Antes de salir, mientras me afeitaba y me preparaba, Berta se acicalaba (quizá por asimilación) para encontrarse por fin con 'Bill' y con 'Jack' y 'Nick', y nos disputábamos calladamente el espejo del cuarto de baño, el cuarto de baño mismo. Ella estaba impaciente y ya olía a Trussardi. '¿Aún no has acabado?', me dijo de pronto al ver que todavía me apuraba la barba. 'No sabía que salías ya', contesté, 'me podía haber afeitado en mi cuarto' 'No, no saldré hasta dentro de una hora', fue su seca respuesta, y sin embargo ya estaba vestida con mucho estudio y sólo le faltaba pintarse, cosa que, según yo sabía, hacía muy rápidamente (calzarse lo hacía aún más rápido, tendría los pies muy limpios). Pero todavía no me había puesto la corbata cuando ella volvió a entrar en el cuarto de baño vestida de otra forma distinta y no menos estudiada. 'Ah, qué guapa estás.' 'Estoy horrenda', respondió ella, 'no sé qué ponerme, qué te parece.' 'Quizá estabas mejor antes, aunque así estás también muy guapa.' '¿Antes? Pero si no me he vestido hasta ahora', dijo, 'lo que llevaba antes era para estar este rato en casa, no para salir de noche.' 'Ah, te quedaba bien', respondí yo mientras lavaba una lentilla con la corbata suelta alrededor del cuello. Salió y al cabo de unos minutos apareció con otro atuendo, más provocativo si esta palabra tiene algún sentido, supongo que sí lo tiene puesto que no es raro emplearla para describir las prendas de las mujeres y existe en todas las lenguas que yo conozco, las lenguas no suelen equivocarse juntas. Se miró en el espejo a distancia para verse lo más completa posible (no lo había de cuerpo entero en la casa, yo me hice a un lado e interrumpí el nudo de mi corbata); flexionó una pierna y con la mano se alisó la falda un poco corta y muy estrecha, como si temiera algún imaginario pliegue que le afeara el culo, o tal vez se ajustó la braga insumisa a través de la tela que la cubría. Se preocupaba por su aspecto vestida, 'Bill' ya la había visto desnuda, aunque en pantalla.
—¿No te da un poco de miedo? —le dije. — ¿A qué te refieres? —Un desconocido, nunca se sabe. No quiero resultar cenizo, pero, como tú dijiste, en el mundo hay muchos tipos con los que no se puede ni cruzar la calle. —La mayoría de esos tipos trabajan en arenas visibles: los vemos a diario en Naciones Unidas y el mundo entero cruza la calle con ellos. Además, me da lo mismo. Ya estoy acostumbrada, si tuviera miedo no conocería a nadie. Siempre se puede echar uno atrás, y mala suerte si vienen mal dadas. Bueno, no siempre, a veces es demasiado tarde.
Se observaba una y otra vez, de frente, de un lado, del otro y de espaldas, pero no me preguntaba si seguía estando mejor antes o bien ahora, yo ya no quería intervenir sin que me lo pidiera. Me lo pidió. —Estoy fatal, no sé si he engordado —dijo.
—No te empeñes, estás muy bien, hace unos días creías que estabas demasiado flaca —le dije yo, y añadí para distraerla de sus miradas y consideraciones desconsideradas para consigo misma—: ¿Adónde crees que te llevará?
Humedeció en el grifo un diminuto cepillo y se peinó las cejas hacia arriba para darles realce.
—Teniendo en cuenta que no se anda por las ramas y que me ha citado ya en el hotel, supongo que querrá llevarme derecha a la habitación. Pero no tengo la menor intención de quedarme sin cenar esta noche.
—Puede que haya organizado la cena arriba, como en las películas de seductores. —Si es así va listo. Recuerda que yo todavía no le he visto la cara. A lo mejor ni me siento a tomar una copa, después de vérsela. —Berta se daba ánimos, estaba insegura, quería pensar momentáneamente que las cosas podían no ser como iban a ser, que aún tendría que ser convencida, es decir, seducida. Sabía cómo iban a ser porque en gran medida dependían de ella, estaba seducida desde mucho antes de que le escribiera 'Nick', por la disposición y el propósito, que son lo que más convence y lo que más seduce. Por eso añadió en seguida, como si ante mí no quisiera engañarse más que un instante—: Ah, y no te preocupes si no regreso, quizá no vuelva a dormir. Yo salí del cuarto de baño y acabé de anudarme la corbata en mí habitación, con la ayuda de un espejo de mano. Estaba ya casi listo para salir, mi cita que había sido la suya era más temprana que la suya final que no era mía. Me puse la chaqueta y con la gabardina ya al brazo me acerqué de nuevo a la puerta del cuarto de baño para despedirme, ahora sin atreverme a cruzar el umbral, como si una vez arreglado ya no tuviera derecho a hacerlo pese al olvido de las reglas sociales entre nosotros, entre dos amigos que se habían abrazado despiertos quince años antes.
