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'¿Me sirves un poco más de whisky, por favor?', oí que decía mi padre ahora. Así que Ranz estaba bebiendo whisky, que es una bebida de color parecido al color de sus ojos cuando no les da la luz, estarían en penumbra ahora. Oí el ruido del hielo cayendo sobre un vaso y otro, también el del whisky, luego el del agua. Con agua mezclada el color ya no se parecería tanto. Quizá las aceitunas de la nevera estaban sobre la mesita baja de nuestro salón, era uno de los primeros muebles que habíamos comprado, juntos, y uno de los pocos no cambiados de sitio en todo este tiempo, desde nuestra boda, aún no hacía ni hace aún un año. Tuve hambre de pronto, con gusto me habría comido unas aceitunas, mejor rellenas. Mi padre añadió: 'Luego iremos a cenar, ¿verdad?, te cuente lo que te cuente, como estaba previsto. Bueno, ya te lo he contado casi todo*.

'Claro que iremos a cenar*, contestó Luisa. 'Yo no falto a mis citas.' Era verdad, que no faltaba ni falta a sus citas. Puede dudar mucho, pero si se decide no falla, es una mujer agradable en eso. '¿Qué pasó luego?', dijo, y esa es la pregunta que hacen los niños, incluso cuando el cuento ya se ha acabado.

Ahora oí claramente el ruido del mechero de Ranz (el oído va acostumbrándose a captarlo todo desde donde escucha), luego antes debía haber tenido las manos enlazadas y ociosas.

'Pasó que conocí a Teresa, y a Juana, y a su madre cubana que llevaba una vida entera en España. Fueron a La Habana una temporada por un asunto de lejanas herencias y ventas, una tía de la madre que había muerto, no creí que Villalobos recordara tanto ('Luisa debe haberle dicho', pensé: '"Villalobos nos ha contado esto y esto, ¿qué hay de cierto?"'). Nos quisimos muy pronto, yo ya estaba casado, nos vimos algunas veces clandestinamente, pero era triste, ella se entristecía, no veía posibilidad alguna, y que ella no la viera me entristecía a mí, más eso que el hecho cierto de que no la hubiera. No fueron muchas veces, las suficientes, siempre por la tarde, las dos hermanas salían a pasear juntas y luego se separaban, no sé lo que hacía Juana ni Juana sabía lo que hacía Teresa, Teresa venía a encontrarse conmigo en una habitación de hotel esas tardes, y luego, al caer la noche de golpe (la noche nos avisaba), se reunía de nuevo con Juana y las dos regresaban a cenar con la madre. La última tarde que nos encontramos pareció la despedida de quienes no pueden volver a verse, era absurdo, éramos jóvenes, no estábamos enfermos ni había ninguna guerra. Ella volvía a España al día siguiente, tras su estancia de tres meses en la casa de la tía-abuela muerta en La Habana. Le dije que yo no me iba a quedar allí para siempre, que volvería en seguida a Madrid, que temamos que seguirnos viendo. Ella no quería, prefería aprovechar la separación forzosa para olvidarse de todo aquello, de mí, de mi primera mujer, a la que tuvo la mala suerte de conocer un poco. Le era simpática, recuerdo que le era simpática. Yo insistí, le hablé de separarme. "No podríamos casarnos", me dijo, "eso es imposible." Era convencional como lo eran los tiempos, hace sólo cuarenta años, ha habido mil historias como esta, sólo que la gente dice y no hace nada. Bueno, algunos hacen ('Lo peor de todo es que no hará nada*, pensé, era lo que Luisa me había dicho de Guillermo una noche, malhumorada, con su escote humedecido, brillaba un poco, los dos en la cama). Y entonces dijo la frase que yo escuché y que hizo que luego ella no se soportara (Traducibles palabras sin dueño que se repiten de voz en voz y de lengua en lengua y de siglo en siglo', pensé, 'las mismas siempre, instigando a los mismos actos desde que en el mundo no había nadie ni había lenguas ni tampoco oídos para escucharlas. Pero quien las dice no se soporta, si las ve cumplidas'). Recuerdo que estábamos los dos vestidos, echados sobre la cama alquilada, con los zapatos puestos ('Quizá los pies sucios', pensé, 'pues nadie iba a verlos'), no nos desvestimos aquella tarde, no podía haber ganas. "Nuestra única posibilidad es que un día muriera ella", me dijo, "y con eso no puede contarse." Recuerdo que al decirlo me puso la mano en el hombro y acercó su boca a mí oreja. No me lo susurró, no fue una insinuación, su mano en mi hombro y sus labios cercanos fueron un modo de consolarme y apaciguarme, estoy seguro, he pensado mucho en cómo fue dicha esa frase, aunque hubo un tiempo en que la tomé por otra cosa. Era una frase de renuncia y no de inducción, era la frase de quien se retira y se da por vencido. Después de decir eso me dio un beso, un beso muy breve. Abandonaba el campo'. ('La lengua en la oreja es también el beso que más convence', pensé, 'la lengua que indaga y desarma, la que susurra y besa, la que casi obliga.') Ranz se detuvo una vez más, su voz había perdido ahora hasta el último resto de ironía o guasa, era casi irreconocible, aunque no como una sierra. 'Luego, cuando le conté lo que había hecho y le hablé de esta frase, ella al principio ni se acordaba, la había dicho sin pensar, según ella tan a La ligera, cuando se acordó y comprendió, había sido sólo la expresión de un pensamiento que estaba en nuestras cabezas, algo obvio, un mero enunciado sin intenciones, como si tú me dijeras ahora: "Va siendo hora de pensar en la cena". Tampoco yo reparé mucho entonces en sus palabras, no les di vueltas hasta más tarde, les di vueltas cuando Teresa ya se había marchado y la echaba de menos hasta no soportarlo, nuestra única posibilidad es que un día muriera ella, y con eso no puede contarse. Fue mi condenado cerebro el que quiso entender de otro modo ('No pienses en las cosas, padre', pensé, 'no pienses en ellas con tan enfermizo cerebro. Los dormidos, y los muertos, no son sino como pinturas, padre. No se debe pensar de esta manera en estos hechos: así, nos hará volver locos'). Ella sólo recordó su frase al yo recordársela, y eso le causó más tormento. Ojalá no le hubiera contado nada ('Ella oye la confesión de ese acto o hecho o hazaña, y lo que la hace verdadera cómplice no es haberlo instigado, sino saber de ese acto y de su cumplimiento. Ella sabe, ella está enterada y esa es su falta, pero no ha cometido el crimen por mucho que lo lamente o asegure lamentarlo, mancharse las manos con la sangre del muerto es un juego, es un fingimiento, un falso maridaje con el que mata, porque no se puede matar dos veces y nunca hay duda de quién es "yo", y ya está hecho el hecho. Sólo se es culpable de oír las palabras, lo que no es evitable, y aunque la ley no exculpa a quien habló, a quien habla, éste sabe que en realidad no ha hecho nada, incluso si ha obligado con su lengua al oído, con su pecho a U espalda, con la respiración agitada, con su mano en el hombro y el incomprensible susurro que nos persuade'). Nada.' '¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó todo', le dijo Luisa. Luisa sólo preguntaba lo más necesario.

