No creo que nunca vuelva a saber de Miriam, a menos que ella logre que la saquen de Cuba o esa nueva Cuba, para la que hay tantos planes, sea próspera en breve, y la casualidad ayude. Creo que la reconocería en cualquier parte, aunque ya no vistiera con su blusa amarilla de escote redondeado ni su falda estrecha ni sus altos tacones que se clavaban, ni llevara su enorme bolso colgado del brazo y no echado al hombro, como es hoy la costumbre, su irrenunciable bolso que la desequilibraba. La reconocería aunque caminara con garbo ahora y sus talones no sobresalieran de sus zapatos y no hiciera gestos que significaran 'Tú ven acá' o 'Eres mío' o 'Yo te mato'.
Encontrarme a Guillermo algún día no sería difícil, en Madrid, por desgracia, todo el mundo se conoce más pronto o más tarde, hasta los que vienen de fuera y se quedan. Pero a él no podría reconocerlo, nunca le vi la cara, y una voz y unos brazos no son suficientes para reconocer a nadie. Alguna noche, antes de dormirme, se me ocurre pensar en los tres, en Miriam y en él y en su mujer enferma, Miriam muy lejos y ellos dos quién sabe si en mí misma ciudad, o en mi misma calle, o en nuestra casa. Es casi imposible no ponerle rostro a alguien cuya voz se oyó, y por eso a veces le pongo el de 'Bill', que llevaba bigote y es el más probable porque quizá es el suyo, a él también puedo encontrármelo en esta ciudad tan móvil; en otras ocasiones lo imagino como al actor Sean Connery, un héroe de mi niñez que a menudo lleva bigote en el cine, qué gran interprete; pero también se mezcla la cara obscena y huesuda de Custardoy, que se deja y se quita el bigote alternativamente, o la del propio Ranz, que lo lucía en su juventud, sin duda cuando vivió en La Habana y más tarde, cuando se casó por fin con Teresa Aguilera y se fue con ella en su viaje de novios; o también la mía, mi cara que no lleva bigote ni lo ha llevado, pero puede que un día me lo deje crecer, cuando sea más viejo y a fin de evitar parecerme a mi padre como es ahora, como es ahora y yo lo recordaré principalmente.
Muchas noches noto el pecho de Luisa rozando mi espalda en la cama, los dos despiertos o los dos en sueños, ella tiende a acercarse. Estará ahí siempre, es lo previsto y esa es la idea, aunque faltan tantos años para cumplir ese siempre que pienso a veces si no puede cambiar todo a lo largo del tiempo y a lo largo del futuro abstracto, que es el que importa porque el presente no puede teñirlo ni asimilarlo, y eso ahora me parece una desgracia. Quisiera en estos momentos que nada cambiara nunca, pero no puedo descartar que dentro de un tiempo alguien, una mujer a la que aún no conozco, llegue a verme una tarde furiosa conmigo, o bien aliviada por al fin encontrarme, y sin embargo no me diga nada y nos miremos tan sólo, o nos abracemos de pie callados, o nos lleguemos hasta la cama para desnudarnos, o tal vez ella se limite a descalzarse, mostrándome sus pies que habría lavado tan a conciencia antes de salir de casa porque yo podría verlos o acariciarlos y ahora estarían cansados y doloridos de haberme esperado tanto (la planta de uno manchada por el pavimento). Puede que esa mujer vaya al cuarto de baño y se encierre en él durante unos minutos sin decir nada, para mirarse y recomponerse e intentar borrar de su rostro las expresiones acumuladas de ira y fatiga y decepción y alivio, preguntándose qué otra sería la más adecuada y beneficiosa para encararse por fin con el hombre que la ha hecho esperar durante demasiado tiempo y que ahora aguarda a que salga, encararse conmigo. Quizá por eso me haría esperar ella a mí mucho más de la cuenta, la puerta cerrada del cuarto de baño, o acaso no fuera esa su intención, sino llorar a escondidas y amortiguadamente sobre la tapa del retrete o sobre el borde del baño con las lentillas quitadas si las llevaba, secándose y ocultándose a sus propios ojos con una toalla hasta lograr calmarse, lavarse la cara, pintarse y estar en condiciones de salir de nuevo disimulando. Tampoco puedo descartar que esa mujer sea un día Luisa y yo no el hombre ese día, y que ese hombre le exija una muerte y le diga: 'O él o yo', y que 'él' sea yo entonces.
