—Por qué se mató no se sabe —contestó con la boca aún despejada pero en su debido orden, como si estuviera ante un motín de dudas en clase. Bebió bastante vino para ayudarse a tragar—. Ni tu padre lo supo, según dijo, eso dijo. Su sorpresa cuando llegó a la casa de su suegro a los postres fue grande como la de cualquier otro de los presentes o de los que llegaron después, su dolor aún mayor. Dijo que todo iba perfectamente, que nada había pasado entre ellos, eran felices y demás. No se lo explicaba ni lo pudo explicar. Se habían separado por la mañana sin que él hubiera notado nada raro, se habían despedido con frases más o menos amorosas, como un día cualquiera, convencionales, como las que os podáis decir vosotros esta noche o mañana. Si eso era verdad, debe de haberse atormentado no poco a lo largo de estos decenios. Tu madre debió de ayudarlo mucho. Quizá Ranz tuvo que investigar también si tu tía Teresa llevaba una doble vida cuya mitad suicida él desconocía, esas cosas suceden. Si averiguó algo supongo que lo calló. No sé. —El profesor se secó la boca, ahora con más motivo, para limpiarse las comisuras de auras migas de tostada y blandos restos de Brie. —La solapa — le indicó Luisa.
El profesor se miró con desagrado y sorpresa. Era una solapa de Gigli, muy cara. Se limpió mal, con torpeza, Luisa mojó la punta de su servilleta en agua y le ayudó, mojó la punta como yo había mojado la de una toalla en el cuarto de baño del hotel de La Habana para refrescarle a ella la cara, el cuello, la nuca (se le había pegado su pelo largo alborotado, y algunos cabellos sueltos le atravesaban la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante).
— ¿Tú crees que esto deja mancha? —le preguntó el profesor. Era un hombre presumido, también distinguido pese a su cara ancha. —No lo sé.
—Así lo averiguaremos —dijo el profesor, y con el dedo corazón estirado hizo un gesto desdeñoso hacia la costosa solapa impura de Romeo Gigli. Se untó camembert (no en la solapa, en otra tostada, mezclaba todos los sabores), bebió vino y continuó, sin perder el hilo—: En cuanto a la primera mujer, yo no sé mucho de ella excepto que era cubana, como tu abuela. Ranz vivió en La Habana una temporada, como sabréis, un año o dos, hacia el año cincuenta, ¿no?, un puestecito oficial en la embajada, ¿no? ¿Agregado cultural? Tú. Bah, conociéndolo siempre he pensado que debió de ser algo así como asesor artístico de Batista, ¿no te ha contado nada de eso?
El profesor esperaba de mí alguna precisión como la de Segovia. Pero yo no sabía que mi padre hubiera vivido en Cuba. Un año o dos.
—¿Quién es Batista? —preguntó Luisa. Es joven y distraída y no tiene muy buena memoria, excepto para traducir. —No lo sé —dije yo contestando a Villalobos, no a ella—. Ignoraba que hubiera vivido en Cuba. —Ya, tampoco eso te ha interesado —dijo el profesor con impertinencia—. Bueno, allá tú. Allí se casó con aquella mujer y creo que allí conoció a tu madre y a tu tía, que por entonces pasaron en La Habana unos meses acompañando a tu abuela en un viaje que tuvo que hacer por alguna cuestión de herencias o porque no quería llegar a demasiado vieja sin volver a ver los lugares de su niñez, no sé bien, tened en cuenta que todo esto son retazos de conversaciones oídas a mis padres hace mucho tiempo, y no se dirigían a mí. —El profesor Villalobos se excusaba, ya no contaba con tanto gusto, le fastidiaba vacilar en sus datos, detestaba lo incompleto y la inexactitud, nunca podría haber escrito otra cosa que estudios de obras, no biográficos, las biografías no se acaban. Se metió una trufa en la boca, que nos habían traído con los cafés. Pero el movimiento fue tan raudo que no estoy seguro (se la metió como una píldora): no había terminado con el queso, me pareció demasiado mezclar. En todo caso, hubo en el plato una trufa menos—. Sea como fuera, se llevó a las niñas esa temporada, para que la acompañaran, tres meses o así. Tu padre las conoció levemente, el noviazgo con tu tía empezó bastante después, claro está, cuando era ya viudo y había regresado a Madrid. Por lo visto era apuesto, bueno, se le nota aún, un viudo triste y a la vez bromista, eso es irresistible, llevaba entonces un bigotito, al parecer se lo afeitó para su tercera boda y ya no se lo volvió a dejar crecer, quizá una superstición. Pero no sé casi nada de la primera mujer. —El profesor parecía molesto por no haber previsto esta conversación y no haberse informado antes mejor. Quizá no era posible informarse mejor—. Ya sabéis lo que ocurre, de los muertos sustituidos se suele hablar poco o nada con quienes los sustituyen, ante tu familia o ante conocidos no era cuestión de estar rememorando cada dos por tres a una extraña que, si se miraba retrospectivamente, había ocupado el lugar de tu tía Teresa. Las cosas, ¿verdad?, pueden mirarse hacia adelante o hacia atrás, y cambian bastante según se elija. Bueno, a lo que iba: supongo que todos sabían de ella pero nadie se molestaba en recordarla, hay gente que es mejor que no haya existido; aunque no hubo más remedio cuando se mató tu tía, se la recordó brevemente, lo inevitable por aquello de la segunda viudez. Ella no correría la misma suerte al sustituirla tu madre, a una hermana no se la olvida por muy inconveniente que resulte el lugar que ocupara, a una desconocida extranjera sí. Eran otros tiempos. —El profesor casi suspiró. —Siempre ha habido un retrato de mi tía en casa de mis padres —apunté yo, creo que para sosegar a Villalobos: si no tenía todos los datos, al menos le agradaría llevar razón en sus conjeturas. —Pues eso —dijo como si no le diera importancia a su acierto (pero le había encantado acertar). Apartó con el antebrazo el plato del queso, ya debía de estar ahíto. Pero no, se dedicó más a la trufa y pidió café para él. Al apartar el plato se manchó mínimamente la manga de Gigli con el borde ensuciado. Ahora tenía los brazos cruzados sobre la mesa, aun así parecía elegante.
