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'No me lo cuente si no quiere', dijo Luisa. 'No me lo cuente si no quiere', repitió Luisa, y ahora me pareció que casi imploraba que no le contaran. 'No, no te lo cuento, no quiero contártelo. Después me abroché la camisa y me asomé al balcón, no había nadie. Lo cerré, fui al armario donde también estaban sus telas olorosas e inertes, me puse corbata y una chaqueta, se me había hecho muy tarde. Encendí un cigarrillo, no comprendía lo que había hecho pero sabía que lo había hecho, son cosas distintas a veces. Aún ahora no lo comprendo y lo sé, como en aquel momento. Si no fui yo no fue nadie y ella nunca ha existido, ha pasado mucho tiempo y la memoria se cansa, como la vista. Me senté a los pies de la cama, estaba sudoroso y muy fatigado, me dolían los ojos como si no hubiera dormido durante varias noches, recuerdo eso, el dolor de los ojos, entonces lo pensé y lo hice, de nuevo pensé y a la vez lo hice. Dejé el cigarrillo encendido sobre la sábana y lo miré, cómo quemaba, y descabecé la brasa sin por ello apagarlo. Encendí otro, di tres o cuatro chupadas y lo dejé también sobre la sábana. Hice lo mismo con un tercero, descabezados todos, ardiendo las brasas de los cigarrillos y también ardiendo las brasas sueltas, tres y tres brasas, seis brasas, se quemaba la sábana. Vi cómo empezaban a hacer agujeros orlados de lumbre ('Y lo estuve mirando durante unos segundos', pensé, 'cómo crecía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana'), no sé." Mi padre se paró en seco, como si no hubiera acabado del todo la última frase. No se oyó nada, sólo su respiración agitada y fuerte durante un minuto, una respiración de viejo. A continuación añadió: 'Cerré la puerta de la alcoba y salí y bajé a la calle, y antes de montar en el coche me volví a mirar la casa desde la esquina, todo estaba normal, era ya de noche, había caído de golpe y aún no salía humo ('Ni le vería nadie desde lo alto', pensé, 'desde el balcón o ventana, aunque se parara delante de ellos como Miriam cuando esperaba, o un organillero viejo y una gitana con trenza para hacer su trabajo, o como Bill primero y yo luego ante la casa de Berta aguardando ambos a que el otro se fuera, o como Custardoy una noche de lluvia de plata bajo la mía'). Pero eso fue hace mucho tiempo', añadió Ranz con una sombra de su voz de siempre, de la más acostumbrada. Me pareció oír un mechero y un tintineo, quizá había cogido una aceituna y Luisa había encendido un cigarrillo. 'Y además, de estas cosas no se habla.'

Todavía hubo un silencio, Luisa ahora no decía nada, y pude imaginar que Ranz estaría esperando en vilo, con las manos ociosas y entrelazadas, tal vez sentado en el sofá, o reclinado sobre la otomana, o en el sillón gris y nuevo tan agradable que él habría ayudado a elegir, probablemente. No en la mecedora, no creía, no en la mecedora de mi abuela habanera que sin duda pensaba en sus propias hijas, la viva y la muerta, ambas casadas, y quizá en la hija casada y muerta de otra madre cubana cuando me cantaba 'Mamita mamita, yen yen yen' durante la

infancia para infundirme un miedo que a mí me resultaba poco duradero y risueño, un miedo femenino tan sólo, de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas. Tal vez Ranz temía que Luisa, su nuera, le hiciera un gesto que significara 'Vete', o bien 'Lárguese'. Pero lo que Luisa dijo por fin fue esto: 'Va siendo hora de pensar en la cena, si tiene hambre*. La respiración agitada y fuerte de Ranz cesó, y le oí responder con lo que juzgué alivio: 'No estoy muy seguro de tener hambre. Si te parece, podemos ir dando un paseo hacia Alkalde, y al llegar allí entramos si nos apetece, y si no te acompaño de vuelta y cada uno a su casa. Espero que no se nos vaya el sueño esta noche'. Oí cómo se ponían en pie y Luisa recogía un poco las cosas que habría llevado hasta la mesita baja, uno de los pocos muebles que habíamos comprado juntos. Oí sus pasos hacia la cocina y de vuelta, y pensé: 'Ahora tendrá que entrar aquí, a cambiarse de ropa o a coger algo. Tengo ganas de verla. Cuando se vayan yo podré lavarme los dientes y beber agua, y quizá haya quedado alguna aceituna*. Mi padre, sin duda ya con la gabardina puesta o más bien echada sobre los hombros, se llegó hasta la entrada y abrió la puerta de la calle. '¿Estás ya?', le preguntó a Luisa.

'Un momento', contestó ella, Voy a coger un pañuelo.' Oí sus tacones que se acercaban, conocía bien sus pasos, resonaban sobre la madera mucho más discretos que los zapatos metálicos de 'Bill* sobre el mármol o los de Custardoy en todo lugar y tiempo. Aquellos pasos no cojeaban, ni cuando estaban descalzos. No subirían pesadamente peldaños de una escalera para buscar cartuchos de pluma desconocidos. Tampoco se clavarían nunca sobre el pavimento como navajas, no arrastrarían el tacón afilado con celeridad e inquina, nunca serían como espuela y hachazos. No si de mí dependía, o eso esperaba, eran unos pasos afortunados. Vi su mano sobre el picaporte de mi puerta por la rendija. Iba a entrar, la vería, hacía tres semanas que no la veía, casi ocho que no la veía allí, en nuestra casa y alcoba y almohada. Pero antes de empujar la puerta le dijo a Ranz a través del pasillo, él seguiría en la entrada, llamando el ascensor con la gabardina sobre los hombros:

'Juan llega mañana. ¿Quiere usted que le cuente o que no le diga nada?'. La respuesta de Ranz fue rápida en llegar, pero las palabras salieron lentas y cansadas, con voz oxidada y ronca como a través de un yelmo: 'Te agradecería mucho', dijo, 'te agradecería mucho que me ahorraras tener que pensar en eso, no sé qué es mejor. Piénsalo tú por mí, si te parece'. 'Descuide', dijo Luisa, y empujó la puerta. No encendió la luz hasta que la hubo cerrado, debió de notar al instante el mucho humo de mis cigarrillos. Aún no me puse en pie, no nos besamos, aún era como si no nos viéramos, yo aún no había llegado. Me miró de reojo, me sonrió de reojo, abrió nuestro armario y cogió un pañuelo con animales de Hermés que yo le había traído de un viaje antiguo, cuando aún no estábamos casados. Olía bien, un perfume nuevo, no era el Trussardi que le había regalado. Tenía cara de sueño, como si le dolieran los ojos, los ojos de Ranz, estaba guapa. Se puso el pañuelo al cuello y me dijo: —Así que ya ves.

Y me di cuenta en el acto de que esa era la frase que Berta me había dicho cuando apareció en bata detrás de raí y la vi a mis espaldas reflejada en el cristal oscuro de la pantalla después de que yo terminara de ver el vídeo que ella habría visto ya varias veces y aún seguiría viendo y quizá sigue viendo hoy todavía. Por eso, supongo, también yo ahora contesté lo mismo. Me levanté. Le puse a Luisa la mano en el hombro. —Ya veo —le dije.