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Desde hace tiempo son los únicos días en que de verdad me siento contenta y de buen humor. Luego me envían esos vídeos ridículos que quieren ser osados, lo del video es una plaga, y aun así muchas veces quedo con ellos, pensando que todo lo anterior al encuentro en persona en realidad no cuenta. Es demasiado artificial, pienso, la gente se comporta de otra manera cuando está cara a cara. Es como si les diera otra oportunidad anulando de pronto lo que les dio la primera, o me la diera a mí. Es curioso, pero los vídeos, pese a lo falso de la situación en que normalmente están hechos, no engañan jamás. Date cuenta de que un vídeo se mira impunemente, como la televisión. Nunca miramos a nadie en persona con tanto detenimiento ni con tanto descaro, porque en cualquier otra circunstancia sabemos que el otro también nos está mirando, o que puede descubrirnos si lo estamos mirando a escondidas. Es un invento infernal, ha acabado con la fugacidad de lo que sucede, con la posibilidad de engañarse y contarse después las cosas de manera distinta de cómo ocurrieron. Ha acabado con el recuerdo, que era imperfecto y manipulable, selectivo y variable. Ahora uno no puede recordar a su gusto lo que está registrado, cómo va uno a recordar lo que sabe que puede volver a ver, tal cual, incluso a mayor lentitud de como se produjo. Cómo va uno a alterarlo. —Berta hablaba cansinamente, tenía la pierna mala escondida bajo su cuerpo, sobre el sillón, y en la mano sostenía el libro, como si no hubiera decidido aún interrumpir la lectura ni interrumpir mi concurso: hablaba, por tanto, como en un paréntesis, es decir, sin querer decir tanto—. Menos mal que sólo se filman algunos momentos del conjunto de una vida, pero esos momentos, fíjate, no engañan nunca, más por el tipo de mirada de quien los contempla que porque haya en lo filmado mucha autenticidad. Cuando veo los vídeos de esos hombres se me cae el alma a los pies, aunque también me ría y luego salga con alguno de ellos. Se me cae el alma a los pies, y más aún cuando los veo llegar con sus estudiados y horrendos trajes y sus preservativos en el bolsillo, nunca hay ninguno al que se le haya olvidado cogerlos, todos han pensado: 'Wells, just in case'. Si hubiera uno que no pensara eso la primera noche sería peor, a lo mejor me enamoraba de él. Ahora estoy ilusionada con este Nick, o Jack, un español caprichoso que se hace pasar por americano, ha de ser un tipo gracioso, con su arena visible, a quién se le ocurre ir con eso por delante. Estos días vivo más conforme e incluso contenta porque espero su respuesta y que me mande su vídeo, bueno, también porque estás tú aquí. ¿Y qué pasará? Su vídeo será asqueroso, pero lo veré varias veces hasta acostumbrarme a él, hasta que no me parezca demasiado mal y sus defectos acaben por atraerme, esa es la única ventaja de la repetición. Lo distorsiona todo y lo hace familiar, lo que repele en la vida atrae finalmente si se ve las bastantes veces en una pantalla de televisión. Pero ya sabré, en el fondo, que lo único que quiere esa cara es follarme una noche y basta, como ya se encargó de advertir, y que luego desaparecerá, tanto sí me gusta como si no, tanto si yo quiero que desaparezca como sino. Quiero verle y no quiero verle, quiero conocerle y que siga siendo un desconocido, quiero que me conteste y que su contestación no llegue. Pero si no llega me desesperaré, me deprimiré, pensaré que al verme no le he gustado, y eso siempre ofende. Nunca sé qué querer.

Berta se tapó la cara con el libro abierto sin darse cuenta: al contacto de las páginas sobre su rostro lo dejó caer y entonces se cubrió con las manos, como había sido su intención. No lloraba, sólo se ocultaba un poco, un instante. Yo dejé de mirar Family Feud y me levanté y me acerque a ella. Recogí el libro del suelo y le puse la mano en el hombro. Ella me la cogió y me la acarició (pero fue un segundo), para apartármela luego muy lentamente, o rechazármela con suavidad. No hubo cara en el vídeo de 'Nick' o 'Jack' que a la tercera oportunidad quiso llamarse 'Bill', 'puede que sea mi nombre definitivo, puede que no', decía aún en inglés en la tarjeta que acompañaba la grabación, y la i era idéntica a la i de 'Nick'.

Quizá había llegado el día que no podía llegar a casa y no llegó, pero Berta lo recogió dos después, cuando fue a mirar en el apartado de correos de la oficina más cercana, allí donde recibía su correspondencia más personal, o quizá impersonal. Tenía todavía la gabardina puesta cuando yo entré aquella tarde en el piso, se me había adelantado en pocos minutos, seguramente yo habría llegado antes si ella no hubiera pasado por correos ni se hubiera entretenido o puesto nerviosa con la llave que abría el buzón plateado. Tenía el paquete en la mano (el paquete con forma de cinta de vídeo), lo alzó y lo agitó con una sonrisa, para enseñármelo, para comunicármelo. Estaba inmóvil, luego no cojeaba.

