Luisa se echó a reír, de pronto había recobrado su buen humor. —Pero esa es una conversación de niños —dijo riendo. Creo que me sonrojé un poco, en verdad me sonrojaba por Custardoy, no por mí, ellos entonces no se conocían apenas y por eso, ante ella, me sentía responsable de Custardoy, que venía de mí, un antiguo amigo, no exactamente, uno se siente responsable de cuanto puede avergonzarle y todo puede avergonzar ante quien se ama (al principio de amarlo), es también por eso por lo que se traiciona a cualquiera, pero sobre todo se traiciona al propio pasado, del que se abomina y renuncia (en él no estaba ella, que es quien nos salva y nos hace mejores, quien nos enaltece, o eso creemos mientras la queremos). —Por eso no quise entrar —dije. —Qué lástima —dijo ella—. Ahora podrías contarme lo que le dijiste.
Ahora era yo quien no tema ganas de reír, tantas veces se va a destiempo por cuestión de segundos. Pero la risa suele esperar.
Estaba incómodo. Me había avergonzado. Guardé silencio. Por qué contar. Luego dije:
—Así que tú no crees que Guillermo vaya a matar nunca a su mujer enferma. — Volví a La Habana y a lo que la había hecho ponerse seria. Quería que volviera a estar seria.
—Que va a matar, qué va a matar —contestó muy segura—. Nadie mata a nadie porque se lo pida otro que puede marcharse. O lo habría hecho ya, las cosas difíciles parecen posibles en cuanto se las piensa un poco, pero se hacen imposibles si se las piensa de más. ¿Sabes lo que pasará? El hombre dejará de ir a Cuba algún día, se olvidarán, él seguirá casado la vida entera con su mujer, enferma o no, y sí lo está hará lo posible por que se cure. Es su garantía. Seguirá teniendo amantes, procurará que sean de las que no dan la
lata. Por ejemplo, también casadas.
— ¿Eso es lo que te gustaría?
— No, eso es lo que pasará. ,
— ¿Y ella?
—Ella es menos previsible. Puede encontrar a otro hombre pronto y lo que viva con él le parecerá poco o nada. También puede matarse como anunció, cuando vea que es verdad que él ya no viene. También puede esperar y después recordar. En todo caso está vendida. Las cosas nunca saldrán como ella quiere. —Se dice que la gente que lo anuncia no se mata. —Qué tontería. Hay de todo.
Le quité de las manos el mando a distancia. Dejé en la mesilla de noche el libro que había tenido todo el rato entre las mías, sin leer una línea. Era Pnin, de Nabokov, No lo he acabado y me estaba gustando mucho.
— ¿Y qué hay de mi padre, y de mi tía? Ahora resulta que se mató, según Custardoy.
—Si quieres saber si se lo anunció tendrás que preguntarle. No quieres que yo le
pregunte, ¿verdad?
Tardé un poco en contestar:
—No. —Me quedé pensando y luego dije—: Creo que no. Tengo que pensármelo más.
Puse el sonido a la antología cinematográfica de Jerry Lewis. Luisa apagó la luz de su lado y se dio la vuelta como si fuera a dormir. —En seguida apago —le dije yo.
—No me molesta la luz. Si puedes quitarle el sonido a la televisión, por favor. Jerry Lewis estaba ahora en el anfiteatro de un cine con una bolsa de palomitas en la mano, antes de empezar la función. Al aplaudir se le caían todas sobre la cabeza de una digna señora de pelo blanco, sentada delante. 'Oh, señora', decía, 'le han caído palomitas en el cabello, déjeme que se las quite', y en quince segundos le destrozaba completamente a la señora el recogido peinado. 'Oh, estése quieta un momento', le decía mientras le revolvía y manoseaba el pelo, convertido en el de una ménade. 'Vaya pelo', le reprochaba. Solté una carcajada, esa escena tan breve no la había visto de niño, estaba seguro, era la primera vez que la veía y oía.
Apagué el sonido de nuevo, como me había pedido Luisa. No tenía sueño, pero cuando dos duermen juntos tiene que haber un mínimo acuerdo respecto a los horarios de acostarse y levantarse, de comer y cenar, el desayuno es otra cosa, pensé que no había comprado leche, Luisa se irritaría por la mañana, yo había quedado en ocuparme. Aunque tiene buen carácter. —Se me ha olvidado comprar la leche —le dije. —Bueno, ya bajaré yo un momento —contestó ella. Apagué la televisión y la habitación quedó a oscuras, mi luz no había sido encendida porque no llegué a leer. Durante unos segundos no vi nada, luego mis ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, no mucho nunca, a Luisa le gusta dormir con la persiana bajada, a mí no. Me di la vuelta y le di la espalda, no nos habíamos dado las buenas noches, pero quizá no haría falta que nos las diéramos siempre, cada noche a lo largo de futuros años. Pero aquella noche tal vez sí, todavía. —Buenas noches —le dije. —Buenas noches —respondió ella.
