—Tu pierna para la posteridad también, ¿no? —le dije.
—Ya veríamos lo de la pierna, qué hijo de puta. —Se le endureció la cara un instante mientras soltaba el insulto (pero fue sólo un instante)—. Pero antes de decidirme tengo que verlo a él, saber algo más, es angustioso ese albornoz sin cara. Tengo que saber cómo es.
—Pero no podrás verlo hasta que se lo mandes, dice, y aun así no es seguro. Tendrá que darte su visto bueno, qué hijo de puta. —Mi cara estaba endurecida supongo, desde el principio de la conversación, no sólo durante el insulto. Desde hacía tres noches tal vez.
—Yo no puedo hacer nada porque él ha visto mi vídeo y conoce ya mi cara. Pero a ti no te ha visto; ni sabe que existes. Nosotros sabemos el número de su apartado de correos, por el que tendrá que pasar de vez en cuando. Ya he averiguado dónde está, pertenece a Kenmore Station, no está muy lejos. Tú podrías ir allí, identificar el buzón, vigilarlo, esperar y verle la cara cuando vaya a recoger su correo.
Berta había dicho 'Nosotros sabemos', me estaba incluyendo en su curiosidad y su interés, o era más. Me estaba asimilando a ella.
— ¿Estás loca? Quién sabe cuándo irá por allí, puede pasarse días sin ir por allí. ¿Qué pretendes, que me pase el día entero en una oficina de correos?
La mirada de Berta se veló de irritación. No era frecuente en ella. Había resuelto lo que había que hacer, no admitía la contraria, ni siquiera una objeción. —No, no pretendo eso. Sólo que vayas un par de veces en los próximos días, a ratos perdidos, a la salida del trabajo, media hora, a ver si hay suerte, no más. Por lo menos intentarlo. Sino la hay en un par de veces, pues nada, olvidémoslo. Pero no es tan grave probar. Estos días él estará esperando mi contestación, el vídeo que todavía no le voy a mandar, quizá pase a diario a ver si ha llegado. Si está aquí por trabajo, tendrá quizá un horario de nueve a cinco, es muy posible que pase por el apartado a la salida, después de las cinco, eso es lo que suelo hacer
yº.
A lo mejor hay suerte.
—Había vuelto a utilizar el plural, había dicho 'olvidémoslo'.
Debí de mirarla con más reflexión que enfado, porque añadió ya tranquila:
sonrió—: Por favor.
—La media luna, la cicatriz, en cambio, se le había puesto muy azuclass="underline" estuve a punto de limpiarle la mejilla. Tres veces fui a la oficina de correos de Kenmore Station, la primera a la tarde siguiente después del trabajo, la segunda pasados dos días, el jueves de aquella semana, también tras la agotadora jornada de interpretaciones. No permanecí media hora, como había propuesto Berta, sino casi una hora en ambas ocasiones, víctima de la aprensión que asalta siempre a quienes esperan en vano, el temor a que justo al irnos llegue la persona que se retrasaba tanto, como sin duda le ocurrió a la mulata Miriam aquella tarde de calor en La Habana, cuando arrastraba con celeridad el tacón al otro lado de la explanada y Guillermo no aparecía y ella no se marchaba. Tampoco apareció Guillermo el martes ni el jueves, o 'Bill', o 'Jack' o Nick', o Pedro Hernández. Por suerte, en Nueva York hay los suficientes sujetos en actitud sospechosa o aun delictiva a todas horas y en todas partes para que a nadie pueda llamarle la atención un individuo con gabardina, periódico y libro, de pie en una dependencia en la que la gente activa recogía o entregaba paquetes y de vez en cuando entraba alguien apresurado, con una llave en la mano, para abrir su buzón plateado, introducir y rebañar con el brazo y sacar a veces un botín de sobres, a veces de nuevo la vacía mano. Pero ninguno de esos individuos con prisa se dirigió al P.O. Box 524, que yo tenía localizado desde el principio.
—Una vez más —me pidió Berta la noche del viernes, una semana después de recibir el vídeo, al cabo de siete días lo que nos hundió es lo que nos saca a flote, ocurre a veces—. Mañana por la mañana, en fin de semana, quizá está tan ocupado que sólo puede pasar los sábados.
—O quizá está tan libre que ha pasado todos estos días a cualquiera de las muchas horas en que no estaba yo. Esto no tiene sentido, he estado allí cada vez una hora.
—Lo sé, y te lo agradezco muchísimo, no sabes cómo. Pero sólo una vez más, por favor, para probar en fin de semana. Si no, lo dejamos. —Pero es que aunque aparezca. ¿Qué vas a sacar en limpio de que yo lo vea? ¿Que te lo describa? Yo no soy un escritor. Y cómo voy a saber yo si te gustaría. Además te podría mentir, y decirte que es guapo si es feo, o feo si guapo, qué más te da. No vas a mandarle o dejar de mandarle lo que te pide por eso, en función de la pinta que yo te cuente que tiene. ¿Qué harás si te digo que es monstruoso, o con aspecto patibulario? Dará lo mismo. A lo mejor te lo digo en todo caso, para que no le mandes nada ni tengas más trato. No hubo respuesta de Berta a mis últimas frases, supongo que no quería averiguar por qué yo prefería que no tuviera más trato, o más bien lo sabía y le aburría escucharlo.