— ¿Lo vemos juntos esta noche después de cenar? —me preguntó confiada. —Esta noche ceno fuera. No sé a qué hora regresaré.

—Bueno, si puedo aguantar espero hasta que vuelvas. Si no, te lo dejo encima de la televisión y lo ves tú luego antes de acostarte, para comentar mañana.

—¿Por qué no lo vemos ahora?

—No, no estoy aún preparada. Quiero dejas pasar unas horas, saber que lo tengo y no mirarlo todavía. Intentaré esperarte lo más que pueda. Estuve a punto de cancelar mi cita. Berta prefería ver el vídeo conmigo, para estar protegida mientras lo viera o para darle la importancia visual que verbalmente le venía dando desde hacía días. Aquello era un acontecimiento, quizá solemne, hay que dar importancia a lo que la tiene para los amigos. Pero mi cita era un compromiso de semitrabajo, un alto funcionario español amigo de mi padre y de visita en la ciudad, con un inglés aceptable pero inseguro, me había pedido si podía acompañarles a su mujer y a él (ella más joven) a una cena con otro matrimonio, un senador norteamericano y su esposa norteamericana (ella más joven), para entretener a las señoras mientras los hombres hablaban de negocios sucios y echarle a él una mano con el inglés, si, como era probable, le hacía falta.

Las señoras resultaron ser no sólo más jóvenes, sino unas frívolas alocadas que después de la cena se empeñaron en ir a bailar y lo consiguieron: bailaron conmigo y con otros sujetos durante horas (nunca con sus maridos, enfrascados en lo sucio) y se apretaban mucho, sobre todo la española, cuyos pechos contra mi pecho me parecieron siliconados, como madera tal vez mojada, no osé hacer pruebas digitales. Tenían dinero y mundo aquellas dos parejas, hacían negocios, se inyectaban plásticos, hablaban de Cuba con conocimiento de causa, iban a sitios donde se baila agarrado.

Llegué a casa pasadas las dos, por suerte era sábado al día siguiente (bueno, porque era viernes había accedido a aquella velada). Estaba encendida la lámpara a cuya luz había leído y leía Berta, la que solía dejar cuando se acostaba y yo no había llegado, o dejaba yo cuando era a la inversa. No tenía sueño, aún llevaba en mis oídos la música a cuyo son había bailado con las dos frívolas y el sonido de las voces viriles que preparaban planes para la nueva Cuba (yo había traducido numerosas veces, las dificultades del funcionario). Miré el reloj sabiendo la hora y me acordé entonces del anuncio de Berta, 'Intentaré esperarte lo más que pueda'. No había podido esperarme hasta el fin del baile. Encima de la televisión, como había dicho, estaba una cinta de vídeo con una tarjeta, la tarjeta de 'Bill' ('puede que sea mi nombre definitivo') de la que ya he hablado. La cinta era breve como suelen serlo las personales, estaba en su final, no había sido rebobinada. La introduje para hacerla volver atrás, aún tenía yo mi gabardina puesta. Me senté sobre ella, arrugándola, los faldones, no debe hacerse eso nunca, luego va uno durante semanas con aspecto de indocumentado. Le di al vídeo y empecé a mirar, sentado sobre mi gabardina. Durante los tres o cuatro minutos grabados el plano no cambió, fue siempre el mismo, la cámara quieta, y lo que en él se veía era un torso sin rostro, el encuadre cortaba la cabeza del hombre por la parte de arriba (llegaba a vérsele el cuello, la nuez picuda)y por abajo no alcanzaba más que hasta la cintura, la figura erguida.

El hombre estaba en albornoz, un albornoz azul pálido recién estrenado o lavado, quizá uno de esos que prestan a sus clientes los hoteles caros. O quizá no, ya que a la altura del pecho, a la izquierda, se leían dos discretas iniciales, "PH", a lo mejor se llamaba Pedro Hernández. También se le veían los antebrazos, los tenía cruzados ocultando las manos, las mangas del albornoz no eran muy largas, un modelo kimono que dejaba al descubierto los brazos velludos y fuertes y quizá largos, cruzados e inmóviles, secos, no mojados, no estaba recién salido de la ducha o el baño, el albornoz era tal vez sólo una forma de no llevar ropas reconocibles ni significativas de nada, un anonimato indumentario: lo único que se le veía propio era un reloj negro y de gran tamaño en la muñeca derecha (las manos metidas bajo los brazos), acaso un zurdo o meramente un caprichoso.

Hablaba en inglés, otra vez, pero su acento lo delataba como español mucho más todavía que su escritura. Aquel hombre no podía creer que podía pasar por americano ante una española residente en Nueva York y que trabajaba de intérprete (pero esto él no lo sabía) hablando de aquella manera; y sin embargo lo hacía, la lengua como disfraz, como pista falsa, las voces cambian ligeramente cuando hablan una lengua que no es la propia, lo sé muy bien, aunque la hablen imperfectamente y sin esforzarse (el hombre no hablaba mal, solo tenía acento).