Pero en ese caso me contentaría con que ella saliera al menos del cuarto de baño, en vez de quedar tirada en el suelo frío con el pecho y el corazón tan blancos, y la falda arrugada y también las mejillas mojadas por la mezcla de lágrimas y sudor y agua, ya que el chorro del grifo habría estado rebotando contra la loza acaso y habrían caído gotas sobre el cuerpo caído, gotas como la gota de lluvia que va cayendo desde el alero tras la tormenta, siempre en el mismo punto cuya tierra o cuya piel o carne va ablandándose hasta ser penetrada y hacerse agujero o tal vez conducto, no como gota del grifo que desaparece por el sumidero sin dejar en la loza ninguna huella ni como gota de sangre que en seguida es cortada con lo que haya a mano, un paño o una venda o una toalla o a veces agua, o a mano sólo la propia mano del que pierde la sangre si está aún consciente y no se ha herido a sí mismo, la mano que va a su estómago o a su pecho o espalda a tapar el agujero. Quien se ha herido a sí mismo, en cambio, no tiene mano, y necesita de otro que lo respalde. Yo la respaldo. Luisa tararea a veces en el cuarto de baño, mientras yo la miro arreglarse apoyado en el quicio de una puerta que no es la de nuestro dormitorio, como un niño perezoso o enfermo que mira el mundo desde su almohada o sin cruzar el umbral, y desde allí escucho ese canto femenino entre dientes que no se dice para ser escuchado ni menos aún interpretado ni traducido, ese tarareo insignificante sin voluntad ni destinatario que se oye y se aprende y ya no se olvida. Ese canto pese a todo emitido y que no se calla ni se diluye después de dicho, cuando le sigue el silencio de la vida adulta, o quizá es masculina.
Octubre de 1991
Dos epílogos
Un secreto, una canción, una boda*
Más que de la novela, hablaré de sus orígenes. Esto es, de los dos o tres elementos aislados (más no hacen falta) que en esta ocasión, como en las precedentes, me hicieron ponerme ante la máquina un día y escribir la primera frase. Esa primera frase de Corazón tan blanco dice así: 'No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.' Esto fue exactamente lo que hizo en la vida real una mujer de mi familia hace años. Nunca se supo por qué, ni qué había sucedido durante las escasas semanas que llevaba casada, un matrimonio en principio alegre, o normal cuando menos. Precisamente porque no es fácil imaginar lo ocurrido, intenté imaginarlo, y no averiguarlo: el narrador de mi novela, un descendiente imposible de esa mujer del primer párrafo, se caracteriza justamente por no querer investigar, por no querer saber, por sus recelos ante la idea de que la verdad debe conocerse siempre o debe resplandecer.
* Publicado por primera vez en El Sol, suplemento Los libros de El Sol, 21 de febrero de 1992.
El segundo elemento que me rondaba 1a cabeza tenía alguna relación, aunque extrañamente no la descubrí hasta que la novela ya estaba avanzada: una de mis abuelas, Lola Manera, había nacido en La Habana. En el 98, cuando se perdió Cuba, su familia regresó a España (o mejor dicho vino por vez primera), y aunque ella contaba entonces ocho o diez años, la anciana reidora y amable que yo conocí conservaba su acento habanero, a mí y a mis hermanos nos llamaba 'guajiros' o 'guachinangos' y nos cantaba canciones que ella había oído a las ayas negras de su niñez. Entre esas canciones había una siniestra y a la vez cómica: durante su noche de bodas con un extranjero rico, la joven desposada pedía auxilio a su madre, que velaba junto a la habitación nupcial. 'Mamita mamita, yen yen yen', cantaba, 'serpiente me traga, yen yen yen'. Pero el marido respondía a través de la puerta: 'Mentira mi suegra, yen yen yen, que estamos jugando, yen yen yen, al uso de mi tierra, yen yen yen'.
A la mañana siguiente, la madre y suegra encontraba sobre la cama del matrimonio una enorme serpiente, sin rastro de los recién casados. Esta canción tiene su importancia en Corazón tan blanco, y aparece más de una vez.
El tercer elemento atañe a mi propia biografía ficticia, y seguramente por eso es más triviaclass="underline" yo nunca me he casado, si bien he estado a punto de hacerlo y conviví con alguien en una ocasión. Así, ese estado tan común y banal, por no conocerlo, se me aparece rodeado de cierto misterio, y en algunos momentos no he podido evitar pensar cómo sería mi nunca celebrado matrimonio, o cómo sería un narrador mío en él. Si asociamos esa curiosidad a los dos primeros elementos, no será de extrañar que en mi novela lo conyugal se manifieste como algo más bien ominoso, por no decir peligroso. Ni tampoco que el texto así originado sea un libro (como reza su contracubierta por expresa indicación del autor) 'sobre el secreto y su posible conveniencia, sobre el matrimonio, el asesinato, la instigación, sobre la sospecha, sobre el hablar y el callar y sobre los corazones tan blancos que, poco a poco, se van tiñendo, según ven "transcurrir el transcurrido tiempo" y acaban sabiendo lo que nunca quisieron saber'.