese hombre está casado —sentencié.

Luisa no me miraba, aún, hablaba hacia Jerry Lewis y seguía malhumorada. Es más joven que yo, quizá no había visto la película en su infancia.

Tuve ganas de ponerle el sonido pero no lo hice, eso habría acabado con la conversación. Además, ella tenía el mando a distancia en la mano, en la otra su cigarrillo ya mediado. Hacía algo de calor, no tanto: vi su escote humedecido de pronto, brillaba un poco.

—Da lo mismo, aunque se muriera él no haría nada, no se traería a esa mujer de La Habana.

—¿Por qué? Tú no la viste, yo sí. Era guapa.

—Seguro que lo es, pero también es una mujer que le da la lata, y eso él lo sabe o lo siente. Se la daría siempre, aquí y allí, como amante y como esposa, esa mujer no tiene más intereses que los que le vienen de fuera, está pendiente sólo del otro, todavía hay muchas así, no les han enseñado más que a ocuparse de sí mismas en su relación con otro. —Luisa se detuvo, pero continuó en seguida, como si se hubiera arrepentido de la palabra "enseñar"—. Puede que ni se lo enseñen, simplemente lo heredan, nacen aburridas consigo mismas, he conocido a muchas. Se pasan media vida esperando, luego no llega nada, o lo que llega lo viven como si no fuera nada, después se pasan otra media vida recordando y alimentando lo que les pareció tan poco o que no era nada. Así eran nuestras abuelas, nuestras madres aún son así. Con esa Miriam no hay ganancia futura, sólo la que ya hay, que en todo caso irá a menos, para qué cambiarlo: menos guapa, menos deseo más reiteración. Esa mujer ha jugado todas sus cartas, desde el principio ya no le quedaba ninguna buena, en ella no hay sorpresa, no puede dar más de lo que ya da. Sólo se casa uno si espera alguna sorpresa, o ganancia, alguna mejora. Bueno no siempre es así. —Se quedó callada un segundo y luego añadió—: Me da mucha lástima esa mujer.

—Quizá no pueda dar más, pero en cambio puede dejar de ser una carga, esa es la ganancia futura que hay con ella. Podría dejar de ser una carga si Guillermo se casara con ella un día. También hay hombres así.

—¿Hombres cómo?

—Hombres que se aburren consigo mismos y sólo se ocupan de su relación con otro, o con otra. A esos hombres leí conviene que les den la lata, la lata los ayuda a pasar de un día a otro, los entretiene, los justifica, igual que a las mujeres a las que se la dan.

—Ese Guillermo no es así —sentenció Luisa (los dos somos sentenciosos). Ahora sí me miró, aunque de reojo, una mirada desconfiada—heredada la desconfianza—, o eso me pareció. Había una pregunta posible y aun probable y aun obligada, pero podía hacerla ella o podía hacerla yo: '¿Por qué te has casado tú conmigo?'. O bien: '¿Por qué crees que me he casado yo contigo?'. —Custardoy me preguntó esta tarde por qué me había casado contigo. —Esa fue mi manera de hacer y no hacer la pregunta.

Luisa se dio cuenta de que lo esperable era que ella dijera: '¿Y qué le contestaste?'. También podía callar, tiene tanta conciencia de las palabras como yo, somos de la misma profesión, aunque ella trabaje menos ahora. Calló de momento, con el mando a distancia dio otro repaso rápido a los canales, fue cuestión de segundos, volvió a quedarse o restituyó a Jerry Lewis, que bailaba ahora con un hombre muy bien trajeado en un enorme salón vacío. Ese hombre, lo reconocí y lo recordé al instante, era el actor George Raft, especializado durante muchos años en papeles de gángster y consumado bailarín de boleros y

rumbas, actuaba en la famosa Scarface. Jerry Lewis había puesto en duda que él fuera él ('Oh, vamos, usted no es George Raft, se le parece, pero no es él, qué más quisiera que ser George Raft') y lo obligaba a bailar un bolero para demostrar que bailaba el bolero como George Raft y era por tanto Raft. Los dos hombres bailaban agarrados en medio del salón vacío y a oscuras, sus dos figuras iluminadas por un foco. Era una escena cómica y era una escena rara. Bailar como alguien con un incrédulo para demostrarle a ese incrédulo que se es ese alguien. Aquella escena era en color y las otras habían sido en blanco y negro, quizá aquello no era ninguna película sino una antología del cómico. Al parar de bailar y separarse con timidez, recuerdo que Lewis le decía a Raft como si le hiciera un favor: 'Está bien, creo que es usted el auténtico Raft (pero seguíamos sin sonido y yo no lo oía ahora, las palabras eran un recuerdo de mi infancia inexacto en ingles quizá habría dicho 'te real Raft' o 'Raft himself). Luisa no dijo '¿Y que le contestaste?', sino: — ¿Y le contestaste? —No. Él sólo quiere saber de la cama, lo que en realidad me preguntaba era eso. —Y no le contestaste. —No.