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Ocho semanas no son mucho tiempo, pero son más de lo que parecen si se suman a otras ocho de las que a su vez las separan sólo otras once, o doce. Mi siguiente viaje de ocho semanas fue a Ginebra en febrero, y ha sido el último. Quisiera que lo siguiera siendo durante una larga temporada, no tiene sentido que Luisa y yo nos hayamos casado para estar tan separados, para que yo no pueda asistir a sus cambios matrimoniales ni acostumbrarme a ellos, y tener sospechas que luego descarto. Me pregunto si yo estoy cambiando asimismo, no lo percibo, supongo que sí puesto que cambia Luisa en lo superficial (hombreras, peinado, guantes, matiz de labios), cambia la casa cuya inauguración tan artificiosa va quedando ya un poco lejos, cambia el trabajo, el mío se ha incrementado y el de ella se ha reducido o casi anulado (está buscando algo en Madrid, permanente): desde que me fui a Nueva York hasta que regresé de Ginebra, esto es, entre mediados de septiembre y casi finales de marzo, ella ha hecho un solo desplazamiento laboral, y no fue de semanas sino de días, a Londres para suplir al traductor oficial de nuestro conocido alto cargo, improcedentemente contagiado de varicela por sus niños (ahora el cargo tiene intérprete oficial a su exclusivo servicio, se ha hecho con el puesto un intrigante de nombre indeciso —traductor genial, eso sí—, ya que desde que lo obtuvo se hace llamar por sus dos apellidos, De la Cuesta y de la Casa), que hacía un viaje relámpago (el alto cargo, no el intérprete varicélico, a quien se habría prohibido la entrada por el contagio) para dar el pésame a su colega recién destituida y de paso hablar con sus sucesores sobre lo que nuestros representantes dicen que hablan siempre con los británicos, Gibraltar y el IRA y la ETA. Luisa no cuenta historias poco creíbles —pero yo no lo necesito de ella— y contó poco de la entrevista, quiero decir a mí, ya que se supone que los intérpretes, jurados o no (pero más los consecutivos que los simultáneos, es una rareza que yo sea ambas cosas, aunque lo primero sólo muy ocasionalmente, los consecutivos odian a los simultáneos y los simultáneos a los consecutivos), silencian en el exterior todo lo que transmiten en el interior de un cuarto, es gente probada que no traiciona secretos. Pero a mí sí podía contármelo. 'Fue sosa', me dijo, refiriéndose a la charla, que aún había tenido lugar en la residencia oficial que la adalid británica se aprestaba a abandonar en un plazo de días: había cajas de embalar semillenas a su alrededor. 'Como si él la viera a ella ya exclusivamente como a una vieja amiga sin responsabilidades ni competencias, y ella estuviera demasiado entristecida para atender a los problemas acuciantes de él, debían de darle anticipada nostalgia.' Sólo había habido un momento reminiscente de la conversación personal hacia la que yo los había deslizado el día que conocí a Luisa. Al parecer, la adalid inglesa había vuelto a citar a su Shakespeare, de nuevo a Macbeth, que debía de leer o ver representado continuamente: '¿Usted se acuerda', le había dicho, 'de lo que dice Macbeth que ha oído al asesinar a Duncan? Es muy famoso.' 'Me parece que ahora mismo no lo recuerdo, pero si me refresca la memoria...', se había disculpado nuestro representante. 'Macbeth cree haber oído una voz que gritaba: "Macbeth does murder Sleep, te innocent Sleep" (que Luisa le había traducido a nuestro alto cargo como 'Macbeth asesina al Sueño, al inocente Sueño'). 'Pues así', añadió la señora, 'me he sentido yo con mi destitución imprevista, asesinada mientras dormía, yo era el inocente Sueño confiado en reposar rodeado de amigos, de gente que me velaba, y han sido esos mismos amigos los que, como Macbeth, Glamis, Cawdor, me han apuñalado mientras dormía. Los peores enemigos son los amigos, amigo mío', le había advertido innecesariamente a nuestro adalid, que iba dejando su senda sembrada de amigos extintos; 'no se fíe usted nunca de los que tenga más próximos, de aquellos a los que pareció que no hacía falta obligar a que lo quisieran a uno. Y no se duerma, los años de seguridad nos invitan a ello, nos acostumbramos a sentirnos a salvo. Yo me adormecí segura un instante y ya ve lo que me ha pasado. Y la ex-alto cargo señaló con un gesto expresivo las cajas abiertas a su alrededor, como si fueran la manifestación del oprobio o las gotas de sangre vertidas en su asesinato. Poco después su ex-colega español la abandonó para ir a entrevistarse con su sucesor, o lo que es lo mismo, con su Macbeth, Glamis, Cawdor.

