'Usted no parece haberse quedado parado en ninguna parte', le dijo Luisa. 'Supongo que no, y a la vez sí', contestó Ranz. La voz había vuelto a debilitarse, ahora hablaba un poco para sus adentros, no con vacilación sino meditativamente, las palabras salían una por una, cada una pensada, como cuando los políticos hacen una declaración que quieren ver traducida y tomada al pie de la letra. Era como si estuviera dictando. (Pero ahora yo reproduzco de memoria, es decir, con mis propias palabras aunque sean las suyas, en origen.) 'Yo seguí adelante, he seguido haciendo mi vida con la mayor ligereza posible, e incluso me volví a casar por tercera vez, con la madre de Juan, con Juana, que nunca supo nada de todo esto y tuvo la generosidad de no acosarme nunca a preguntas sobre la muerte de su hermana que ella vio, tan inexplicable para todos, y yo no podía explicársela. Quizá ella sabía que era mejor no saber, si había algo que saber y yo no había contado. Quise mucho a Juana, pero no como a Teresa.
La quise con más cautela, con más miramiento, no con tanta insistencia, más contemplativamente si vale decirlo, más pasivamente. Pero a la vez que seguí adelante sé que también me quedé parado en aquel día en que se mató Teresa. En ese día, y no en el otro anterior, es curioso cómo importan más las cosas que le pasan al otro sin nuestra intervención directa, más que las que uno hace, o comete. Bueno, no siempre es así, sólo a veces. Según qué cosas, supongo.'
Encendí un cigarrillo y busqué un cenicero en la mesilla de noche. Allí estaba, en el lado de Luisa, por suerte también ella seguía fumando, los dos fumábamos en la cama, mientras hablábamos o leíamos o después de acostarnos con el uno el otro, antes de dormirnos. Antes de dormirnos de veras abríamos la ventana aunque hiciera frío, para airear el cuarto, unos minutos. Estábamos de acuerdo en eso, en nuestra comparada casa en la que yo espiaba ahora con su probable consentimiento. Quizá al abrir la ventana pudiéramos ser percibidos desde la esquina por alguien que mirara hacia arriba, abajo.
'¿Qué otro día?', preguntó Luisa.
Ranz calló, durante demasiados segundos para que fuera natural la pausa. Me imaginé que tendría las manos con un cigarrillo del que no se tragaría el humo o bien enlazadas y ociosas, las manos grandes con arrugas pero sin manchas, y estaría mirando a Luisa de frente, con sus ojos como gruesas gotas de licor o vinagre, mirando con pena y con miedo, esas dos sensaciones tan parecidas según Clerk o Lewis, o tal vez con la sonrisa boba y los ojos inmóviles de quien alza la vista y yergue el cuello como un animal al oír el sonido de un organillo o el silbido curvo de los afiladores, y piensa por un momento si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido o hay que bajar con ellos a la calle corriendo, y hace un alto en sus tareas o en su indolencia para recordar y pensar en filos, o quizá se absorbe en sus secretos repentinamente los secretos guardados y los padecidos, los que conoce y no conoce. Y entonces, al levantar la cabeza para hacer caso a la mecánica música o a un silbido que se repite y viene avanzando por la calle entera, su vista cae melancolizada sobre los retratos de los ausentes. 'No me lo cuente si no quiere', oí que decía Luisa. 'El otro día', dijo Ranz, 'el otro día fue el día en que maté a mi primera mujer para poder estar con Teresa.' 'No me lo cuente si no quiere. No me lo cuente si no quiere', oí que repetía y repetía Luisa, y repetir y repetir eso cuando ya estaba contado era la forma civilizada de expresar su susto, también el mío, quizá su arrepentimiento por haber preguntado. Pensé si no debía cerrar mi puerta, clausurar la rendija para que todo volviera a ser murmullo indistinguible o imperceptible susurro, pero ya era demasiado tarde, para mí también, lo había oído, habíamos oído lo mismo que habría oído Teresa Aguilera en su viaje de novios, al final de su viaje, cuarenta años antes, o quizá no eran tantos. Luisa decía ahora 'No me lo cuente, no me lo cuente', quizá por mí, demasiado tarde, las mujeres sienten curiosidad sin mezcla y no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a averiguarse y de lo que puede llegar a hacerse no saben que los actos se cometen solos o que los pone en marcha una sola palabra. El acto de contar ya estaba en marcha, basta con empezar, una palabra tras otra. 'Ranz ha dicho "mi primera mujer"', pensé, 'en vez de darle su nombre, y lo ha hecho en consideración a Luisa, que de haber escuchado ese nombre (Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta) no habría sabido de quién se trataba, no con certidumbre al menos, ni yo tampoco, aunque lo habríamos supuesto, supongo. Eso quiere decir que Ranz está de verdad contando, aun no hablando para sí mismo, como puede que le suceda dentro de un rato sí sigue rememorando y contando. Pero lo que hasta ahora ha dicho lo ha dicho teniendo en cuenta que se lo decía a alguien, no olvidado del destinatario sino teniendo en cuenta que estaba contando, y siendo escuchado.'