—No lo sé, aún no sé cómo reaccionaré a lo que tú me digas. Pero necesito saber algo más, no soporto que este tío me haya visto la cara, en mi casa, y no haberle visto yo la suya, ni que se la haya visto nadie, tú, quiero decir, la arena visible qué tipo mis astuto. Una vez que tú lo hayas visto decidiré. No sé aún qué, pero decidiré entonces. Iría yo, pero me reconocería, y entonces seguro que ya no querría saber nada. Para entonces yo habría dado dinero por no saber nada. A la mañana siguiente, el sábado de mi quinta semana de estancia (era octubre), me fui con el New York Times gigantesco hasta Kenmore Station dispuesto a esperar de nuevo durante una hora, o quizá más tiempo: quien espera, aunque lo haga a desgana, acaba queriendo agotar al máximo sus posibilidades, o esperar envicia. Me aposté, como había hecho el martes y el jueves, junto a una columna que me servía de apoyo y disimulo del cuerpo o para descansar un pie de vez en cuando (flexionando la pierna como para cocear), y empecé a leer el periódico detenidamente, no tanto como para no advertir la presencia de cada individuo que se llegaba hasta su apartado y lo abría con morosidad o impaciencia y volvía a cerrarlo con satisfacción o contenida furia. Por ser sábado había menos gente, y los pasos sonaban menos pudorosos o más individualizados sobre el suelo de mármol, por lo que no tenía más que levantar la vista cada vez que aparecía algún usufructuario de los P.O. Boxes.
Al cabo de unos cuarenta minutos (estaba ya en las páginas deportivas) sonaron unos pasos más estridentes e individualizados que los demás, como si las suelas llevaran unas placas metálicas o bien una mujer altos tacones. Alcé la mirada y vi acercarse a paso rápido a un sujeto que nada más verlo me pareció español, más que nada por sus pantalones, los de mi país resultan inconfundibles y tienen un corte particular, no sé en qué consiste pero hace que casi todos mis compatriotas parezcan tener las piernas demasiado rectas y el culo muy alto (no estoy seguro de que el corte los beneficie). (Pero todo esto lo pensé más tarde.) Sin necesidad de mirarlo se acercó a mi apartado, el 524, y buscó su llave en un bolsillo del pantalón patriótico. Podía ir a abrir el 523 o el 525, eso pensé mientras la buscaba (el bolsillo del mechero, el de la cintura, pero fue un segundo). Llevaba bigote, iba bien vestido en conjunto, sin duda era europeo (pero también podía ser neoyorquino o de Nueva Inglaterra), tendría unos cincuenta años (pero bien llevados, o mejor, bien cuidados), era bastante alto, pasó tan rápido junto a mí que cuando quise verle la cara ya estaba de espaldas, buscando la llave y vuelto hacia su apartado. Cerré el periódico instintivamente (un error), me quedé observándolo (otro error) y vi cómo abría el 524 y metía el brazo hasta el fondo en el casillero tan hondo. Sacó varios sobres, tres o cuatro, ninguno podía ser aún de Berta, luego se carteaba con mucha más gente, quizá eran todas mujeres curiosas, la gente que escribe a los personáis no se limita a una tentativa, aunque en un momento dado, como Berta ahora (pero quizá no 'Bill'), pueda concentrase en un solo individuo y olvidarse del resto, desconocidos todos. Cerró el buzón y se volvió mirando los sobres sin satisfacción ni furia (uno de ellos me pareció un paquete, podía ser un vídeo por la forma y tamaño). Se detuvo tras dar dos pasos, luego echó a andar de nuevo, con celeridad de nuevo y al pasar junto a mí se cruzaron sus ojos con los míos que ya no estaban sobre el periódico. Quizá me reconoció también él a mí como español, tal vez por mis pantalones. Me miró mirándome, quiero decir que fijó la vista con deliberación un instante, y por consiguiente, pensé, si me volvía a ver me reconocería (como yo a él). Del actor Sean Connery, aparte del vello que ahora no mostraba (llevaba chaqueta y corbata, y echada al brazo una gabardina oscura, como quien ha salido un momento del coche que no conduce), sólo tenía las grandes entradas que no ocultaba y las cejas, que se elevaban mucho y luego caían mucho también y se prolongaban hacia las sienes, confiriéndole, como a Connery, una expresión aguda. No supe ver su barbilla ni compararla, pero sí que tenía en la frente arrugas marcadas aunque no envejecedoras, seguramente un hombre gesticulante. No era feo, al contrario, probablemente era atractivo o guapo en su género, su género de hombre ocupado y maduro y determinado, un hombre con dinero y un poco de mundo (acaso reciente): haría negocios, quizá fuera a sitios donde se baila agarrado, sin duda hablaría de Cuba con conocimiento de causa, si era Guillermo —Guillermo de Miriam—. Pero no se inyectaría plásticos, su propia mirada punzante se los prohibiría.