Ese fue el único trabajo de Luisa a lo largo de tanto tiempo, aunque sin duda no se mostró inactiva: la casa era cada vez más casa y ella cada vez más una verdadera nuera, aunque eso tampoco lo necesitaba yo de ella. En Ginebra no tengo ningún amigo ni amiga que viva allí normalmente en un piso, por lo que mis semanas de interpretación en la Comisión de Derechos Humanos del ECOSOC (siglas que en una de las lenguas que hablo suenan como si fueran la traducción de una cosa absurda, 'el calcetín del eco') transcurrieron en un minúsculo apartamento amueblado y alquilado y sin más distracciones que las de dar paseos por la ciudad vacía al atardecer, ir al cine subtitulado en tres lenguas, a alguna cena con compañeros o con antiguos amigos de mi padre (que debió de conocer a gente en todos sus viajes) y ver la televisión, siempre ver la televisión en todas partes, es lo único que nunca falta. Si las ocho semanas de Nueva York habían sido llevaderas e incluso gratas y tensas por la cercanía y las historias de Berta (a quien, como he dicho, echo siempre vagamente de menos y para quien guardo noticias durante meses), las de Ginebra resultaron de lo más abatidas. No es que nunca me haya interesado mucho el trabajo, pero en aquella ciudad, y en invierno, se me hacía insoportable, ya que lo que más tortura de un trabajo no es éste en sí mismo, sino lo que sabemos que a la salida nos espera o no espera, aunque se reduzca a hurgar con la mano en un apartado de correos. Allí no me esperaba nada ni nadie, una conversación telefónica breve con Luisa, cuyas frases más o menos amorosas me servían sólo para no padecer insomnio durante demasiadas horas, sólo un par de ellas. Luego, una cena improvisada las más de las veces en mi propio apartamento, que acababa oliendo a lo que hubiera comido, nada complicado, nada apestoso, pero sin embargo olía, la cocina en el mismo espacio que la cama. A los veinte y a los treinta y cinco días de estancia Luisa vino a verme en sendos fines de semana largos (cada vez cuatro noches), en realidad no tenía sentido que esperara a eso ni que se quedara tan poco, ya que no estaba sujeta a ninguna tarea que no pudiera aplazarse, ni a ningún horario. Pero era como si previera que pronto dejaría yo también ese trabajo de temporero que nos hace viajar y pasar fuera de nuestros países demasiado tiempo, y le pareciera más importante —más importante que acompañarme en lo condenado a cesar, en lo ya efímero— preparar y cuidar el terreno de lo permanente, a lo que yo acabaría regresando para quedarme. Era como si ella hubiera dado paso plenamente a su nuevo estado enterrando lo precedente y yo siguiera en cambio vinculado a mi vida soltera en una prolongación anómala e inoportuna e indeseada; como si ella se hubiera casado y yo no todavía, como si lo que esperara ella fuera la vuelta del marido errante y yo en cambio la fecha de mi matrimonio, Luisa instalada y su vida cambiada, la mía —cuando estaba fuera— aún idéntica a la de mis transcurridos años.

En una de sus visitas salimos a cenar con un amigo de mi padre, más joven que él y mayor que yo (me llevará quince años), que estaba en Ginebra una noche de paso, camino de Lausana o Lucerna o Lugano, y supongo que en las cuatro ciudades tenía negocios oscuros o sucios que hacer, un hombre influyente, un hombre en la sombra como lo fue mi padre mientras ejerció su cargo en el Museo del Prado, ya que el profesor Villalobos (ese es su nombre) es sobre todo conocido (para un público muy letrado) por sus estudios sobre pintura y arquitectura españolas del XVIII, amén de por su infantilismo. Para un círculo aún más reducido pero menos letrado, se trata asimismo de uno de los mayores intrigantes académicos y políticos de las ciudades de Barcelona, Madrid, Sevilla, Roma, Milán, Estrasburgo e incluso Bruselas (por descontado Ginebra; para su irritación, aún no tiene poder en Alemania ni en Inglaterra). Como corresponde a alguien tan enaltecido y frenético, con los años ha ido tocando campos de estudio algo ajenos, y Ranz ha apreciado mucho, tradicionalmente, su breve y luminoso trabajo (dice) sobre la Casa del Príncipe de El Escorial, que yo no he leído ni leeré nunca, me temo. Este profesor vive en Cataluña, pretexto suficiente para que cuando viene a Madrid no visite a mi padre, tantas son sus ocupaciones en la ciudad capital del reino. Pero los dos se escriben notas con bastante frecuencia, las del profesor Villalobos (que son las que Ranz me ha dado alguna vez a leer, divertido) con una prosa deliberadamente anticuada y ornada que en ocasiones traslada también a su verbo o más bien labia: es un hombre que, por ejemplo, no dirá nunca 'Estamos arreglados' ante una contrariedad o un revés, sino 'Medrados estamos'. Yo no lo había visto apenas en toda mi vida, pero una tarde de lunes (los intrigantes no viajan nunca en fin de semana) llamó a mi teléfono por indicación de mi padre (como en Nueva York había hecho aquel alto funcionario español de la esposa bailona y adulterada) con el objeto de no languidecer a solas en su habitación de hotel aquella noche de paso (los intrigantes locales vuelven a reposar a casa tras sus intrigas de la jornada, abandonando a su suerte al intrigante extranjero al caer la tarde). Aunque no me agradaba la idea de desperdiciar una de mis noches con Luisa, lo cierto es que por eso mismo no teníamos más compromiso que el tácito entre nosotros, y esos son fáciles de incumplir en el matrimonio sin que resulte grave el incumplimiento. Villalobos quiso no sólo invitarnos, sino impresionarnos tal vez más a Luisa o a ella de otro modo. Estuvo impertinente como al parecer es su costumbre, criticando la profesión que yo había elegido o hacia la que me había deslizado.