—¿Puedes hacerme un favor? —le pregunté de pronto con la cabeza asomada (de pronto porque aún no había decidido preguntárselo, estaba aún pensándomelo cuando ya lo dije).
Ella no dejó de mirarse (se buscaba o creaba imperfecciones ahora con unas pinzas ante el espejo, todo suyo). Dijo: —Dime.
Volví a pensármelo y volví a hablar antes de haberme resuelto a hacerlo (como cuando traduzco y a veces me anticipo un poco a las palabras del traducido porque adivino ya lo que sigue), mientras todavía pensaba: 'Si se lo pido querrá explicaciones'.
—¿Te importaría sacarle a lo largo de la conversación el nombre de Miriam, a ver cómo reacciona, y luego me lo cuentas?
Berta tiró con fuerza del pelo de una ceja que había condenado y tenía ya entre las pinzas. Ahora sí me miró.
—¿El nombre de Miriam? ¿Por qué? ¿Qué sabes? ¿Es su mujer?
—No, no sé nada, es sólo una prueba, una idea. —A ver a ver —dijo ella, y movió varias veces el dedo índice de la mano izquierda como atrayéndome hacia sí, o como diciendo: 'Desembucha', o 'Explica', o 'Cuenta'. Fue un revoloteo. —De verdad no sé nada, no es nada, sólo una sospecha, una figuración mía, y además ahora no hay tiempo, tengo que llegar puntual para advertirles de tu ausencia, ya te lo contaré mañana. Si te acuerdas y puedes, saca ese nombre en la conversación, no importa cómo, di que habías anulado una cena con una amiga
que se llama así, cualquier cosa, es sólo el nombre. Pero no le insistas. A Berta le interesaba lo desconocido, a todo el mundo le interesa hacer pruebas y volver con noticias, aunque no sepa con qué propósito.
—Está bien —dijo—, procuraré hacerlo. ¿Puedes hacerme tú un favor a mí? — Dime —dije.
Ella habló sin pensárselo, o bien lo había estado pensando antes y ya se había resuelto.
—¿Tienes preservativos que puedas dejarme? —dijo rápidamente y con la boca pequeña mientras ya no me miraba (se estaba pintando los labios con un pincel mínimo y con mucho cuidado).
—Debo tener alguno en el neceser —contesté con tanta naturalidad como si me hubiera pedido unas pinzas, tenía aún las suyas sobre el lavabo; pero era una naturalidad fingida que no pude evitar añadir—: Creía que deseabas que alguna de tus citas no los llevara algún día. Berta se echó a reír y dijo: —Sí, pero no quiero correr el riesgo de que sea Arena Visible quien no los lleve. En su risa había verdadera alegría, como la había en el canturreo que todavía alcancé a oír (estaría peinándose ante el espejo, ya sola, sin mi presencia apoyada en el quicio de un puerta que no era la de mi dormitorio) mientras me encaminaba hacia la salida, la risa y el canturreo de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, ese canto insignificante y sin destinatario y que nadie juzga, y que ahora no era el preludio del sueño ni la expresión del cansancio sino la sonrisa boba o expresión y preludio de lo deseado o de lo adivinado, o de lo ya sabido.
Pero sucedió algo imprevisto que, pensándolo luego, no era en modo alguno imprevisible. Yo regresé de mi cena hacia las doce, y, como siempre hago antes de acostarme cuando estoy solo, puse la televisión y me dediqué brevemente a recorrer canales para saber lo ocurrido en el mundo durante mi ausencia. Estaba aún en ello cuando volvió a abrirse la puerta de la calle que yo había cerrado sin cerrojo minutos antes y apareció Berta. No guardó la llave en el bolso, la conservó en la mano. Cojeaba menos que nunca, o disimulaba más, no cojeaba. Tenía la gabardina abierta, me fijé en que no llevaba el último vestido que le había visto en el cuarto de baño, quien sabía cuántas veces más se habría cambiado después de mi marcha. Era otro vestido provocativo y bonito y ella llevaba la prisa dibujada en el rostro (o era susto, o era apuro o era la noche, cara de noche).
—Menos mal que aún no te has acostado —dijo. —Acabo de llegar. ¿Qué pasa? —Bill está abajo. No quiere que vayamos a su hotel, bueno, ni siquiera me ha dicho que esté en un hotel. Lo que no quiere es que vayamos donde él se aloja, quiere venir aquí. Le he dicho que estaba un amigo pasando unos días, y ha dicho que no quiere testigos, bueno, eso es normal, ¿no? ¿Qué podemos hacer?
Había tenido la delicadeza de utilizar el plural también ahora, aunque cabía que ese plural no me incluyera ya a mí, sino a 'Bill' que esperaba abajo, tal vez a los tres unidos.
—Lo que hacíamos de estudiantes, supongo —dije yo levantándome y recordando otro plural sólo nuestro, el que había habido en el pasado—. Me voy a dar una vuelta.