'¿Cuál fue la explicación? ¿Un incendio?', insistió Luisa, que no dejaba a mi padre divagar en exceso. Yo encendí otro cigarrillo, esta vez con la brasa del anterior, tenía sed, habría querido lavarme los dientes, no podía cruzar al cuarto de baño pese a estar en mi propia casa, estaba allí clandestinamente, sentía la boca como anestesiada, tal vez por el sueño, tal vez por la tensión del viaje, tal vez porque tenía las mandíbulas apretadas desde hacía rato. Al darme cuenta dejé de apretarlas, por un instante.
'Sí, fue el incendio', dijo lentamente. 'Vivíamos en un pequeño chalet de dos plantas, en una zona residencial algo apartada del centro, ella tenía la costumbre de fumar en la cama antes de dormir, yo también, a decir verdad. Salí para cenar con unos empresarios españoles a los que debía entretener, es decir, llevar de juerga. Ella debió de fumar en la cama y se quedó dormida, quizá había bebido un poco para conciliar el sueño, solía hacerlo en los últimos tiempos, posiblemente bebió de más esa noche. La brasa prendió las sábanas, debió de ser lento al principio pero no despertó o lo hizo demasiado tarde, luego no quisimos saber si se había asfixiado antes de quemarse entera, en La Habana se duerme mucho con las ventanas cerradas. Qué más daba. El incendio no destruyó la casa completamente, los vecinos intervinieron a tiempo, yo no regresé hasta que me localizaron y me avisaron, mucho más tarde, me había emborrachado con los empresarios. Pero sí le dio tiempo al fuego a consumir nuestra alcoba, todas sus ropas, Las mías, las que yo le había regalado. No hubo investigación ni autopsia, fue un accidente. Ella estaba abrasada. A nadie le importaba mucho averiguar nada más, si no me importaba a mí. Su madre, mi suegra, estaba demasía* do abatida para pensar en otras posibilidades.' Ahora había hablado rápidamente, como si tuviera prisa por acabar con el relato, o con aquella parte. 'Tampoco eran gente influyente', añadió, 'solamente clase media, con poco dinero, una viuda y su hija. Yo tenía buenos contactos en cambio, si me hubieran hecho falta para parar una pesquisa o disipar una sospecha Pero no las hubo. Corrí algún riesgo, resultó fácil. Esa fue la explicación, mala suerte', dijo Ranz. 'Mala suerte', repitió 'sólo llevábamos casados un año.' '¿Y la verdad cuál era?', dijo Luisa.
'La verdad es que ya estaba muerta cuando yo salí a aquella juerga', contestó mi padre. Su voz volvió a ser muy débil cuando dijo esta frase, tanto que tuve que esforzarme de nuevo como si mi puerta estuviera cerrada, estaba entreabierta, y yo acerqué a la rendija el oído para no perder sus palabras. 'Discutimos al caer la tarde', dijo, 'al regresar yo a casa después de varias gestiones en la ciudad que me habían ocupado todo el oía, aquellos empresarios. Volví de mal humor, ella lo tenía peor, algo había bebido, hacía dos meses que no nos tocábamos, o yo a ella. Yo estaba retraído y distante desde que conocí a Teresa, pero sobre todo desde su marcha, se me iba yendo la posible lástima y me aumentaba el rencor hacia ella, hacia ella ('Evita pronunciar su nombre', pensé, 'porque ahora ya no puede querer insultarla, ni puede enfadarse ni dejar a una muerta que para nadie más ha existido, sólo para su madre, mamita mamita, que no supo hacer guardia o velar por ella, mentira mi suegra'). Tenía esa irritación que no se controla, cuando se deja de querer a alguien y ese alguien nos sigue queriendo a toda costa y no se rinde, quisiéramos que todo acabara siempre cuando lo damos por concluido. Cuanto más distante me sentía, mis pegajosa se mostraba ella, más me atosigaba, más me reclamaba ('No te librarás de mí', pensé, o tú ven acá, o eres mío, o estás en deuda, o conmigo al infierno, quizá con el gesto del asimiento, uña de león, una zarpa). Estaba harto y estaba impaciente, quería romper ese vínculo y volver a España, pero volver yo solo ('Ya no me fío de ti, pensé, 'o tienes que sacarme de aquí, o yo no he estado en España, o eres un hijo de puta, o voy por ti, o yo te mato'). Discutimos un poco, más que una discusión en regla cuatro frases desabridas, insulto y respuesta, insulto y respuesta, y ella se metió en la alcoba, se echó en la cama con la luz apagada y lloró, no cerró la puerta para que yo pudiera verla u oírla, lloraba para que yo la oyera. La oí sollozar desde el salón durante un rato, mientras yo hacía tiempo para salir a encontrarme de nuevo con los empresarios, había quedado en llevarlos de juerga. Luego paró y la oí canturrear un poco distraídamente ('El preludio del sueño y la expresión del cansancio', pensé, 'el canto más intermitente y disperso que a la noche puede seguir oyéndose en las alcobas de las mujeres afortunadas, aún no abuelas ni viudas ni ya solteronas, más quedo y más dulce o más vencido'), luego se quedó en silencio, y cuando se hizo la hora entré en nuestra alcoba para cambiarme y la vi dormida, se había dormido tras el disgusto y el llanto, fingido o no, nada cansa tanto como la pena. El balcón estaba abierto, oía a lo lejos las voces de los vecinos y de sus niños antes de la cena, al caer la tarde. Abrí el armario y me cambié de camisa, tiré la sucia en una silla, y aún tenía la limpia desabrochada cuando lo pensé. Lo había pensado más veces, pero entonces lo pensé para entonces, ¿comprendes?, para aquel momento. Es extraño cómo un pensamiento nos llega a veces con tanta nitidez y fuerza que ya no puede mediar nada entre él y su cumplimiento. Se piensa en una posibilidad y al instante deja de serlo, se hace lo que se piensa y se convierte en algo ejecutado, sin transición, sin mediación, sin trámite, sin darle más vueltas, sin saber del todo si quiere hacerse, los actos se cometen solos entonces ('Los mismos actos que nadie sabe nunca si quiere ver cometidos*, pensé, 'los actos todos involuntarios, los actos que ya no dependen de las palabras en cuanto se llevan a efecto, sino que las borran y quedan aislados del después y el antes, son ellos los únicos e irreversibles, mientras que hay reiteración y retractación, repetición y rectificación para las palabras, pueden ser desmentidas y nos desdecimos, puede haber deformación y olvido').'