—¿Y de qué murió? —preguntó Luisa.
—¿Quién?—contestó el profesor.
—La primera mujer —dije yo, y creo que al decirlo Luisa se dio cuenta de que también estaba diciendo otra cosa, algo así como 'Está bien', o 'Adelante', o 'Tú ganas', o 'Ahora sí'.
Pero esto, si lo decía, se lo decía a ella, no a Villalobos.
—Chicos, me perdonaréis que esto tampoco lo sepa muy bien. —El profesor rabiaba y bebía vino, supuse que estaba a punto de cambiar de tema, no estaba acostumbrado a decir tantas veces 'No lo sé' Se volvió a disculpar—: Yo con tu padre tengo un trato digamos más docto que personal, aunque nos apreciemos mucho personalmente también. Todas estas cosas las sé por mi padre, que murió hace ya años, pero nunca las he hablado con Ranz.
—Ya, no te han interesado —dije yo. No pude evitar devolverle una impertinencia: era injusta, pero al fin y al cabo él me había dedicado no menos de tres.
El profesor me miró con disgusto y conmiseración a través de sus lentes, pero era un disgusto paternalista, como todo lo demás. Bueno, la conmiseración era profesoral.
—Más que a ti, mendrugo. Más que a ti. —Su insulto había sido anticuado, venial y didáctico, casi me hizo reír, vi que a Luisa también—. Pero sé cuáles son los límites en toda relación. Yo con tu padre hablo de Villanueva y de Villalpando —dijo Villalobos—, que tú no debes de saber ni quiénes son. —Yo no sé quiénes son —dijo Luisa.
—Ya lo sabrás —le dijo el profesor como si fuera una alumna impaciente a la que se deja para después de la clase—. A lo que iba: esa primera mujer no sé bien de qué murió. Ni cómo se llamaba. Allí en Cuba, eso sí. Y luego, no me hagáis caso, porque esto no estoy seguro ni de haberlo oído, pero tengo la idea de que fue en un incendio. Claro que es una idea muy imprecisa que tal vez viene de alguna película que pude por entonces, cuando era chico y más oí hablar de tu padre y su doble viudez. A vosotros, que sois más jóvenes, no os pasará aún, pero llega un momento en el que uno confunde lo que ha visto con lo que le han contado, lo que ha presenciado con lo que sabe, lo que le ha ocurrido con lo que ha leído, en realidad es milagroso que lo normal sea que distingamos, distinguimos bastante a fin de cuentas, y es raro, todas las historias que a lo largo de una vida se oyen y ven, con el cine, la televisión, el teatro, los periódicos, las novelas, se van acumulando todas y son confundibles. Ya es asombroso que la mayoría de la gente sepa todavía lo que le ha ocurrido de verdad a ella. Lo que resulta imposible es distinguir lo que les ha pasado a otros y ellos nos cuentan de lo que se nos presenta como ficticio, o real pero lejano, lo real que atañe a personas que no conocemos o del pasado. Digamos que, quitando casos extremos, la memoria propia todavía se mantiene bastante a salvo, bastante incólume, uno recuerda lo que ha visto y oído personalmente de un modo distinto de como recuerda los libros o las películas, pero la cosa no varía ya tanto si se trata de lo que otros han visto y oído y presenciado y sabido y luego nos han contado. Y está lo que uno inventa.
El profesor Villalobos ya no se excusaba, sino que peroraba. Estaba cambiando de tema, se había hartado del anterior. Daba vueltas al café con su cucharilla nueva, se había echado sacarina después de haber comido tanto. No era un hombre grueso, tampoco delgado. A un camarero que pasó le pidió un purito. 'Un purito', le dijo, aunque se lo dijo en francés y yo traduzco.