Al dárnoslas no nos habíamos llamado nada, ninguno de los apelativos habituales, las parejas no son capaces de no tenerlos, varios, o al menos uno para creer que son otros o no siempre los mismos y evitar llamarse por sus verdaderos nombres, que guardan para cuando se insultan o están enfadados o bien tienen que darse una mala noticia, por ejemplo que alguien va a ser dejado. Mi padre habría recibido apelativos de tres mujeres al menos, todo le habría sonado igual, parecido, una repetición, se habría confundido, o tal vez no, con cada mujer habría sido distinto, cuando les hubiera dado una mala noticia las habría llamado Juana, y Teresa, y otro nombre que yo desconozco pero él no habrá olvidado. Con mi madre había dispuesto de largos años, con mi tía Teresa casi no había tenido tiempo, quizá tan poco como el que Luisa y yo llevábamos casados, para ellos no había habido futuros años, ni siquiera meses, se había matado según Custardoy. Y la tercera que fue la primera, cuánto habría durado, qué se habrían llamado al despedirse y darse la espalda o sólo ella a él o sólo él a ella y abrazarse cada uno por separado a la compartida almohada (y esto es un decir, porque siempre hay dos almohadas).
—Yo no querré saberlo si piensas matarme un día —le dije a oscuras a Luisa. Quizá sonó en serio, porque entonces ella se volvió y noté de inmediato su roce que había perdido desde hacía rato, su pecho conocido contra mi espalda, y al instante me sentí respaldado. Me di la vuelta, y entonces noté sus manos sobre mis sienes, que me acariciaban o me reñían, y noté sus besos en nariz, ojos y boca, en mentón, frente y mejillas (es todo el rostro). Mi rostro se dejó besar cuanto en el rostro es besarle, porque en ese momento, tras aquella frase —tras darle la cara—, ya era yo quien la protegía a ella, y la respaldaba.
No mucho después, como he dicho, pasado el viaje de novios y también el verano, hube de empezar a ausentarme por mi trabajo de traductor e intérprete (ahora más bien intérprete) en los organismos internacionales. El acuerdo con Luisa era que ella trabajara menos durante un tiempo y se dedicara a montar nuestra casa común y nueva (artificiosamente), hasta que pudiéramos hacer coincidir al máximo nuestras presencias y ausencias o bien, incluso, cambiáramos de empleo. En otoño, a mediados de septiembre, da comienzo en Nueva York el periodo de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se prolonga durante tres meses, y allí hube de irme, como otros años en los que aún no conocía a Luisa, en mi calidad de temporero (se necesitan unos cuantos durante la Asamblea), ocho semanas interpretando para luego volver a Madrid y no moverme ni interpretar al menos durante otras ocho.
Uno no se divierte en esas ciudades, ni siquiera en Nueva York, porque uno está allí trabajando de mala manera durante cinco días a la semana, y los dos restantes resultan tan falsos (como un inciso) y uno está tan exhausto que sólo puede dedicarse a recobrar fuerzas para la siguiente semana, pasear un poco, mirar de lejos a los toxicómanos y a los delincuentes futuros, ir de tiendas (por suerte está abierto casi todo en domingo), leer el New York Times gigantesco durante todo el día, beber zumos energéticos o de tuttifrutti y ver la televisión de noventa canales (es fácil que en alguno de ellos aparezca Jerry Lewis). Uno quiere descansar el oído y la lengua, pero es imposible, acaba siempre escuchando y hablando, aunque esté solo. No es mi caso. La mayoría de los llamados temporeros alquila un escuálido apartamento durante su estancia, siempre más barato que un hotel, un apartamento amueblado de cocina empotrada, y todos dudan si cocinar allí y soportar el olor de lo que van a comer o han comido o bien almorzar y cenar siempre fuera, lo cual resulta fatigoso y muy caro en una ciudad en la que nada cuesta lo que se dice que cuesta, sino un quince por ciento más en concepto de obligada propina en los restaurantes y luego un ocho por ciento suplementario para todas las cosas en concepto de impuesto local neoyorquino (un abuso, en Boston es sólo el cinco). Yo tengo la suerte de tener en esa ciudad una amiga española que con gran amabilidad me aloja durante mis ocho semanas asamblearias. Vive allí permanentemente, es una colega que trabaja como intérprete fija para las Naciones Unidas, lleva en Nueva York doce años, tiene una casa agradable y no escuálida, en la que puede cocinarse de vez en cuando sin que el olor a comida invada el salón y los dormitorios (en los apartamentos raquíticos, como es sabido, todo es uno). La conozco desde hace aún más años de los que lleva fuera de España, la conozco de la Universidad, ambos éramos estudiantes aunque ella cuatro años mayor que yo, lo cual significa que ahora tiene treinta y nueve y que tenía uno menos cuando yo estuve allí después de mi matrimonio, en esa ocasión de la que estoy hablando o de la que me dispongo a hablar. Entonces, cuando éramos estudiantes, esto es, en Madrid y hace ya quince años, nos acostamos dos veces aisladas, o quizá fueron tres o puede que cuatro (no más), seguramente ninguno de los dos nos acordamos bien de esas veces, pero sin embargo sabemos de ellas, y el conocimiento de ese dato, mucho más el conocimiento que el hecho mismo, nos hace tratarnos con delicadeza en nuestro caso y a la vez con gran confianza, quiero decir que nos lo contamos todo y nos decimos palabras de consuelo o distracción o ánimo cuando advertimos que esas palabras nos son necesarias al uno o al otro. También nos echamos de menos (vagamente de menos) cuando no estamos juntos, una de esas personas (en la vida de cada cual hay cuatro o cinco, y de ellas se sufre en verdad la pérdida) a las que uno está acostumbrado a informar de lo que le ocurre, es decir, en las que uno piensa cuando le sucede algo, divertido o dramático, y para las que uno acumula hechos y anécdotas. De buena gana se aceptan reveses porque van a relatarse a esas cinco personas. 'Esto tengo que contárselo a Berta', piensa uno (pienso yo muchas veces).