'Sí, ahora ya tienes que dejarme contártelo', oí que decía mi padre, 'como se lo tuve que contar a Teresa. No fue como ahora, pero tampoco tan distinto, dije una frase y con ella la puse al tanto y ya tuve que contar el resto, contar más para paliar una sola frase, es absurdo, descuida, no entraré en mucho detalle. Ahora la he dicho y te he puesto al tanto, la he dicho en frío, entonces fue en caliente, ya sabes, uno dice cosas encendidas y se va calentando, uno quiere tanto y se siente tan querido que ya no sabe qué más hacer, a veces. En algunas circunstancias, en algunas noches uno se convierte en un exaltado, en un salvaje, le dice barbaridades a la persona que ama. Luego se olvidan, son como un juego, pero claro, un hecho no puede olvidarse. Estábamos en Toulouse, hicimos nuestro viaje de bodas a París, luego al sur de Francia. Estábamos en un hotel la penúltima noche del viaje, en la cama, y yo le dije muchas cosas a Teresa, uno dice de todo en esas ocasiones porque no se siente amenazado por nada, y cuando ya no sabía qué más decirle y sin embargo necesitaba decirle más, le dije lo que tantos amantes han dicho sin consecuencias: "Te quiero tanto que mataría por ti", le dije. Ella se rió, contestó: "Ya será menos". Pero en aquellos momentos yo no podía reírme, era uno de esos momentos en que se quiere con toda la seriedad del mundo, no hay broma que valga. Y entonces no pensé más y le dije la frase: "Ya lo he hecho", le dije. "Ya lo he hecho".' ('I have done te deed', pensé, o acaso pensé *He sido yo*, o lo pensé en mi lengua, 'He hecho el hecho y he hecho la hazaña y he cometido el acto, el acto es un hecho y es una hazaña y por eso se cuenta más pronto o más tarde, he matado por ti y esa es mi hazaña y contártela ahora es mi obsequio, y me querrás más aún al saber lo que he hecho, aunque saberlo manche tu corazón tan blanco.')
Ranz calló de nuevo, y ahora me pareció que la pausa era inequívocamente retórica, como si una vez que había empezado a contar lo incontable estuviera en disposición y deseo de controlar su cuento.
"La maldita seriedad", añadió seriamente al cabo de unos segundos. 'Nunca más en la vida he vuelto a ser serio, o así lo he intentado.'
Apagué el cigarrillo y encendí otro, miré el reloj sin entender la hora. Había viajado y había dormido y estaba oyendo, como había oído a Guillermo y Miriam también sentado a los pies de una cama, o más bien como los había oído Luisa acostada, disimulando, sin que yo supiera si los oía. Ahora era ella quien no sabría si yo escuchaba, ni sí yo estaba acostado y dormido. '¿Quién era?', le preguntó a mi padre. También ella, después de su susto y su arrepentimiento mecánico, estaba dispuesta a saberlo todo, más al menos, una vez que sabía y había oído la frase irremediablemente. ('Escuchar es lo más peligroso", pensé, *es saber, es estar enterado y estar al tanto los oídos carecen de párpados que puedan cerrarse instintivamente a lo pronunciado, no pueden guardarse de lo que se presiente que va a escucharse, siempre es demasiado tarde. Ahora ya sabemos, y puede que eso manche nuestros corazones tan blancos, o quizá son pálidos y temerosos, o acobardados.')