'Sí, se lo conté todo', dijo Ranz, 'pero atino voy a contártelo, no lo que hice exactamente, no los detalles, cómo la maté, eso no se olvida y prefiero que tú no tengas que recordarlo, ni que me lo recuerdes tú a mí de ahora en adelante, y eso es lo que sucedería si te lo contara.'

'Pero ¿cuál fue la explicación de su muerte? Nadie supo la verdadera, eso sí puede contármelo', dijo Luisa. De pronto me dio un poco de miedo, sólo preguntaba lo necesario, y así haría conmigo si un día tenía que preguntarme.

Oí de nuevo el ruido del hielo, esta vez agitado en el vaso. Ranz estaría pensando con su enfermizo cerebro, o ya no lo era desde hacía decenios. Quizá se estaría colocando, sin apenas tocarlos, sus cabellos tan blancos de polvos de talco. Quizá tendría, como un día te había visto, un aire de momentáneo desvalimiento. Ese día empezaba a estar lejos.

'Sí, puedo contártelo, y tampoco en eso anda Villalobos equivocado', dijo por fin. 'Debe de ser de los pocos vivos que recuerda algo de aquello. También, claro está, lo recordarán los hermanos de Teresa v Juana si viven, como lo sabía y lo recordaba la propia Juana, y su madre, Pero con mis dos cuñados, mis dobles cuñados, hace muchos años que no me trato, desde la muerte de Teresa no quisieron saber más de mí ni apenas de Juana, aunque no lo dijeran abiertamente: Juan, por ejemplo, casi no los ha conocido. Sólo la madre, la abuela de Juan, quiso seguir tratándome de esa familia, yo creo que para proteger a su hija más que otra cosa, para velar por Juana y no abandonarla a su matrimonio. Su peligroso matrimonio conmigo, pensaba, supongo. No se lo reprocho, rodos sospecharon que tendría algo de culpa y que callaba algo cuando se mató Teresa, y en cambio nadie sospechó en su día de la otra muerte. Ves, la propia vida no depende de los propios hechos, de lo que uno hace, sino de lo que de uno se sabe, de lo que se sabe que ha hecho. Yo he llevado desde entonces una vida normal e incluso agradable, después de cualquier cosa se puede seguir viviendo, los que podemos: he hecho dinero, he tenido un hijo del que estoy contento, he querido a Juana y no la hice desgraciada, he trabajado en lo que más me atraía, he tenido amigos y buenos cuadros. Me he divertido. Todo eso ha sido posible porque nadie supo nada, sólo Teresa. Lo que hice fue hecho, pero la gran diferencia para lo que viene luego no es haberlo o no haberlo hecho, sino que fuera ignorado por todos. Que fuera un secreto. Qué vida habría tenido si se hubiera sabido. Tal vez ni siquiera habría tenido vida, después de eso.'