Ranz debía de estar mirando a Luisa con sus fervorosos ojos, ojos de líquido, o quizá tenía la mirada baja. 'Allí estaba ella en ropa interior, en sostén y bragas, se había quitado el vestido y se había metido en la cama como una enferma, las sábanas sólo hasta la cintura, había bebido a solas y me había gritado, había llorado y había canturreado y se había dormido. No era muy distinta de una muerta, no era muy distinta de un cuadro, sólo que a la mañana siguiente ella se despertaría y volvería el rostro que ahora tenía contra la almohada ('Volvería el rostro y ya no mostraría su bonita nuca', pensé, 'acaso como la de Nieves, lo único inalterado en ella tras el transcurrido tiempo; volvería el rostro a diferencia de la joven sirvienta que ofrecía a Sofonisba veneno o a Artemisa cenizas, y porque esa sirvienta nunca se daría la vuelta ni su ama cogería la copa ni se la llevaría a los labios nunca, el guardián Mateu las habría quemado a ambas con su mechero y también la cabeza borrosa de la vieja del rondo, un fuego, una madre, una suegra, un incendio'). Con su rostro vuelto no me permitiría marcharme ni ir en busca de Teresa, de la que ella no sabía ni llegó a saber nunca, no supo por qué moría, ni siquiera que estaba muriendo. Recuerdo que vi que le tiraba el sostén por la postura que había tomado, y por un momento pensé en soltárselo para que no le dejara marca. Iba a hacerlo cuando lo pensé y no lo hice. Lo pensé rápidamente, lo pensé sin imaginármelo y por eso lo hice ('Imaginar evita muchas desgracias', pensé, 'quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza'). La maté dormida, mientras me daba la espalda (' Ranz ha asesinado al Sueño', pensé, 'al inocente Sueño, y sin embargo es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos; y en medio de la noche, al despertar sobresaltados por una pesadilla o ser incapaces de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creernos solos y abandonados a oscuras, no tenemos más que darnos la vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que nos protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besarle (nariz, ojos y boca; mentón frente y mejillas; y orejas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, nos pondrá una mano en el hombro para apaciguarnos, o para sujetarnos, o para agarrarse acaso'). No te contaré cómo, deja que eso no te lo cuente ('Vete', pensé, 'o voy por ti, o yo te mato, mi padre piensa un instante y a la vez actúa, pero quizá ha de pararse un momento antes a pensar si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido y están afilados, mira el sostén que tira y levanta la cabeza luego para recordar y pensar en filos que esta vez no golpean el aire ni tampoco el pecho, sino la espalda, todo es cuestión de distancia y tiempo, o quizá es su gran mano la que se posa sobre la bonita nuca y aprieta y la aplasta, y es cierto que bajo la almohada no hay ningún rostro, sino que está encima el rostro que ya nunca más va a volverse; los pies patalean sobre la cama, los pies descalzos y tal vez muy limpios porque en la propia casa está o puede llegar en seguida nuestra cita siempre, si estamos casados, aquel que puede verlos o acariciarlos, aquel a quien ella había esperado tanto; quizá se agitan los brazos y al levantarlos se ven las axilas recién afeitadas para el mando que vuelve y ya no la toca nunca, pero no ha de preocuparse de ningún pliegue en la falda que le afee el culo, porque está muriendo y porque la falda se la ha quitado y está en la silla en la que mi padre ha dejado también tirada su comisa sucia, tiene puesta la limpia aún no abrochada, arderán juntas, la camisa sucia y la planchada falda, y tal vez Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta, o Luisa, logra darse la vuelta y volver el rostro en un último esfuerzo, un instante, y con sus ojos miopes e inofensivos ve el triángulo tan velludo del pecho de Ranz, mi padre, velludo como el de Bill y el mío, el triángulo de ese pecho que nos protege y respalda, quizá se le hubiera pegado a Gloria su pelo largo alborotado por el sueño o el miedo y la pena, y algunos cabellos sueltos le atravesaran la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante, el último, porque ese futuro no lo sería, no para ella, ni futuro concreto ni futuro abstracto. Y en cambio, en ese último instante, la carne cambia o la piel se abre o algo se rasga').'