'Era una chica cubana, de allí, de La Habana', dijo Ranz, 'donde estuve destinado dos años haraganeando, Villalobos tiene mejor memoria de lo que cree ('Han hablado del profesor', pensé, 'luego mi padre sabe que yo ya sé lo que Villalobos sabe'). Pero no quisiera hablar mucho de ella, si me haces ese favor, he logrado olvidar cómo era, un poco, su figura es borrosa como todo aquello, no estuvimos casados mucho tiempo, apenas un año, y mi memoria está cansada. Me casé con ella cuando ya no la quería si es que la quise, uno hace esas cosas por sentido de la responsabilidad, del deber, por debilidad momentánea, algunas bodas se pactan, se acuerdan, se anuncian, y se hacen lógicas e irremediables, ya por eso suelen acabar celebrándose. Ella me obligó a quererla al principio, luego quiso casarse y yo no me opuse, su madre, las madres quieren que las hijas se casen, o lo querían entonces ('Todo el mundo obliga a todo el mundo', pensé, 'y sí no el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente. La gente sólo quiere dormir, los arrepentimientos anticipados nos paralizarían'). La boda fue en la capilla de la embajada, a la que yo estaba adscrito, una boda española en vez de cubana. Mal asunto, lo quisieron ella y la madre tal vez a propósito, de haber sido cubana nos podríamos haber divorciado cuando conocí a Teresa, allí había divorcio, aunque no creo que Teresa lo hubiera aceptado, ni sobre todo su madre, que era muy religiosa.' Ranz se limitó ahora a tomar aliento y agregó con su voz burlona de siempre, la más conocida: 'Las religiosas madres de las clases medias, las religiosas suegras son las que más vinculan. Supongo que me casé para no estar solo, no me eximo de culpa, no sabía cuánto tiempo más iba a permanecer en La Habana, dudaba entonces si hacer algo en la diplomacia, aunque aún no tenía la carrera hecha. Luego abandoné esa idea y nunca la hice y volví a mis estudios de arte, me habían metido a dedo en aquella embajada por influencias de mi familia, a ver si me gustaba, yo fui un bala perdida hasta que conocí a Teresa, o más bien hasta que me casé con Juana'. Había dicho 'bala perdida', y estuve seguro de que en ese momento, pese a la seriedad con que hablaba, le había divertido soltar esa expresión en desuso, como le había divertido llamarme 'picaflor' el día de mi boda, durante la fiesta, mientras Luisa hablaba con un antiguo novio que me es antipático y otras personas —quizá Custardoy, quizá Custardoy, apenas lo vi en el Casino, sólo de lejos mirando ávidamente— y yo me veía apartado de ella durante unos minutos por mi padre que me retenía en un cuarto para decirme esto: 'Y ahora qué', y al cabo de un rato decirme lo que en verdad quería: 'Cuando tengas secretos o si ya los tienes, no se los cuentes'. Ahora él estaba contando el suyo, contándoselo a ella precisamente quizá para evitar que yo le pudiera contar los míos (qué secretos tengo, acaso el de Berta que en realidad no es mío, acaso el de mis sospechas, acaso el de Nieves, mi amor antiguo de la papelería) o que sea ella quien me cuente los suyos (qué secretos tiene, no puedo saberlo, si lo supiera no lo serían). 'Quizá Ranz cuenta ahora su secreto guardado durante tantos años para que nosotros no nos contemos los nuestros', pensé, 'los pasados y los presentes y los futuros, o para que procuremos no tener que tenerlos. Sin embargo hoy yo he venido a mi casa en secreto, sin avisar o haciendo creer que llegaba mañana, y Luisa guarda ante Ranz el secreto de que yo estoy aquí, echado o sentado a los pies de la cama, tal vez oyendo, tiene que haberme visto, si no no se explican la colcha y la manta y la sábana vueltas para arroparme un poco.'